Presencia y ausencia de la belleza
Aunque muchas veces desdeñada por las vanguardias, la idea de lo bello sigue siendo materia de un debate ineludible
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Las palabras “bello” y “belleza” están pasadas de moda, sino entre los artistas, que siguen usándolas a discreción en sus escritos, sí por lo menos entre los filósofos y críticos que interpretan las obras de arte como un objeto físico cualquiera; lo bello es entonces rechazado como una noción metafísica sin objeto preciso. Sesenta y cinco años pasaron desde que Étienne Gilson, filósofo él mismo, anotó estas líneas, y, cuando las anotó, ochenta y cinco años habían pasado desde que Arthur Rimbaud escribió estas otras: “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié”. Esta declaración de Una temporada en el infierno fue una primicia de la vanguardia. ¿Qué belleza, si es que hay más de una, injuriaba Rimbaud? Probablemente no la misma que las vanguardias, aunque de todos modos fue el suyo un incipit. Después, con la vanguardia –gracias a ella, por culpa de ella– supimos esa apertura del arte contemporáneo, la de que la obra de arte podía ser –que era– una cosa más entre las cosas. Desde entonces, algunos no pudieron y algunos no quisimos desentendernos de la belleza y de sus problemas; y se diría aún que la adhesión a ella crecía en la medida en que se hacía más ardua su definición. Pero ya fuera por impotencia o por voluntad, las palabras “bello” y “belleza” mantuvieron una condición irrecusable.
En el prefacio a la primera parte (“La percepción de la forma”) de los siete volúmenes de Gloria, el teólogo Hans Urs von Balthasar proponía un ordenamiento diferente de los trascendentales y declaraba que la visión de la verdad (verum) y del bien (bonum) debía ser completada con la de la belleza (pulchrum), y situaba la belleza en el inicio (aunque no en la cumbre) de ese orden. Escribía: “Mostraremos hasta qué punto el abandono progresivo de esta perspectiva (que tan profundamente configuró en otras épocas a la teología) ha empobrecido al pensamiento cristiano”.
A quienes les resulte ajena la perspectiva cristiana de Von Balthasar, podrían oponer en cambio la posición del marxista inglés Terry Eagleton. En The Ideology of the Aesthetic (1990), declara el beligerante Eagleton lo siguiente: “La respuesta que ofrece la vanguardia al conocimiento, la ética y la estética es bastante inequívoca. La verdad es una mentira; la moralidad apesta; la belleza es una mierda. Y, por supuesto, tiene toda la razón. La ‘verdad’ es un comunicado de la Casa Blanca; la moralidad es la mayoría moral; la belleza es una mujer desnuda publicitando un perfume. Sin embargo, vean de qué manera, están también equivocados. La verdad, la moralidad y la belleza son muy importantes como para entregárselas con desdén al enemigo político”.
La coincidencia entre los dos, el compartido escándalo ante la profanación, es sorprendente: sin belleza –cualquiera sea la perspectiva a la que se adhiera– se empobrece el conocimiento, y además la belleza misma se empobrece en la medida en que se subordina a la propaganda o a la justificación del consumismo (es decir: a la desgracia de la espiritualidad financiada) o queda degradada (para no padecer la mala conciencia) a mero esteticismo. La enemistad con lo que no es ella es también una fuerza poderosa de la belleza.
Una causa probable de la tentación de renunciar a esas palabras acaso haya sido, como advirtió también Gilson, el lastre metafísico de divorciar lo bello del objeto, y de haberse ocupado con mayor dedicación al objeto –la obra– y desentenderse de lo bello como si fuera un vapor inasible y dependiente de aquello que lo crea. En el extremo opuesto asoma otro divorcio, otro dualismo que consiste en concluir que la obra es desdeñable una vez que fuimos llevados a otra parte que ya no es la obra misma. Pero lo bello es presencia. No hay en lo bello referencia alguna a algo que no sea lo bello. La belleza y lo bello piden ser pensados de esa manera.
Las dificultades en las que el arte contemporáneo había puesto a la estética (o en todo caso una parte nada menor de esas dificultades) quedan dramáticamente al desnudo en, por ejemplo, la pretensión desesperada del crítico Arthur Danto por formular una definición filosófica del arte suficientemente general “para que todo aquello que alguna vez haya sido o pueda llegar a ser una obra de arte entre dentro de sus límites [...] lo bastante general para inmunizarse ante los contraejemplos”. Danto no llegó a formular esa definición, y no llegó a hacerlo porque esa definición, en el que caso de que sea posible, lo será si se define antes lo bello, aunque en realidad no hay “antes” ni “después”, no hay recorrido.
Con una entonación ahora más personal, tengo que decir que hace ya tiempo empezó a resultarme acuciante remontarme de la obra a aquello a lo que la obra remitía. No hace falta aclarar que no había remisión alguna: todo estaba en la presencia. La escritura de Persecución de la belleza se orientó a la formulación de esa definición de lo bello. Esa orientación partía de la certidumbre del fracaso. La palabra “persecución” del título indica esa doble tentativa: la de dar alcance, y más etimológicamente también la de hacer un seguimiento que continúa, una petición, un hostigamiento. Era evidente que no podría yo acortar mucho la distancia, que no podría dar esa definición; y era evidente además que esa definición ya fue probablemente ofrecida y que no supimos leerla. O podría ser que esa definición no admita la palabra y que cuando lo bello habla no haya nada más que decir.
El autor acaba de publicar el libro Persecución de la belleza en Adriana Hidalgo editora