Neurociencia. Las palabras pueden cambiar emociones y comportamientos
Las conversaciones que tenemos, con nosotros mismos y con otros, van modelando lo que somos, señala en su nuevo libro el neurocientífico Mariano Sigman
- 7 minutos de lectura'
“Escribo el libro porque creo que hay pocas cosas a las que valga más la pena dedicar nuestro tiempo que a descubrir cómo cambiar el devenir de lo que hacemos y de lo que no hacemos, de lo que sentimos, de lo que somos”, dice Mariano Sigman en las primeras líneas de su nuevo libro El poder de las palabras (Debate). Doctorado en Neurociencia y posdoctorado en Ciencias Cognitivas, Sigman es uno de los directores del Human Brain Project y un divulgador del impacto de las neurociencias en nuestra vida cotidiana. En 2015 publicó La vida secreta de la mente, donde se acercó a lo más íntimo del pensamiento humano para entender por qué somos como somos. Su nueva propuesta pone en valor a las conversaciones y las palabras como herramientas para acceder a nuestras emociones y, de quererlo, cambiarlas.
A diferencia de sus trabajos previos, en esta ocasión Sigman fue a buscar a la ciencia respuestas sobre su vida, lo que le da al libro un aire de diario íntimo que el autor decide abrir. “Por lo general se escribe sobre algo que se ha descubierto o conocido luego de estudiarlo exhaustivamente. Esta vez busqué en la ciencia respuestas sobre mis emociones y sobre la historia que me había contado a mí mismo sobre lo que podía y no podía hacer”, dice del otro lado de la conversación virtual Sigman, quien en 2006 fundó el Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la Universidad de Buenos Aires. La idea central que propone es que nuestra mente es mucho más maleable de lo que pensamos, ya que conservamos durante toda la vida la misma capacidad de aprender que teníamos de chicos. Sigman relata en el libro cómo fue él mismo su “laboratorio de pruebas permanente” con resultados contundentes. Quien se había calificado (y había sido calificado por otros) como “malísimo” para la música, aprendió a tocar la guitarra pasados los 40 años; quien era un “bicho de laboratorio” pudo ser también un deportista de alto rendimiento. En el capítulo “Las historia que nos contamos”, explica la importancia de medir y elegir cuidadosamente las palabras que usamos para nombrarnos, porque estas crean realidad. “Las palabras que usamos para describir cómo nos sentimos tienen, en sí mismas, el poder de influir en nuestro estado de ánimo, de volverse profecías autocumplidas”, dice. Merece la pena tratar de usarlas con precisión, reparando en los matices. Puede que, en lugar de sentirte “horrible”, solo tengas sueño o hambre”, dice.
"Las palabras con que describimos cómo nos sentimos influyen en nuestro ánimo"
También propone conversar más, porque esto ayuda a pensar: “Hablar con otras personas aclara las ideas, ayuda a encontrar errores en los razonamientos propios y a identificar soluciones mejores. También ayuda a aprender a dialogar mejor con uno mismo. Pero no todas las conversaciones son iguales de eficaces”.
En tiempos de Twitter, Sigman advierte que es muy difícil tener una buena conversación allí. “Imaginate que tenemos que resolver un problema del equipo de trabajo, entonces juntamos a las 17.000 personas que trabajan en la empresa en la cancha de River y que todas opinen a la vez antes de que podamos siquiera contar completa nuestra idea. Cada vez que avanzás, alguien la corta o agrede”. Para que las ideas emerjan, dice Sigman, precisan de una incubación libre de abucheos permanentes, de un silencio necesario para crear e hilar lo que queremos contar. Conversar en pequeño nos ayuda a aclarar las ideas. Las mejores conversaciones, dice, se desarrollan en grupos pequeños, formados por personas con actitud receptiva y predispuestas a ser eventualmente convencidas.
Otra premisa de El poder de las palabras es que no hay nada que sea imposible de cambiar. Aunque, claro, hay cosas que llevan más esfuerzo que otras. “Lo que no es posible es cambiarlo solo por leerlo en un libro”, bromea el autor. Sin esfuerzo, sin trabajo o entrenamiento será muy difícil, pero todo es entrenable a cualquier edad. Podemos tener menos miedo, ser menos tímidos, más audaces, si lo intentamos lo suficiente, dice. Es preciso entender que podemos desarrollar elasticidad y adaptabilidad para alcanzar eso que queremos cambiar, y no frustrarnos en el intento. “Antes de emprender un proceso de cambio, es bueno entender cuánto voy a tener que trabajar para llegar a un lado y sobre esa idea informada decidir si ese es el camino que yo quiero emprender o no”. Así describe parte del camino de autoconocimiento que lo llevó a transformarse en ciclista de montaña y guitarrista, contra todo pronóstico.
Del otro lado de las palabras está el silencio, con un aporte luminoso, pero también con una sombra de opresión. “El silencio es un elemento fundamental de la conversación con otros y con nosotros mismos. El silencio reduce la velocidad del diálogo, el cerebro necesita silencios para tener ideas. Si no tenés silencio mental tampoco hay memoria. La memoria se construye, por ejemplo, de noche durmiendo, y empieza a trabajar sin estímulos para poder grabar algunas cosas que son los pocos recuerdos que quedan reverberando de todo lo que vivimos”, explica Sigman.
Sin embargo, este silencio que permite la creación puede ser devastador cuando se trata de “lo no dicho”, de lo acallado. El autor despliega dos casos que demuestran cómo ese silencio literalmente enferma. Al principio de la epidemia del sida se estudió el devenir de la enfermedad en función de si la gente podía decir o no que padecía ese mal, que en ese momento era sumamente estigmatizado. El avance de la enfermedad de los que no podían hablar de ella era mucho mayor que en el caso de quienes podían expresar ese padecer.
El segundo ejemplo es de unos orfanatos en Rumania en la época del dictador Nicolae Ceausescu, que se conoció tras la caída de la Cortina de Hierro. “Los chicos que vivían en los orfanatos estaban desatendidos de la palabra y padecieron un desafecto completo; tenían comida y una cama, pero nadie les hablaba o hacía una caricia y sufrieron un déficit de desarrollo bestial, con cerebros que llegaban solo a la mitad del desarrollo esperable para su edad. Es un ejemplo de cómo el impacto de lo que decimos y nos dicen sana o enferma”, dice Sigman.
Las palabras no pesan lo mismo en la boca de personas distintas y nuestra predisposición a escucharlas depende de esto. El discurso de tal político, la misma pelea de siempre con una pareja de años, una dinámica poco paciente con un colega del trabajo. Para evitar los prejuicios que tenemos en esas escuchas y para intentar correr nuestros sesgos del medio para lograr una buena y nueva conversación, Sigman propone ejercicios lúdicos que permiten recrear interacciones nuevas con las personas de siempre. “La buena conversación es un arte de descubrimiento, un juego en el que uno tiene que sorprenderse; y recibir la parte buena, pero también aceptar la discrepancia”.
Sigman recomienda explorar juegos de roles en los que cambiamos la idea de quién es nuestro interlocutor para ver cómo cambian nuestras palabras, cómo cambia nuestra conversación. Por ejemplo, en mi familia, puedo intentar hablarle a mi hijo como le hablaría a un sobrino, o a una pareja como le hablaría a alguien a quien escucho por primera vez, e identificar qué pasa en esa nueva dinámica. ¿Nos tratamos igual? ¿Hablamos de otras cosas? ¿Los tonos, silencios? A las personas nos gusta jugar y también el humor es una herramienta que Sigman trae para explorar y expandir el arte de la buena conversación.
“No me avergüenza decir que este es un libro de autoayuda”, cierra Sigman sobre su trabajo más íntimo. “El libro nació como respuesta a preguntas que me hice para cambiar y conocerme más, y ahora confío en que pueda pasarle lo mismo a otros”