Nelson Freire y el juego perdido de Martha Argerich
Hay una tira de contactos de fotomatón en la que se posan, sin pose de carnet, Martha Argerich, Nelson Freire y Martín Tiempo. Alguien sabrá con exactitud la fecha, aunque una primera mirada sugiere que es de mediados de la década de 1960. Las muecas de Tiempo son más exageradas que las de Freire, y en la tira de contactos, aparecen, aparte de Argerich y de él, otras dos personas. Lo que importa de esas fotos es ese encierro en una cabina para hacer morisquetas (y registrarlas además); ese encierro que es prueba irrefutable de familiaridad.
Con la muerte de Freire, esta semana, Argerich se quedó sin una de sus mitades musicales (no hay contradicción: Argerich puede ser tantas cosas que tienen a su vez tantas mitades: Claudio Abbado había sido otra de ellas). Sus grabaciones a dos pianos (las de Argerich y Freire) eran también un juego; un juego entre ellos y un juego porque para jugar hace falta una desemejanza que, por su misma oposición, ponga en movimiento el juego. El mejor ejemplo es un registro que hicieron juntos muchos años después del fotomatón, en 1982 (porque los frutos de la amistad tienen tiempos propios) con piezas de Sergei Rachmaninov, Maurice Ravel (la transcripción para dos pianos de La Valse) y Variaciones sobre un tema de Paganini, de Witold Lutoslawski. Era una lucha, aunque hay que reconocer que cada pieza del disco era una lucha. La lucha, en la música, no continúa; empieza siempre de nuevo. Hacia 2009, volvieron a grabar La Valse en el Festival de Salzburgo: la versión n podría ser más distinta, y no porque cambiaran papeles. Hay que hacer algo diferente para que el juego no aburra. En rigor, todo ese concierto de Salzburgo está dominado por una naturalidad cercana a la repentización, como si Argerich y Freire fueran descubriendo las piezas mientras las tocan y se contaran uno al otro los descubrimientos. Sería muy burdo hablar de intuición. Se trata más bien de una sabiduría que, tal vez por urbanidad, simula no ser consciente de sí misma.
Cuando Freire estaba en París, vivía en un departamento enfrente del que Argerich tiene en París. En un día silencioso casi que podrían escucharse por la ventana. Decía hace un tiempo Freire: “Tocamos mucho, pero siempre un poco lo mismo, y a mí me gustaría tocar otras cosas con Martha. Mi disco preferido es el primero que hicimos, con La Valse, de Ravel, Rachmaninov y Lutoslawski. Martha es como una hermana para mí”. Pero en esos dúos fraternales, Freire se impone a su propio modo, con una sensibilidad que ilumina los detalles más ínfimos y consigue proyectar esa luz al conjunto.
La presunción de Charles Rosen según la cual la historia de la música avanza de lo táctil a lo auditivo corre también para un solo músico. Freire −el Chopin de Freire, para decir mejor−, sería uno de esos casos. La primera grabación de Freire, a los 12 años, fue un LP con un recital de Chopin que incluía la cuarta balada. ¿Cómo podría entenderse ese movimiento de lo táctil a lo auditivo? Como algo que va desencarnándose de a poco. A propósito de Chopin, Freire suele repetir una idea muy hermosa, según la cual el rubato debería ser como un árbol movido por el viento pero bien afirmado en las raíces. Dijo el pianista: “Yo creo que tomé esa frase de Liszt, que la usó para hablar precisamente de Chopin, en quien el rubato es tan personal. Es una libertad que necesita rigor. El rubato para mí no puede ser muy pensado porque pierde espontaneidad. Yo lo uso de manera instintiva.”
Freire parecía convencernos a veces de que el piano no es un mueble, del mismo modo en que logra convencernos de que el ritmo puede ser liberado de su materialidad métrica.
Así también era su amistad con Argerich. En sus propias palabras: “Nos conocimos en Viena en 1959 y hemos tenido una relación muy profunda. Casi no tenemos que hablar. Nos comunicamos por el pensamiento”. De estas cosas sin materia queda su ausencia en ese grado cero que son los discos, y apenas las instantáneas del fotomatón, con las muecas que el rostro ya no podrá repetir.