Natalio Botana: “El kirchnerismo tiene apetencia hegemónica, pero choca con la resistencia de la sociedad civil”
El politólogo e historiador asegura que los inicios de la decadencia argentina se ubican en el siglo XX; antes, el país había estado “abierto a la esperanza del progreso” y “a la aventura del ascenso”
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Analiza la Argentina con una “mirada global”. Pone las cosas en perspectiva y desentraña las raíces de fenómenos socio-políticos a los que trata de comprender más allá de las pasiones. Natalio Botana es uno de los intelectuales más destacados del país, y propone un análisis original en el que se articulan la Historia, la ciencia política y la sensibilidad de un gran profesor. Leerlo y escucharlo es asomarse a las complejidades de un tiempo singular que, sin embargo, encuentra claves y explicaciones en el pasado, así como en contextos internacionales de los que la Argentina no está desacoplada. Acaba de publicar una reedición de su libro La libertad política y su historia, en el que revisa la historiografía de Mitre, comparada con la de Vicente Fidel López. En esta entrevista con LA NACION habla también del presente y del futuro. Aporta elementos para entender qué nos pasa y ensaya alternativas para imaginar cómo se sale de un pantano de degradación y decadencia en el que el país lleva varios años atrapado.
"Lo que ha tenido la Argentina no ha sido un régimen populista sino gobiernos populistas que han sido derrotados en elecciones"
–¿Cuándo se desvió la Argentina? ¿Es posible identificar un momento en el que se inició el declive?
–Yo concibo la historia argentina del siglo XIX, pese a los dramas y los tremendos problemas que tuvo, como una historia de ascenso. Es muy claro que, si uno ve el siglo que comienza en 1810 y culmina en los fastos del centenario, aún con estado de sitio en 1910, evidentemente es una historia de ascenso. Unos territorios desgajados de un antiguo imperio colonial que se transforman en una nación próspera, empinada entre las naciones del mundo, con apetencias de progreso muy grandes.
Siempre recuerdo que, en 1912, cuando se dictó la ley Sáenz Peña, entraron más de 300.000 inmigrantes en todo el país. Ese era el mundo de lo que yo llamo la Argentina abierta; abierta a la esperanza del progreso y a lo que José Luis Romero llamó “la aventura del ascenso”. El inmigrante o el criollo que iban a la escuela pública no lo hacían con ánimo de permanecer estancados sino de llegar a un nivel superior en su condición de habitantes y, sobre todo, en su condición de ciudadanos cuando culmina todo el esfuerzo de democratización de la Constitución Nacional en 1912. Entonces, los momentos de decadencia están, evidentemente, en el siglo XX. La Argentina había tenido un patrón de progreso muy fuerte que habría que situarlo en los setenta años que transcurren entre la primera presidencia de Mitre, cuando el país está definitivamente unificado, y el golpe de Estado de 1930. Ese es un punto de inflexión que abre curso, aunque no inmediatamente, a un proceso de declinación complementado luego con el golpe de 1943. Eso marcó una declinación muy fuerte en el plano político. La declinación dura el medio siglo al que yo llamo de la crisis de legitimidad, entre 1930 y 1983, cuando se produce la victoria de Alfonsín y la reinstauración de la democracia. Luego vienen décadas que marcan la declinación ya no en el plano político sino en el económico-social. Es la Argentina que empieza a retroceder, que pierde vigencia en el mundo, que no es más la Argentina promesa sino la Argentina de un presente que parece girar en sentido circular y reproduce procesos cíclicos muy conocidos y que terminan haciendo de la argentina una sociedad cada vez más escindida, con más índices de pobreza e indigencia, y que de alguna manera ha quebrado el gran proyecto de la aventura del ascenso dirigido a todos los habitantes.
"La única posibilidad de un gobierno de centro democrático es la de volver a pensar un país a mediano y largo plazo, como se hizo en el siglo XIX"
–¿Usted ve posible recuperar un modelo virtuoso de la Argentina? ¿Y cuál sería, en términos históricos, ese modelo deseable?
–El modelo deseable es el que conjuga libertades civiles, niveles de integración social razonables y una economía pujante y en crecimiento. Pero es un modelo que está seriamente cuestionado por dos nuevos procesos que son muy significativos: el primero es la mutación científico-tecnológica, que está transformando ciertas pautas civilizatorias. Si uno revisa la historia de la Revolución Industrial ve que, cuando se producen estos impactos tecnológicos, siempre hay desajustes muy profundos en el plano social. Eso es lo que vieron en la primera revolución industrial los primeros pensadores socialistas y liberales; lo que vio un John Stuart Mill y lo que vio un Karl Marx. El otro fenómeno es la peligrosa fragmentación de la democracia de partidos, con un doble proceso muy curioso: por un lado, la fragmentación, y por otro, la polarización. Es lo que se advierte en este momento en la democracia más importante del mundo, que es la de Estados Unidos, donde hubo un proceso, en mi opinión nefasto, protagonizado por el expresidente Donald Trump y que provocó muy serios cuestionamientos sobre la legitimidad de origen de la democracia. Yo recuerdo haber escrito en la nacion, cuando cayó el Muro de Berlín, algo así como “el totalitarismo ha muerto; larga vida a la autocracia”. Y es lo que, efectivamente, está pasando ahora en el mundo: la autocracia que asciende en un modelo de régimen de partido único, como el caso de China, o la autocracia que asciende a través de una convergencia de estructuras tradicionales, como ocurre en Rusia, donde vemos el poder de un autócrata unido al ejército y a la iglesia como mecanismo de legitimación. Todo esto crea un contexto internacional novedoso y muy preocupante, que se suma al problema interno de la Argentina, que es muy grave.
"La historia de las revoluciones demuestra que hay chispas que encienden procesos que aun los observadores más atinados no perciben"
–¿Observa un nuevo mapa geopolítico a partir de la invasión rusa a Ucrania?
–No me atrevo a hacer pronósticos muy audaces, pero veo algo que no fue contemplado después de la caída del Muro, en 1989. En el 67 o 68, Raymond Aron, que fue uno de mis maestros, escribió sobre las desilusiones del progreso. En esa época no se hablaba tanto de globalización sino de universalización, que para el caso es lo mismo. Y él planteaba dos metáforas interesantes: por un lado, la globalización es horizontal; se expande por el mundo a través de la economía, de las finanzas, de la transformación tecnológica... Es el mundo del comercio que, como decía Montesquieu, dulcifica las costumbres. Pero, por otro lado, eso choca con la verticalidad de los Estados nacionales, sobre todo de los Estados nacionales con vocación imperial y continental. Y ese choque, anunciado hace tantas décadas por Aron, ahora se ha producido con una gravedad extraordinaria y está haciendo sufrir muchísimo a los países de Europa occidental. Es evidente que Alemania, sobre todo en la brillante gestión de Angela Merkel, jugó la carta de la globalización, y creyó que Rusia iba a ser un socio confiable, previsible, que iba a aportar las materias primas necesarias para ese desarrollo industrial fabuloso que tiene Alemania. Ahora ha estallado la dialéctica de la globalización y volvemos a la apetencia de los Estados, sobre todo con gobiernos autocráticos, para expandirse y replantear visiones imperiales que se creía que habían caducado definitivamente. La lección es que nada caduca definitivamente en la historia. La historia es un proceso abierto e imprevisible.
–Usted pone mucho énfasis en la gravitación de la revolución tecnológica. ¿Cree que las redes sociales y los algoritmos pueden amenazar o debilitar los sistemas democráticos?
–No sé si son una amenaza, pero lo que están planteando son desajustes importantes y problemas serios en el plano de la representación política. La representación política tiene etapas en la historia de la democracia. Una primera etapa es la de la participación restringida, donde el núcleo de ciudadanos era muy pequeño en relación con la totalidad de habitantes de una nación. Es la república de los notables. La segunda fase de la representación política, que coincide con otra etapa de la Revolución Industrial, es la de la consolidación de los grandes partidos políticos, capaces de incorporar en su seno no solo la adhesión individual del votante sino también fuerzas sociales organizadas. Esa era la imagen que presentaban, en la década del sesenta, los grandes partidos socialdemócratas o democratacristianos que, en coaliciones, reconstruyeron Europa y llevaron adelante el gran proyecto de la unificación europea. Ahora estamos en una tercera fase, porque daría la impresión que todos estos cambios, que no son solo económicos y políticos, sino también culturales, lo que están produciendo es un proceso de fragmentación. Y el surgimiento de liderazgos con coaliciones sociales que jamás hubiéramos imaginado: por ejemplo, que la extrema derecha tenga el apoyo de los sectores obreros; desplazamientos que se han producido en el voto de los partidos comunistas hacia estas fuerzas de extrema derecha, como vemos en Francia, con Le Pen, o ahora en Italia. Bolsonaro también expresa eso. Es un fenómeno que se intenta explicar con el concepto de populismo, que da lugar a diversas interpretaciones, pero que, evidentemente, cabalga sobre la desintegración de los partidos tradicionales. Esto es muy fuerte en Europa. No creíamos que fuera a tener fuerza en Estados Unidos, pero se ha producido con el fenómeno de Trump. Pasó también en Inglaterra, aunque en este caso el sistema político ha reaccionado bien al sacarse de encima a Boris Johnson, que era una caricatura de Winston Churchill. A esto hay que agregar un dato muy elocuente, y es que, en el proceso de globalización de los últimos treinta años, el gran ascenso no fue el de una democracia sino el de una autocracia con régimen de partido único, como la de China. Eso crea una nueva polarización en el plano internacional.
–En este contexto de reconfiguraciones políticas, ¿cómo caracteriza usted al proceso que vivimos en la Argentina y cómo define el kirchnerismo en perspectiva histórica?
–El kirchnerismo, evidentemente, fue una de las tantas expresiones que ha tenido la Argentina de un populismo con apetencia hegemónica. Eso parece muy claro. Pero ha tenido el problema, sobre todo después de la muerte de Néstor Kirchner, de tener que afrontar un contexto económico poco favorable. Y eso es muy difícil para el populismo, porque su proyecto es la distribución de la riqueza a través del Estado, prestando escasa atención a la capacidad innovadora y creativa de la sociedad civil. Esto es lo que estamos padeciendo en esta coyuntura: un populismo que no ve los caminos para reconstruir económicamente la Argentina, a sabiendas de que la reconstrucción será muy dolorosa. Sería un pecado de demagogia decir que en dos años la Argentina se puede recuperar. Yo creo que se necesitan reformas de fondo muy profundas, y eso requiere coaliciones de gobierno muy sólidas, con liderazgos competentes y reconocidos. Hoy, lo que estamos viviendo tanto en la coalición oficialista como en la opositora son fenómenos de fragmentación donde, evidentemente, no sobresale ningún liderazgo, como lo llamaría un viejo historiador italiano, animado por el espíritu constructivo; lo que yo llamo liderazgos de reconstrucción. Los ejemplos históricos de las reconstrucciones, como el de Europa después de la tragedia de la Segunda Guerra, muestran la convergencia de liderazgos muy importantes, muy formados, en coaliciones capaces de llevar adelante un proceso de reconstrucción y, sobre todo, de afianzar el centro político de la democracia para equilibrar los choques y conflictos de las fuerzas sociales.
–¿Ve muy debilitado ese espacio de centro en el escenario político?
–Lo veo debilitado, tanto acá como en el mundo. En la medida en que haya fragmentación y en que las encuestas reflejen un descreimiento cada vez más acentuado con respecto a la clase política en su totalidad, el centro sufre enormemente estas distorsiones.
–¿Ve en la Argentina el riesgo de un salto hacia una aventura que, desde algún extremo, pueda poner en tensión al sistema institucional?
–Todavía no. Pero la historia es imprevisible, y sobre todo en situaciones de tanta inestabilidad nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre. La historia de las revoluciones demuestra que, precisamente, hay chispas que encienden procesos que aun los observadores más atinados no llegaron a percibir.
–Más allá de los movimientos políticos que lo encarnan, ¿el populismo deriva de las creencias que anidan en la propia sociedad?
–Como todo fenómeno que llamamos político, es muy difícil desvincularlo de sus raíces económicas, sociales y culturales. En lo que difieren es que en algunos casos los populismos pueden calzar en un encuadre cultural de extrema derecha, como ocurre con Bolsonaro, o supuestamente de izquierda, como los casos de Chávez en Venezuela y de Ortega en Nicaragua, que ya va camino a transformarse lisa y llanamente en dictadura. El populismo puede ser una palanca que da lugar a dos efectos: es la plataforma a partir de la cual se construye un modelo autocrático y dictatorial, o bien significa episodios de gobierno que pueden ser derrotados mediante comicios transparentes. Lo que ha pasado en la Argentina es que no hay un régimen populista sino gobiernos populistas que han sido derrotados en elecciones. Lo que ha provocado eso no es la dominación populista sino un proceso de alta inestabilidad.
–Le preguntaba, porque parecería haber raíces del populismo muy enquistadas en nuestra propia idiosincrasia y en nuestro propio sistema de creencias. Eso podría limitar las posibilidades de gobiernos no populistas.
–Por eso yo insisto en que la única posibilidad de un gobierno de centro democrático es la de pensar un país, como se hizo en el siglo XIX, con vistas al mediano y largo plazo. De lo contrario, lo que puede producirse es una situación muy complicada, que sería la alternancia entre populismos y gobiernos no populistas débiles. Eso termina provocando más inestabilidad, mayor crecimiento de la pobreza, y mayor incapacidad de la Argentina para generar empleo a través del sector privado.
–Usted hacía referencia a la necesidad de un sacrificio para encarar los problemas estructurales del país. ¿Ve un aprendizaje de la sociedad después de esta acumulación de fracasos y retrocesos?
–Lo desearía, pero hasta el momento no se advierte. El problema es sobre quién cae el peso de los ajustes. Eso exige una capacidad política muy refinada, sobre todo para distribuir el costo social del ajuste. Ahora vemos que están intentando hacer algo con las tarifas, pero da la impresión de que hay mucha improvisación e ineficiencia. Este es el gran desafío: ver en qué medida puede haber una distribución fiscal más eficiente y, sobre todo, ver si la clase política es capaz de ajustar su propio gasto, que es altísimo.
–¿Cómo evalúa la calidad institucional de este momento de la Argentina? ¿Ve con preocupación los intentos, por ejemplo, de modificar la Corte Suprema y las tensiones del oficialismo con el Poder Judicial?
–Son intentos que, precisamente, van delineando con más claridad todo este cuadro de inestabilidad. Da la impresión de que el populismo argentino es un populismo de intencionalidad, que intenta avanzar, pero choca constantemente con una capacidad de resistencia muy grande que hay en la sociedad civil y en general en los grupos sociales. Yo hablé, en tiempos de la dictadura, de la capacidad de resistencia de la sociedad civil y de un poder de veto muy grande. A eso lo llamé “pluralismo negativo”: una sociedad plural, con mucha más capacidad para vetar que para afirmar un pluralismo constructivo que sea capaz de acercarnos a ese horizonte de progreso que tuvo la Argentina del siglo XIX.
–Usted ha escrito sobre “el transformismo del peronismo”, en referencia a su capacidad para mutar y navegar distintos cursos ideológicos de acción. ¿Lo ve como una fortaleza o una debilidad frente a los desafíos de este tiempo?
–Ambas cosas. En alguna medida es una fortaleza, y eso explica lo que ha durado el peronismo como fuerza dominante. Hay distintas etapas de su transformismo: en primer lugar, el propio transformismo de Perón, que exhibió una capacidad extraordinaria para convertirse siempre, en términos de Maquiavelo, en un príncipe nuevo. El Perón de 1946 es muy distinto del Perón que regresa para darse un abrazo fraternal con Ricardo Balbín. Y lo mismo pasa con la transformación que lleva adelante el menemismo, que a su vez es negado por la transformación subsiguiente del kirchnerismo. Ahora daría la impresión de que está en el umbral de una nueva transformación. No quiero ser muy afirmativo en estas especulaciones hacia el futuro, pero ese transformismo que ha caracterizado al peronismo hoy está a la espera, y esa incógnita es la que genera el clima de inestabilidad que vivimos en este momento: ¿Qué es el peronismo de Massa? ¿Qué es el peronismo de Cristina Kirchner? ¿Qué es el peronismo de Alberto Fernández? Vemos atisbos de transformismo que todavía no se encarnan en políticas duraderas.
"En el siglo XIX hubo una fórmula en la que el vice tal vez tuviera más poder que el presidente: fue la de Sarmiento y Adolfo Alsina"
–¿Hay algún antecedente histórico que pueda asemejarse a esta circunstancia de un poder bifronte, con una vicepresidenta que ejerce un poder de veto sobre el Presidente?
–Hay un ejemplo notable en el siglo XIX: Sarmiento no hubiese ganado la presidencia en 1868 sin el aporte poderoso de la provincia de Buenos Aires, a través del gran caudillo bonaerense, opositor de Mitre, que era Adolfo Alsina. Alsina fue el vicepresidente de Sarmiento. Y en ese momento no se hablaba, como ahora, de un poder bifronte, pero sí de una fórmula presidencial con dos figuras poderosas. Pero, claro, Alsina no tuvo en cuenta la pasión de Sarmiento para encarnar la autoridad presidencial. Sarmiento ejerció la presidencia con una autoridad formidable, y tuvo que afrontar no solo un atisbo de guerra civil en Entre Ríos con motivo del asesinato de Urquiza, sino también la rebelión de Mitre en 1874 al término de su presidencia. Ese es el ejemplo más interesante que tenemos en la historia argentina de una fórmula presidencial configurada por dos personalidades políticamente muy fuertes; más fuerte tal vez la de Alsina, porque Sarmiento no tenía el apoyo territorial con el que contaba Alsina. Sin embargo, la transformación que llevó a cabo desde la presidencia fue notable.
–¿Cómo cree que será juzgado el gobierno actual en perspectiva histórica?
–Ahí me cuesta mucho dar una respuesta imaginativa, precisamente porque sería negar la concepción teórica que yo tengo de la historia. No hay que olvidar que la historia está armada en torno a las consecuencias queridas y no queridas de las decisiones humanas. Por lo tanto, la historia es muy imprevisible y es un claroscuro: nunca la luz está encendida totalmente, y nunca la oscuridad es total.
"La esperanza se construye, no es un don gratuito. A mis 85 años, para mí el lema está en tres palabras bien criollas: ‘A no aflojar’"
–¿Por dónde imagina una salida para la Argentina? ¿Cuál sería un punto de partida?
–Yo creo que en este momento debemos pedirles a quienes ejercen liderazgos que actúen con moderación y prudencia, que no crean que tienen el monopolio de la verdad y la virtud, y que busquen, sobre todo, la conciliación y la concertación interna dentro de cada una de las grandes coaliciones que disputan el poder en el país. Si uno advierte que esas dos coaliciones, tanto la que gobierna como la que está en la oposición, caen dominadas por la puja de facciones y la polarización, el futuro parece muy complicado, aun cuando practiquemos elecciones y el régimen democrático, como tal, se mantenga en términos formales. Creo que el gran desafío está en ese nivel: en lo que la sociología denomina la clase política y que yo defino como el estamento representativo que una democracia tiene en un determinado país. Es un desafío complejo, porque los modelos externos están cada día más debilitados, tanto en Estados Unidos como en Europa, aunque también hay ejemplos valederos. Pero el mundo de las democracias está atravesando un trance muy difícil, que no creo que sea un trance agónico como el que hubo entre las dos guerras mundiales, pero sin embargo está manifestando erosiones en las prácticas democráticas que no hubiéramos imaginado hace veinte años.
–¿Percibe en la clase dirigente de la Argentina una genuina vocación por estudiar y comprender la historia?
–Por un lado, veo una situación muy típica de estas primeras décadas del siglo XXI que es vivir en un perpetuo presente, como si viéramos el mundo a través de una colección de fotografías y no de un relato cinematográfico. Por otro lado, lo que ya mencionamos: la instrumentación política del pasado para conservar posiciones de poder adquiridas o para conquistar, lisa y llanamente, el poder. Eso se ve con toda nitidez en muchos dirigentes políticos. Viene de culturas que tuvieron muchísima influencia en la Argentina, como la cultura francesa del siglo XIX o, por supuesto, la española, hasta que España descubrió, recién después de la muerte de Franco, el mundo de la razón política. Antes tuvimos la visión histórica de las dos Españas que se enfrentaron en una guerra civil despiadada y sangrienta. Todo eso influyó muchísimo en nuestra conformación cultural. Ahora lo veo un poco más atenuado, en comparación con las disputas del pasado entre revisionistas y liberales, pero de todos modos persiste.
–Después de haber dedicado su vida a estudiar el pasado y analizar la historia, ¿se define como un hombre esperanzado?
–Bueno, la esperanza es una antigua virtud. Uno de los grandes historiadores del siglo XX, el holandés Johan Huizinga, decía que la virtud del demócrata es el estoicismo. O, como diría un criollo, “A no aflojar”. Y es lo que yo digo a mis 85 años. Creo que la actitud estoica frente a la vida, tanto en el plano privado como en el plano público, se refleja en estas tres palabras muy criollas: “A no aflojar”. La esperanza se construye sobre virtudes previas; no surge como un don gratuito, sino que ese don hay que adquirirlo, hay que renovarlo y hay que mantenerlo firme.
“Las querellas sobre el pasado han exacerbado el conflicto político”
Natalio Botana acaba de reeditar La libertad política y su historia (Edhasa), un valioso aporte para entender las visiones historiográficas sobre la Argentina
–¿Qué claves podemos encontrar en La libertad política y su historia para interpretar mejor el presente del país e imaginar su futuro?
–Este es un estudio comparado de las historiografías de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, y lo que muestra es que fueron historiografías pensadas en función del presente. Mitre, que es fundador de la historiografía argentina, con una extraordinaria capacidad para practicar el oficio, muestra un hilo conductor que es la idea de que la Argentina tiene un proyecto, una suerte de marcha ineluctable, desde sus propios orígenes coloniales, en procura de llegar a lo que él llama una república democrática verdadera, plenamente consciente de su valor ciudadano y del valor transformador de su sociedad. Es una historia pensada desde el presente, como toda historia, pero que arrastra desde el pasado un proyecto guiado hacia el porvenir. Muy diferente a la visión de Vicente Fidel López, que advierte en esa historia signos de declinación y de decadencia, para él muy perniciosos. Pero yo no podría en este momento utilizar la historia como proyecto para el presente, porque el uso instrumental del pasado en las batallas políticas del presente es altamente pernicioso. Ha sido uno de los factores que más han contribuido para tener una endeble legitimidad política sobre las instituciones democráticas. Las querellas sobre el pasado entre liberales y revisionistas, por ejemplo, han llevado a exacerbar el conflicto. Es la utilización de la historia como instrumento para justificar una posición de poder. El historiador debe tener un amor muy profundo por el pasado y, como decía Raymond Aron, reconstruir el pasado no con el ánimo de justificar posiciones políticas del presente sino para comprenderlo. Es muy diferente esta historiografía que yo practico de aquella del siglo XIX. Tal vez era necesaria en el siglo XIX porque había que crear una nación y legitimar, en segundo lugar, una forma de gobierno como fue la república en sus distintas versiones.
–Usted escribió la primera edición de este libro entre fines de los ochenta y principios de los noventa. ¿Qué ganó y qué perdió la Argentina desde ese último tramo del siglo XX hasta el presente?
–Lo que ha ganado es evidente: cuarenta años de democracia y de vigencia de las libertades públicas. Creo que eso es lo más importante, y se lo debemos a la experiencia de Raúl Alfonsín. Ha afianzado, entonces, la legitimidad de origen de la democracia. Pero en la legitimidad de ejercicio, la democracia ha perdido muchísimo y los resultados están a la vista. Hemos tenido una democracia muy fuerte en términos principistas y una democracia muy débil en términos de resultados. Muy diferente de la situación del siglo XIX, si uno ve los setenta años que transcurrieron entre 1860 y 1930, donde la democratización política corre pareja con resultados muy satisfactorios en el plano económico, social y cultural, no solo por la educación básica sino por la transformación científica que protagonizó la Argentina en ese momento.
–¿Qué es lo que a un lector podría sorprenderlo más de los hallazgos históricos que usted presenta en este libro?
–A mí me interesa mucho un estudio comparado del constitucionalismo iberoamericano que culmina con una comparación entre los orígenes de la democracia, a principios del siglo XX, en la Argentina y en el Uruguay. En la Argentina, el ascenso de una figura como la de Hipólito Yrigoyen, y antes la de Leandro N. Alem, plantea una especie de regeneración de una Constitución dañada. “Mi programa es la Constitución Nacional”, decía Yrigoyen. En Uruguay, en cambio, José Batlle y Ordóñez lleva adelante un proceso de reforma cultural y social mucho más acentuado que en la Argentina. No faltan uruguayos que dicen que en Uruguay no hubo peronismo porque hubo batllismo; es decir, un proceso de reformas sociales y culturales dentro del marco de la república democrática. En cambio, nosotros tuvimos un proceso de reformas sociales muy profundas, como fueron las del peronismo, pero en el marco de un régimen de naturaleza mucho más hegemónica.
UN INTELECTUAL CONSAGRADO
PERFIL: Natalio Botana
■ Natalio Botana nació en Buenos Aires en 1937. Ligado por lazos familiares al mundo del periodismo (su tío, del mismo nombre -1888-1941-, había nacido en Uruguay, pero se radicó aquí, donde fundó el diario Crítica). Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia, ejerce en la actualidad su presidencia. Integra, además, la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
■ Es autor de libros fundamentales de la tradición historiográfica argentina, entre otros, El orden conservador y La tradición republicana.
■ Es profesor emérito en la Universidad Torcuato Di Tella y doctor honoris causa por las universidades nacionales de Salta, Rosario y Cuyo.
■ Recibió el Konex de Platino en 1994 y 2004 y la Pluma de Honor de la Academia de Periodismo.