Napoleón, según Kubrick y Ridley Scott
En 1969, después de 2001: una odisea del espacio, Stanley Kubrick se propuso filmar una vida de Napoleón. No fue un proyecto en el aire. El director hizo un curso acelerado de lecturas y puso a trabajar a un equipo de investigadores para armar la cronología biográfica del francés día a día. Más pronto que tarde escribió un guión de una película que podía llegar a durar cuatro horas. No es muy difícil entender qué podía interesarle de Bonaparte a un megalómano como Kubrick: definió su vida como un poema épico en acción y también tenía su vida sexual como adelanto de lo que se daría en la Viena de fin de siglo (con Arthur Schnitzler a la cabeza, más allá de Sigmund Freud).
El estudio que lo iba a financiar se desinteresó (las películas históricas perdieron consenso en esos años) y el propio director se fue olvidando de la idea, aunque varios rasgos del guion se trasladarían a Barry Lyndon (su film “de época”, basado en la novela de William Thackeray) e incluso a Ojos bien abiertos (inspirada, claro, en una nouvelle de Schnitzler): también el Napoleón frustrado incluía, como la obra final de Kubrick, una orgía.
El flamante Napoleón de Ridley Scott no es la apropiación de aquel viejo guion que –se dice– Spielberg planea convertir en serie. Comparte, eso sí, el acento puesto en la relación amorosa del líder francés con Josefina, la emperatriz a la que repudió por no poder darle hijos.
Las imprecisiones de la película protagonizada por Joaquin Phoenix importan menos que la ausencia de contexto: que Bonaparte dispare cañonazos contra las pirámides es apenas un atajo simbólico del film. De lo que no se entera el espectador es a cuento de qué estaba Napoleón en Egipto. Menos todavía que esa expedición incluyó una importante misión científica.
En la versión de Scott, Napoleón es un oportunista sin mayor virtud que sus capacidades estratégicas. No hay rastros en él del lector de libros históricos o del promotor de un código civil, el napoleónico, tan decisivo que Stendhal diría que fue la única inspiración de su estilo. Apenas se sospecha la contradicción que vuelve a su figura tan controvertida incluso hoy y que llevó a Beethoven a eliminar su nombre de la dedicatoria de su tercera sinfonía, la “heroica”: representante de la ola –para la época liberadora– que amenazaba con barrer a las monarquías de Europa, terminó, en un giro inesperado, por coronarse emperador.
Kubrick había encontrado en su guion la forma de aglutinar las peripecias de un personaje tan meteórico y sinuoso: una voz en off, la del propio Napoleón, que iba reflexionando sobre cada una de sus etapas. La voz en off se considera hoy una rémora literaria, pero tal vez hubiera ayudado en algo a la acelerada trama de Scott.
No son muchas las películas sobre Napoleón. La más importante sigue siendo muda: la filmó Abel Gance (1927), y se limita –dado que no pudo realizar las siguientes que tenía bajo la manga– a los primeros años de su epopeya (curiosamente a Kubrick no le gustaba: alababa su técnica, pero despreciaba la actuación). Tampoco sobra literatura centrada en su figura, por mucho que Bonaparte haya augurado que su vida sería alguna vez encapsulada en una novela. Las escenas de batallas de Guerra y Paz (Austerlitz y Borodino) son las mejores descripciones que se hayan hecho de esas contiendas, aunque Napoleón quede reducido en el libro de Tólstoi a algún que otro cameo. Tal vez la mejor manera de poner por escrito al emperador francés no dependa de un retrato clásico. Un ejemplo es un libro surgido en la estela del proyecto de Kubrick. Fracasado su intento, el cineasta adaptó La naranja mecánica, la distopía de Anthony Burgess. Fue gracias a las conversaciones que el escritor inglés mantuvo con el cineasta que se le ocurrió su Sinfonía napoleónica. Burgess, que también era compositor de obras sinfónicas, propuso una novela tragicómica en cuatro movimientos que toma como modelo aquella desilusionada Heroica de Beethoven. Napoleón se repite en su gloriosa versión menos como tragedia que como farsa, una manera de aceptar que el hombre de carne y hueso resulta, bien mirado, una ficción insondable.