Paul Theroux. Todos los trenes llevan a la Patagonia
En uno de sus libros más famosos narra el viaje que hizo de Estados Unidos al sur de la Argentina
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A veces los géneros más añejos –pensemos en Marco Polo– rejuvenecen tanto que parecen nuevos. Algo de ese estilo ocurrió en la década de 1970 en el mundo anglosajón con la literatura de viajes. En la Patagonia (1978), de Bruce Chatwin, fue la punta de lanza, pero antes de eso Paul Theroux ya había puesto la primera piedra de su hoy larga colección de crónicas. Tienen una singularidad: en la mayoría se utiliza como medio de locomoción el tren. El primero de esos libros, de 1975, fue El gran bazar del ferrocarril, que cuenta un viaje de cuatro meses de Europa a Oriente –pasando por la India– y el retorno en el famoso tren transiberiano. El siguiente, de 1979, El viejo expreso de la Patagonia, parece una respuesta visceral al impacto causado por Chatwin: Theroux cuenta cómo en un impulso, de manera casi improvisada, se toma un tren en Massachussets, donde vivía, e inicia un viaje descendente que lo llevará primero a la frontera con México, lo hará cruzar América Central (incluido el canal de Panamá) y los Andes, hasta llegar a Esquel, en una Patagonia que le parece un desierto absurdo y enigmático. ¿Tanto esfuerzo para semejante paisaje desolado?
El viejo expreso de la Patagonia es un buen ejemplo del tono del autor. Los comentarios son de una corrosión infrecuente en el género (misantrópicos, los calificó alguien alguna vez) y más que la curiosidad minuciosa y demorada prima el ejercicio atlético de avanzar. Theroux –al menos en su juventud– es menos empático de lo que imagina. Cuando pasa por Nicaragua, despacha al país diciendo que lo único que dio al mundo fue un poeta mediocre (¿se refiere a Rubén Darío, del que difícilmente haya podido disfrutar su musicalidad, o al entonces en boga Ernesto Cardenal?). En su paso por Buenos Aires, se burla de un traductor que lo evita (no habla inglés, dice), pero se conmueve cuando al visitar a Borges este le pide que le lea (una vieja costumbre democrática del escritor argentino que toma por una excepcionalidad).
Esa tonalidad solitaria y llena de fricciones, ayudan a crear también un personaje viajero que salta de libro en libro, ya se desplace por Gran Bretaña, China, el mar Mediterráneo o las islas de Oceanía.
Hay, sin embargo, un detalle: Theroux es, antes de todo, novelista. Escribió sobre los más diversos temas, pero empezó como secuaz de V.S. Naipaul y en cierto modo Graham Greene. Sus primeras ficciones reflejan su experiencia juvenil en África (Malawi y Uganda). Saint Jack (1973), su primer éxito, transcurre en Singapur. Y en La costa de los mosquitos (1981), su obra ineludible, crea su propio Kurtz, una desquiciada figura paterna que en el corazón de la selva centroamericana produce nuevos horrores. Es otra manera de viajar: con la imaginación.