Petersburgo, la novela que se adelantó al Ulises
En una nota reciente sobre la asombrosa producción literaria de 1922 –tan puntual que su versión online se publicó en la medianoche del 31 de diciembre, cuando nadie leía y la mayoría brindaba–, incluí en un primer momento y después descarté Petersburgo, la novela de Andrei Biely que suele compararse con Ulises, el faro disruptivo de aquel año. La obra del ruso –que tardaría décadas en conocerse fuera de su lengua de origen– tuvo una versión en 1922, aggiornada a los tiempos de la revolución. No es la que utilizan las traducciones, que consideran inferior esa reelaboración y eligen la primera edición... ¡de 1913! Petersburgo quedó entonces fuera. Lo temprano de la fecha, contra todo, desconcierta: ¿y si la novela modernista fue inventada primero en caracteres cirílicos?
"El artefacto de Biely –a diferencia de Berlin Alexanderplatz o Adán Buenosayres– no puede deberle nada, claro está, a una novela que todavía estaba por venir"
La tardía atracción occidental por Biely deriva en parte de las afirmaciones de Vladimir Nabokov, que declaró a Petersburgo una de las obras maestras del siglo XX, superada por la novela de Joyce y La metamorfosis, pero adelantando a En busca del tiempo perdido. A Nabokov le gustaba provocar–o hacerle notar a su todavía amigo Edmund Wilson que en realidad no sabía tanto ruso como el crítico creía–, pero también estaba dando pistas sobre sí mismo.
Como para buena parte de los autores rusos que cruzaron el puente entre el siglo XIX y el XX, Biely (1880-1934) tenía como campo de operaciones la poesía, de la que fue además un teórico obsesivo. Las novelas (además de Petersburgo, La paloma de plata y la todavía misteriosa Moscú, de la que solo se tradujo una parte al inglés) fueron un desprendimiento, una continuación por otros medios de esa visión. El punto de partida del escritor fue el simbolismo, pero su hiperactividad terminaría siendo influencia determinante para el futurismo, el formalismo y otros movimientos vanguardistas rusos de la década de 1920.
Las “correspondencias” son una de las notas distintivas en Petersburgo. Además de jugar de manera sinestésica con los colores (algo parecido hará Joyce, pero también Nabokov), de valerse de onomatopeyas, de modificar la puntuación, Biely introduce alusiones a toda la literatura rusa, en una intertextualidad avant la lettre. El jinete de bronce (estatua símbolo de la ciudad fundada por Pedro el Grande, pero también poema de Pushkin) es su contraseña. También trabaja cuestiones filosóficas y místicas, insinuando su futura adscripción al teósofo Rudolf Steiner.
Sobre Ulises persiste siempre la sospecha de si de verdad se lo leyó si no se lo hizo en el original. En el caso de Petersburgo la disyuntiva se resuelve –mientras no se aprenda el idioma ruso– por la vía de la resignación. La comparación entre dos versiones con buena fama (la de David McDuff en inglés que publicó Penguin y la de José Fernández Sánchez, que a comienzos de los años ochenta sacó Alfaguara) revela un tono y sensibilidad compartidos: el pulso nervioso reflejaría el método rítmico de Biely, que se basa en pies poéticos imposibles de sostener en la traducción. La estructura de escenas encastradas está guiada en cada caso por ese narrador al que Enrique Vila-Matas -lector inevitable del libro- cataloga como cervantino. Las descripciones tienden al expresionismo. A la masa de gente que camina por la Perspectiva Nevski se la compara con un miriápodo humano: “Más allá de la estación tuerce su cabeza; introduce la cola en la calle Morskaya; por la avenida rumorean los segmentos atropódicos. ¡Es una auténtica escolopendra!”.
Una diferencia que quizá motive a los que le temen o no toleran Ulises es que Petersburgo tiende a acelerar la lectura en vez de dificultarla. Colabora el argumento, que narra con humor cómo el hijo tarambana de un funcionario zarista es utilizado por los revolucionarios de 1905 (la novela es anterior al triunfo bolchevique de 1917) para ponerle una bomba a su padre. La circulación por la novela del explosivo, que resulta estar oculto en una lata de sardinas, es el principal dispositivo de tensión: se diría casi un McGuffin de Hitchcock. Por otro lado, está la presencia de la ciudad, ese monstruo palpitante y anónimo, que es lo que de manera más evidente vincula a Petersburgo con el libro de Joyce. ¿O debería decirse al revés? El artefacto de Biely –a diferencia de Berlin Alexanderplatz o Adán Buenosayres– no puede deberle nada, claro está, a una novela que todavía estaba por venir.
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