Moisés, un líder distinto al que admira Milei
El Presidente lo considera el “libertador más grande de la historia”, pero según la tradición su carácter es más amplio, rico y contradictorio
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De repente, las discusiones sobre su vida y su legado, circunscriptas durante siglos a Ieshivot (casas de estudio), seminarios rabínicos o a los púlpitos de las sinagogas donde se lee la Torá, el Viejo Testamento, llegaron a la red social X y a las páginas web de medios nacionales.
Moisés, o Moshé (su nombre hebreo), es por estos días tema general de conversación, o motivo de curiosidad, gracias al presidente Javier Milei, que no duda en calificarlo, con su grandilocuencia marca registrada y en medio de algún discurso de tinte economicista, como “el libertador más grande de la historia”. También lo ha comparado por sus dotes de liderazgo con su hermana Karina, en una desafiante transgresión a las enseñanzas judaicas que, por lo menos que se sepa, su rabino de cabecera y actual embajador en Israel, Axel Wahnish, aún no ha cuestionado ni matizado.
El Moisés libertador, el Moisés “criticado” por los opositores a la libertad, como lo pinta el Presidente, tiene puntos de semejanza, pero también notorias diferencias con el Moshé rabeinu (nuestro maestro, nuestro rabino) que pude conocer, como cualquier estudiante de una escuela judía, o de un seminario rabínico liberal, a lo largo de los años.
Contrastemos algunas fuentes tradicionales para sostener algunas ideas sobre el personaje en cuestión. Desde la Torá hasta Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, hay coincidencia: Moisés era egipcio, o al menos fue educado como tal, con los lujos y las comodidades esperables, luego de haber sido rescatado por azar por familiares del faraón. ¿Cuándo se produce el quiebre? Su liderazgo despierta cuando el entonces príncipe egipcio ve con sus propios ojos “el sufrimiento” de su pueblo, esclavizado, hambreado y sometido a trabajos forzosos por los faraones de turno. Este Moisés “extranjero” y, sobre todo, “social” antes que “individual”, decide dejar la comodidad de su existencia por la defensa de los derechos y la libertad de una minoría sojuzgada. Es, podríamos arriesgar, un defensor de lo que hoy llamaríamos los “derechos humanos” de un pueblo esclavizado. Y también, valga la comparación, un antecedente concreto de los profetas, llamados “los primeros socialistas” por el filósofo Martin Buber, y preocupados en los textos sagrados por sostener y cuidar al “enfermo, el huérfano y la viuda”. Antecedentes –si vale la analogía– de los actuales caídos del sistema, los jubilados, la clase media empobrecida, los desocupados o precarizados.
Más allá de su vocación por ayudar a su pueblo, Moisés no es un líder que “la tenga clara”. Duda, y no está convencido de aceptar el llamado de Dios para liberar de modo efectivo a su pueblo. Argumenta su tartamudez como motivo válido para el rechazo de tamaña responsabilidad. Y como recordaba el Presidente en alguna cita bíblica, recibe a Aarón, su hermano, como el orador que le faltaba para dar el paso.
Hay un tercer Moisés, el encolerizado, el que en ocasiones pierde la paciencia ante los errores de un pueblo acostumbrado a la esclavitud y se deja dominar por sus instintos primarios. Es su reacción ante un pueblo que, desesperado en medio del desierto y luego de haber sido liberados de Egipto, adora un becerro de oro, o pide a los gritos volver a sus hogares egipcios, donde al menos comían. La reacción de Moshé es la conocida: tira las primeras Tablas de la Ley y las rompe, enojado con una muchedumbre (¿electorado?) que no le respondía. En un segundo caso golpea dos veces una piedra hasta que sale agua, más allá del pedido del propio Dios para que no lo hiciera. El mismo texto bíblico, y las interpretaciones rabínicas posteriores, aseguran que esos raptos coléricos son los que le impiden ingresar a la Tierra Prometida, luego de la interminable travesía por el desierto.
Un cuarto Moisés es, por cierto, el que según relatos y posturas talmúdicas, no acepta sus límites, ni siquiera el más básico: ser un mortal como cualquier otro. Es decir, un hombre que luego de una vida extensa y vibrante, debe morir, en su caso, antes de ingresar a la tierra de Israel. El fallecido sobreviviente del Holocausto y escritor Elie Wiesel nos trae en su libro Mensajeros de Dios una bella parábola sobre los denodados esfuerzos de Moshé por torcer la voluntad divina, que no son otra cosa que las leyes de la naturaleza. En el Monté Nebó, cercano a Jericó, le pide, le ruega a Dios, una y otra vez, que le permita ingresar a la “tierra dónde fluye leche y miel”, aunque sea corporizado en un animal “que se contenta con ver pasar los días”, o en un pájaro “amigo del viento”. Es decir, al maestro de maestros ya no le importan ni su predicamento, ni el reconocimiento a su rol de libertador, ni la satisfacción del deber cumplido. Solo quiere vivir. Por supuesto, su súplica no es atendida y Moisés muere, aunque su tumba sigue, hoy mismo, siendo un misterio. “Debes morir. O de lo contrario, el pueblo te convertirá en un ídolo”, le dice Dios al profeta desesperado, según Wiesel y minutos antes de su último suspiro. Lejos de un culto a la personalidad que tiene sobrados ejemplos, cercanos y lejanos, en la historia argentina y del mundo.
“Nunca más hubo en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor hablara cara a cara”, dice el libro de Deuteronomio en uno de sus últimos versículos. La tradición judía tiene a Moisés, a Moshé, en lo más alto, pero no esconde sus defectos, dudas ni angustias, tan “humanos” que lo hacen aún más grande como ejemplo para las generaciones posteriores.