Moscú no cree en lágrimas
Tras la caída de la Unión Soviética, un capitalismo rapaz y sin reglas, sustentado en el latrocinio, nacía en el mismo sitio donde, en 1917, se había prohibido la propiedad privada para construir el socialismo
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Llegué por segunda vez a Moscú en la primavera europea de 1994. La ciudad que había conocido en mi adolescencia roja, como alumno de la escuela de cuadros del Komsomol Leninista (la juventud del Partido Comunista de la Unión Soviética), había sufrido tal mutación que me produjo un extraño sentimiento de lejanía. Y también de temor. Donde en 1970 –resultado de la miopía que producen las pasiones amorosas– yo había visto la simiente del “hombre nuevo”, una clase social de humildes y rústicos ciudadanos fabricados en serie, existían ahora multitudes sedientas de capitalismo. Habían estallado los colores. Y también los contrastes. Mientras en las escaleras del metro se agolpaban millares de personas que pedían limosna o “vendían” hasta el alma por unas monedas, y las prostitutas desbordaban las galerías de los nuevos hoteles cinco estrellas, una oligarquía voraz sacaba a relucir sus Mercedes –algunos con incrustaciones de oro– por la Avenida Gorki e inundaba las antiguas Tiendas Gum, convertidas de la noche a la mañana en el paraíso del consumo más sofisticado que yo hubiera visto.
"Con el suicidio de la URSS en 1991, llegaron también otras delicias de la vida salvaje"
Con el suicidio de la URSS en 1991, llegaron también otras delicias de la vida salvaje. En el hotel donde me alojaba, un conserje uniformado se encargaba de advertir a los incautos turistas sobre los barrios que “no era conveniente” transitar cuando se ponía el sol: la mafia rusa, otra extraña creación de la incubadora socialista, tenía sus zonas francas. Ahora imperaba la ley de la calle. En la era del “socialismo real”, a nadie se le hubiera ocurrido salir a altas horas de la noche porque las temibles milicias del régimen se encargaban de mantener el silencio.
Moscú, definitivamente, no creía en lágrimas.
Como excomunista, mi obsesión por desentrañar los enigmas del travestismo social más asombroso y (relativamente) pacífico de la historia humana, me impulsó a indagar en su solo tema: ¿cómo se fabrican millonarios en un imperio en el cual, hasta apenas tres años antes, toda la propiedad era estatal? Hacer pobres, como se sabe, es relativamente sencillo; construir riqueza, no tanto.
Tenía pocas horas para averiguarlo porque mi viaje, esta vez como periodista profesional, tenía por objeto cubrir una gira oficial del excanciller Guido Di Tella. De modo que debía aprovechar al máximo los pocos momentos que la agenda oficial lo permitía para satisfacer mi curiosidad.
La conversación sostenida en uno de los elegantes salones de esa exresidencia bolchevique tuvo ribetes de comedia
Un dato me pareció relevante. Existía, me informaron, una recién creada “Asociación de Banqueros Rusos”. Decidí apostar todas las fichas en esa jugada. Recordé una frase que se le atribuye al poeta revolucionario alemán Bertolt Brecht: “Robar bancos es un delito, pero es más delito crearlos”. Y me puse en movimiento.
Encantados de que su flamante institución se conociera en la Argentina, cuatro atildados “ejecutivos” me citaron, para el día siguiente, en la sede provisoria de la entidad.
Primera sorpresa. Al llegar, acompañado por el fotógrafo Julio Giustozzi, reconocí inmediatamente el lugar. Se trataba de un suntuoso palacio, ubicado en una zona céntrica de la ciudad, donde yo había estado en mi anterior viaje como militante. Allí solía alojar la nomenclatura soviética a los altos representantes de los “partidos obreros del mundo”. En ese sitio, yo había visitado en 1971 al secretario general del PC argentino, quien hacía escala en Moscú luego de una cumbre mantenida con Fidel Castro en La Habana. Vaya coincidencia.
La conversación sostenida en uno de los elegantes salones de esa exresidencia bolchevique tuvo ribetes de comedia. Serguei Yegorov, presidente de la entidad financiera, esgrimió –no sin orgullo– haber integrado durante más de diez años el comité central del Partido Comunista. Y luego, ante mi perplejidad sobre cómo se había producido el milagro del súbito enriquecimiento, su colega Boris Khabaistsov, titular por entonces del Ironbank, detalló: “Muy sencillo, el PC era una estructura burocrática que se dedicaba a administrar un país. Los comunistas eran la gente más preparada para conducirlo. Hoy –agregó entre carcajadas– los que no fueron fusilados siguen haciendo lo mismo, pero desde el libre mercado”.
En su biografía sobre Vladimir Putin (El Ateneo, 2014), el prestigioso periodista y exmilitar francés Frédéric Pons señala: “La transición de una economía (mal) administrada por el Partido Comunista a una economía de mercado se hizo de manera brutal, sin reglas, con una rapidez alucinante, algo jamás visto en la historia de otro país”.
Dicho de otra manera: un capitalismo rapaz, sustentado en el latrocinio más impresionante del que tenga registro la humanidad, había nacido en el mismo sitio donde, en 1917, se había prohibido la propiedad privada para sustituirla por la socialización de los medios de producción.
En su libro, Pons recoge un dato de ese período que resulta escalofriante: “Un informe del Crédit Suisse considera que el 35 por ciento de la riqueza privada de Rusia es patrimonio de 110 personas, lo que sitúa a ese país en el segundo puesto mundial en cantidad de megamillonarios, detrás de Estados Unidos (415) y por encima de Alemania (60)”.
–O sea, ustedes aplicaron El Capital de Marx al revés... –le disparé, con pretensión irónica, a los debutantes banqueros en aquella primavera del 94.
–¡Exactamente! –contestó, sin inmutarse, Alexander Krysin, titular del Credit Consensus.
La entrevista con los nuevos dueños del poder se publicó en la revista Gente, el 9 de junio de aquel año.
Mientras esto sucedía, Occidente, engolosinado con las oportunidades de negocios que ofrecía la oligarquía poscomunista, no reparó en sutilezas. Ninguna multinacional pedía certificados de buena conducta antes de concretar sus pingües operaciones comerciales. Ningún gobierno democrático consideró riesgoso el meteórico –e inexplicable– ascenso de esa aristocracia nacida en las grises oficinas del poder comunista. Borrón y cuenta nueva. La sedienta oligarquía del Este ofrecía petróleo, gas, materias primas, equipos de fútbol y hasta tecnología nuclear, una cartera demasiado atractiva como para andarse con rebuscadas exigencias. La posesión ilegítima de los bienes públicos adquirió, de esta manera, patente internacional.
Vladimir Putin, el burócrata crecido en un humilde hogar de San Petersburgo (ex-Leningrado), que hoy pone en jaque al mundo, no es un loco suelto como algunos pretenden. Es la expresión más cabal de ese poder nacido en las tinieblas, en la descomposición de un régimen que colapsó desde sus cimientos. Está ahí, amenazante, formateado en el único poder permanente en la historia de Rusia: los servicios secretos (la Ojrana zarista; la Checa y el KGB, en la era soviética, y el FSD desde 1995). Es un “siloviki”, un agente encubierto, experto en conspiraciones.
No hay que olvidar que la Lubianka, sede del temible aparato de inteligencia, en la que se torturó y masacró a millares de personas a lo largo de la historia, sigue, inmutable, en el centro de Moscú. Jamás fue tocada. Es la única dependencia oficial que nunca sufrió cambios, la columna vertebral del imperio que hoy invade Ucrania y que mañana irá por más. Salvo, claro está, que esta vez Occidente haga bien las cuentas.
Ensayista; miembro del Club Político Argentino