Museo en los cerros. Arte y comunidad en las quebradas jujeñas
Al celebrar diez años de vida, la iniciativa quijotesca del fotógrafo Lucio Boschi suma actividades y edita un libro
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“El camino que sube al museo por el lecho del río Huichaira es muy precario, ir con cuidado, siempre a la derecha. En época de lluvias (diciembre-marzo) a veces solo se puede llegar caminando o a caballo. Por favor, consultar antes de ir. Si se desea visitar el museo fuera del horario, llamar a Josefina”.
Con ese mensaje publicado en su página web, junto a la imagen de un mapa dibujado a mano, el Museo en los Cerros (MEC) anticipa la aventura. Tal vez no sea sencillo llegar hasta ese espacio de encuentro ubicado a 2700 metros de altura –que nació en las quebradas de Jujuy hace una década, sumó dos salas en plena pandemia y está por lanzar un programa de residencias–, pero seguramente la experiencia no se parecerá a lo ya conocido. “No hay promoción, no hay carteles. El que tiene que llegar, llega”, advierte Lucio Boschi, su fundador.
En ese lugar remoto, ubicado a unos cinco kilómetros de Tilcara, se instaló a fines de la década de 1990 Boschi, fotógrafo nacido en Vicente López. Tras haber viajado por los cinco continentes, sentió afinidad por la cosmovisión andina. Le gustaba vivir sin luz, gas, teléfono o computadora. Cada tanto caminaba hasta la ciudad, donde tenía su “oficina”: una pequeña cabina de locutorio. Allí se instalaba para hablar con amigos y editores. Y allí lo recibía Facundo Toconás, un joven de la región que atendía el local y escuchaba música de Björk, siempre con una pregunta o alguna “observación lúcida”.
“Un día llegué y Facundo no estaba más”, recuerda ahora Boschi en su taller porteño, un loft ubicado en los Silos de Dorrego. Acaba de llegar de Jujuy, adonde viaja todos los meses, y en unos minutos volverá a Aeroparque para llegar hasta el hogar que comparte con Sofía Pescarmona y sus dos hijos en Mendoza. “Soy un viajero y ando mucho. Casi un nómade”, aclara.
En uno de esos tantos viajes a Buenos Aires fue invitado a dar una charla en la Goethe-Schule. Cuando salió, lo esperaba Facundo. Hacía tres o cuatro años que no se veían, pero el vínculo nacido en el locutorio había dejado su huella. “Usted hinchó tanto con las fotos –le dijo– que me vine a estudiar fotografía”.
Para Boschi, ese reencuentro fue “una señal nítida” de que algo tenía que cambiar. Era el año 2006, y hasta entonces exhibía en otros países las fotos que tomaba en el norte argentino. Sus retratados comenzaban a reprochárselo. “Tuve un sueño despierto –confiesa–. Me dije: esto hay que revertirlo. ¿Qué pasa si en lugar de llevar sus imágenes a museos del mundo, traigo un museo a la comunidad?”
Era una idea delirante, de esas que lo emocionan. Así que se propuso “bajar ese sueño al peso real de las piedras” y lo convirtió en un proyecto familiar. Lo primero que hizo fue convocar a los vecinos, como era su costumbre antes de editar sus libros, para pedirles aprobación. La respuesta llegó con entusiasmo: los chicos de la zona tendrían “un lugar de aprendizaje para motivarse”; pero también hubo reparos: no querían ruidos ni alteraciones del ritmo cotidiano.
El diseño de un espacio que respetara la escala y la austeridad del lugar quedó a cargo de César Rodríguez Marquina. Arquitecto tucumano residente en Tilcara, creó un conjunto de módulos de adobe –bajos y con pocas aberturas, unidos por galerías y pasillos–, parecidos a los caseríos de la puna. “Como la amplitud térmica es enorme –explica Boschi–, es necesario retardar el proceso del día para sostener durante más tiempo el frío y el calor”.
En tres de esas salas iluminadas con luz cenital se exhibe la colección del museo, conformada por medio centenar de obras. Fueron donadas por 36 fotógrafos argentinos o sus descendientes, entre ellos nada menos que Adriana Lestido, Anatole Saderman, Sameer Makarius, Horacio Coppola, Marcos Zimmermann, Facundo de Zuviría, Res y Marcos López. Este último, amigo de Boschi desde que viajaron juntos hace tres décadas a los Himalayas, celebró en Jujuy semanas atrás los diez años del museo y aprovechó para dar una clase magistral gratuita a los chicos de la zona.
Las charlas y cursos son parte de una programación que incluye también muestras temporarias, un concurso anual, edición de libros y una biblioteca con publicaciones de todo el mundo. “Los chicos se instalan ahí durante horas –cuenta Boschi– y a veces vuelven los fines de semana para traer a sus padres”.
Lo que descubren ahí amplía su mirada. Aprenden por ejemplo que es posible sacar fotos con cámaras estenopeicas, armadas de forma casera con cartones, latas o bidones. No requieren lente, sino apenas un pequeño orificio por donde entra la luz para impactar el material fotosensible. “Brian”, se lee sobre una de ellas, creada con cartón. El nombre, formado con letras recortadas de revistas, la distingue de una decena que cuelga de la pared, según se puede ver en el libro publicado con motivo del aniversario.
El libro incluye imágenes del lugar tomadas por Boschi, pero también por la llamada “comunidad del museo”. Esos chicos de todas las edades que él ve llegar desde su casa, ubicada a unos cien metros, mientras toma mate por la mañana. “Son mejores fotógrafos que yo –asegura–, y no necesitan equipos costosos: con el celular, todos tienen una cámara en mano. Una fotocopia puede tener la misma poesía que la mejor copia del mundo”.
Guiados por Paz Rodríguez, aprenden allí a observar la luz y comprender su comportamiento: de dónde viene, hacia dónde va y cómo pueden hacer para captarla, conducirla y compartirla. Se ejercitan también en la escucha: el silencio tiene su propia sala, una de las dos construidas durante la pandemia para alojar proyectos experimentales. Durante los últimos meses, Sebastian Szyd presentó allí una serie de “imágenes auditivas”.
“Con auriculares y los ojos cerrados, te imaginás cosas relacionadas con los sonidos –explica Boschi–. Por ejemplo, respiraciones, cantos de monjes, ruidos de animales, viento”.
Además de los residentes vecinos, hasta ese lugar remoto viajan visitantes de países como Francia, Japón, Brasil, Estados Unidos. Un día llegan cuatro motociclistas italianos y otro, un grupo de mujeres fotógrafas de Viedma o bomberos de Rosario. Incluso, como ocurrió hace tres años, representantes de la Colección Peggy Guggenheim de Venecia, uno de los museos de arte europeo y americano del siglo XX más importantes de Italia.
“El board del Guggenheim identificó el MEC como proyecto de interés, lo que abre puertas para hacer intercambios”, se entusiasma Boschi. “No sabíamos nada de cómo dirigir un museo, todavía no sabemos demasiado. Pero nos dimos cuenta de que necesitaba vida, más allá de exhibir la colección. Vamos aprendiendo, entre visitantes y visitados, prestando atención a lo que necesita el espacio inmediato”.
En ese proceso, mientras construye comunidad, la institución funciona también como centro cultural. En la segunda mitad del año se lanzará una nueva edición del concurso que suele atraer a miles de chicos del norte, con unos 180.000 pesos en premios y un curso gratuito para quienes demuestren mejor nivel. También se publicarán dos libros –con obras de los becados, editados por Julieta Escardó–, y se lanzará un programa de residencias.
Para que todo esto sea posible hay un apoyo clave: el de la Secular Society. Así se llama el grupo de colaboradores estadounidenses –integrado por Peter Trower, Marcella Griggs y Mary y Woody Small– que ya eran coleccionistas de la obra de Boschi y se sumaron sin dudar a su iniciativa. “Hay una relación de mucha confianza –dice el fotógrafo– y el mecenazgo es una costumbre muy incorporada en su cultura”.
Cada dos años, ellos también viajan hasta el museo. Si bien no pudieron estar en el festejo de los diez años, sí están mencionados en los agradecimientos del libro. El mismo que se entregó a los presentes en la celebración, entre empanadas y vino, mientras compartían sus recuerdos y escuchaban a Micaela Chauque interpretar música en vivo. Un festejo alegre y con bajo perfil, como prefieren los vecinos de la Quebrada de Huichaira.
“La actividad en el museo se difunde boca a boca –dice Boschi–, y el ritmo va guiando el paso. No queremos que lleguen colectivos de dos pisos con sesenta personas, ni que sea un Las Vegas en medio del desierto. Al contrario. Es parte del compromiso con la comunidad”.