Mingus, el peso de una obra colosal y desaforada
Hace cien años nació uno los músicos más notables del jazz, que todavía hoy deja sentir su influencia en más de un género
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“Los norteamericanos son masoquistas: desprecian sus creaciones más originales”. La frase de Clint Eastwood aplica, por supuesto, también al jazz. No se trata de una pelea entre alta y baja cultura (que el jazz moderno saldó a la perfección, convirtiendo en popular una música contemporánea y sofisticada), sino de una batalla extrañamente cultural: una en la que muchos de los creadores más originales apenas son reconocidos por la estatura de su obra. Uno de ellos fue Charles Mingus, contrabajista, compositor, ocasional pianista, cantante interino de sus big bands, director de orquesta, arreglador y compositor de canciones de protesta, que ayer, 22 de abril, hubiera cumplido 100 años.
Ese masoquismo al que se refiere Eastwood acaso explique que uno de los documentales más originales sobre el contrabajista más famoso de la historia del jazz haya sido hecho por un inglés, Ray Davies, líder del grupo The Kinks. Davies dirigió Weird Nightmares que también podría llamarse “Por qué amamos a Mingus”. En él desfilan admiradores como Elvis Costello, Charlie Watts y Keith Richards.
Y la explicación es clara, memorable, musical: en una escena, Davies se sienta al piano junto al presentador de TV y músico de jazz Jools Holland e interpreta el leitmotiv de una obra de Mingus. Solo faltan las palabras: Mingus componía lo que en rock se conoce como riffs, yeites, melodías principales. Y quién mejor que Ray Davies, compositor de “You Really Got Me”, uno de los riffs más coléricos y perfectos de la historia, para demostrarlo.
El compositor nacido en Arizona en 1922 solía exponer sus orígenes raciales y nacionales como un antipedigree para curar el espanto del racismo inherente de su país
Por supuesto que Mingus era muchas cosas a la vez. Como dice al comienzo en su abultada, excesiva y por momentos imposible autobiografía, Menos que un perro, “Yo soy tres”. El compositor nacido en Arizona en 1922 solía exponer sus orígenes raciales y nacionales como un antipedigree para curar el espanto del racismo inherente de su país. Se consideraba “menos que un chino, menos que un negro, descendiente de sudamericanos e irlandeses”. No lo exponía ni lo autoproclamaba: lo vociferaba en forma de música para espantar el racismo político de su país. Y de ese grito primario que amalgamaba jazz, gospel, blues y raíces (Blues & Roots se llama uno de sus discos más impresionantes) Mingus hizo un jazz de canciones, baladas y piezas orquestales de vanguardia donde aullaba gritos de gospel. Lo suyo fue un protorock’n’roll, en el sentido de que creaba melodías de combustión rápida, emebebido de la pasión del negro spiritual como si un blues shouter a lo Jimmy Rushing o Big Joe Turner se hubiera metido en el cuerpo y alma en la orquesta de Duke Ellington.
Una característica que se repite en sus álbumes son los comienzos de ignición rápida. Mingus inflama sus discos desde el inicio. No comienzan: estallan. Hay que escuchar la apertura a puro scat de Oh Yeah con “Hog Calling Blues”, de Blue & Roots con “Wednesday Night Prayer Meeting”, o de Mingus Ah um, de 1959, con “Better Git It in Your Soul” .
Mingus, que comenzó tocando con Louis Armstrong y Charlie Parker, era polifónico en más de un sentido. Su multiplicidad de voces y de raíces es palpable en sus discos más orquestales y experimentales como The Black Saint and The Sinner Lady (el único que grabó para el sello Impulse!) y el singular Let My Children Hear Music. En un podio aparte habría que colocar Tijuana Moods, donde las influencias tex-mex e iberoamericanas lo colocan en un pedestal sin comparaciones. Mingus, con ese apellido que podría tener declinación en latín (ese el “chiste” de Mingus ah um) podía ser nominativo, vocativo y acusativo: un jazz subjetivo, irrepetible, dirigido a un público moderno y que no dudaba en levantar una voz política y señalar injusticias, como en las extraordinarias “Fable of Faubus”, sobre el brutal gobernador de Arkansas que se negaba a la educación integrada, “Oh Lord Don’t Let Them Drop That Atomic Bomb On M” o “Haitian Fight Song” (otro comienzo memorable, en este caso del disco The Clown).
Otra declinación de Mingus eran sus baladas, como su clásico “Goodbye Pork Pie Hat” dedicado a Lester Young, saxofonista ladero de Billie Holiday, el más sensible, delicado y gentil de los músicos de jazz (como prueba el capítulo dedicado a él del libro Pero hermoso, de Geoff Dyer). La intertextualidad de Mingus, algo inherente al jazz en convertir los standards en improvisaciones en vivo, parece adelantarse décadas a lo que el ensayista e historiador de jazz Ted Gioa, denomina en la década de 1990 Jazz posmoderno. Escuchar por ejemplo las citas y fragmentos cantados de la canción “Just a Gigolo” dentro de “Devil Woman”, en Oh Yeah. Es lo que también le permitió tener ilustres seguidores que interpretaban sus canciones en el rock como Joni Mitchell, Jeff Beck o la crema del folk inglés, con Bert Jansch o Davy Graham. Hay un Mingus para cada quien, eléctrico o acústico, orquestal o de piano solo.
Charles Mingus se fue antes de tiempo. Falleció a los 56 años. Padecía ELA. Y tenía ese sobrepeso, similar al de artistas como Marlon Brando, Hitchock y Orson Welles al final de su carrera. El peso de una obra americana, desaforada y colosal cuya influencia se sigue expandiendo en nuestros días.