Mayra Arena: “En los barrios pobres, trabajar se ha vuelto una actividad poco rentable”
“Salir a ganar un sueldo se ha tornado carísimo, entonces a muchos les conviene quedarse con el subsidio”, dice la referente social
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Para muchos es “la chica de la charla TED”. Medio en broma, medio en serio, ella se define como “pobretóloga”. Mayra Arena es mucho más que eso: es la protagonista de una gran historia de superación. Es aquella nena que nació en la miseria, que se crió en una villa de la periferia de Bahía Blanca, que fue madre en su adolescencia y que hoy es una mujer a punto de completar una licenciatura de Ciencias Políticas en la universidad, que trabaja en una consultora privada y que, lejos de renegar de sus orígenes, dedica su vida a estudiar y analizar las problemáticas sociales con una obsesión: proponer soluciones. Se reivindica como “militante del peronismo” pero expone una visión muy crítica de los ideologismos que han abierto una brecha cada vez mayor entre el poder y los ciudadanos, sobre todo los de las clases más bajas. Dice que la gente pobre “se siente abandonada”; define al llamado progresismo como una corriente “profundamente individualista” que “se adjudica una superioridad moral”. Como en aquella charla TED de 2018 en la que explicó “qué tienen los pobres en la cabeza” (se puede ver abajo, en este mismo contenido), Mayra aporta en esta entrevista claves para entender qué se esconde detrás de las cifras y porcentajes que definen el gran drama de la Argentina.
Cuando hablamos de pobreza, hablamos de números y porcentajes. ¿Qué hay detrás del 40 por ciento de pobres? ¿Cuál es la realidad de carne y hueso que representa ese indicador?
Detrás de esa cifra están todas las capas que fueron quedando después de cada crisis que tuvo la Argentina desde la década del setenta. En el año 73 teníamos un 4 por ciento de pobreza. Después de cada gran crisis, la Argentina logra salir pero nunca vuelve al estado anterior. Entonces, en el 40 por ciento que tenemos hoy conviven terceras y cuartas generaciones de pobres, como también segundas y primeras generaciones. El que peor la pasa es el pobre más nuevo, porque es el que menos cultura de pobre tiene; por eso se avergüenza y padece su pobreza; no conoce los mecanismos y rebusques que tiene alguien que lleva años en esa situación, y que conoce los recursos estatales. En las primeras generaciones de pobres es donde se ve más angustia, más tristeza y más enojo. Porque esa no es su forma de vida, no es la vida que conocen.
Aquella charla TED en la que vos explicaste “qué tienen los pobres en la cabeza” nos mostró que, a pesar de la enorme y dramática presencia que tiene la pobreza en nuestra realidad, hay una gran incomprensión de lo que significa ese flagelo… ¿Por qué creés que cuesta tanto entender esa realidad? ¿Y cuánto influye la incomprensión en las dificultades para combatir la pobreza?
Lo que pasa es que la pobreza crece de manera constante, pero la cultura es hegemónicamente de clases medias. La televisión que consumimos es producida desde las clases medias; la política es decidida desde las clases medias. Entonces es normal que la pobreza se vea como lo extranjero, como lo minoritario; incluso hoy, cuando no es un fenómeno minoritario sino que representa a una gran fracción de la sociedad. Sin embargo, siempre se habla de la pobreza desde afuera, con un gran desconocimiento, o con tecnicismos más cercanos a la ciencia que a la vivencia cotidiana. Entonces siempre parece una realidad ajena. Hay una cuestión cultural que dificulta la integración de los pobres. No es así, por ejemplo, con los inmigrantes, a los que les resulta más fácil integrarse y conseguir trabajo a pesar de venir de otra cultura y de otro país. A un habitante de la villa, esa integración le resulta más difícil: es más extranjero que un inmigrante. El ´villero´ habla un lenguaje mucho más extraño del que habla un venezolano por ejemplo, aunque uno nació acá nomás y el otro a miles de kilómetros. Porque las clases medias, aunque no tengan una nacionalidad en común, comparten valores culturales: ciertos gustos estéticos, musicales y de vestimenta, pautas de consumo y aspiraciones. En las clases bajas sucede lo mismo: cuando vos mirás series que retratan las clases bajas de otros países, ves que se parecen mucho a las nuestras; la marginalidad también comparte códigos comunes.
¿Y qué pasa con la política? ¿Hay desde el poder una comprensión de la pobreza? ¿Se interpretan y se identifican las necesidades de los sectores más vulnerables?
Primero tendríamos que determinar cuáles son las necesidades de los pobres. Y ahí es donde cada uno cree tener la respuesta correcta, y en base a eso se deciden políticas que tienen que ver con lo que el poder considera adecuado para los pobres, con lo que cree que el pobre está necesitando. Yo tengo una visión crítica sobre esa perspectiva. Creo que el pobre no es solamente bolsillo. Hay necesidades económicas, pero también hay necesidades culturales, necesidades de identificación política e ideológica, y también hay necesidades que quizá muchos sectores no identifican como tales, pero la política debería tener la ética de imponerlas: me refiero, fundamentalmente, a la educación. El derecho a la educación no solo se debe ofrecer; se lo debe imponer. Y yo no veo a la política desesperada por imponer la educación.
En ese punto, ¿cómo evaluás el impacto en los sectores más vulnerables de las escuelas cerradas durante un año y medio?
Es terrible…Entiendo, por supuesto, que hay docentes que han hecho un esfuerzo gigantesco para intentar hacer su trabajo. Pero hay una realidad: la educación ya viene deteriorándose desde hace mucho, y hay niveles de analfabetismo que son muy preocupantes. Hablo de analfabetismo en niños escolarizados. Habría que hacer un gran sinceramiento sobre el estado educativo de los chicos pobres por debajo de los 16 años. Pero hay algo que excede a los alumnos y a los docentes, y es que en los barrios pobres los padres no tienen trabajos regulares. Al haber dejado a los chicos sin escuelas, se perdió un eje ordenador de la vida. Si estuviéramos en una zona rural, o en otra época, la jornada arranca cuando sale el sol y termina cuando se esconde el sol. Ahora, por más pobres que seamos, tenemos celular y televisor, y esos dispositivos estiran la noche. ¿Pero cuándo empieza el día si no hay trabajo ni hay escuela? Y si no hay garrafa ni red de gas, ¿a qué hora se come? ¿se desayuna y se almuerza? En muchos ranchos ni siquiera hay mesa.
¿Y qué significa perder ese eje del ordenamiento horario?
Perdés todos los parámetros de la convivencia social. Vos hoy vas a un barrio y los pibes están jugando en la calle a las 2 de la mañana; chicos que no tienen edad para estar en la calle. Pero no pasa nada, porque el padre también está por ahí…
¿Por qué se demoró tanto en reconocer el impacto del cierre de los colegios en esos sectores?
Yo creo que el gobierno se centró mucho en la estadística sanitaria e intentó minimizar la cantidad de muertes. Lamentablemente, igual hubo muchísimas muertes. Y en los barrios más pobres se perdió la única conexión con el Estado, que es la escuela. Porque todo lo demás cerró; entonces la falta de escuela se vivió como un abandono. El precio que estamos pagando es altísimo.
¿Qué indicadores concretos tenés de ese precio que empezamos a pagar por el cierre de las escuelas?
Me preocupan mucho los bajos niveles de lecto-escritura y la falta de desarrollo de habilidades para la resolución de problemas básicos, sobre todo en los sub-16. Pero hay otro problema: en los barrios pobres, los chicos hacen un click entre los 12 y los 13 años. La infancia no dura tanto como en otros barrios, y la adolescencia es una etapa que más o menos se saltea; como ya no podés ser niño, pasás a formar parte del mundo de los grandes. En la pobreza se viven de otra manera las etapas de la vida. No es casual que la maternidad adolescente sea más común entre los pobres. Ocurre al revés que en las clases medias, donde la juventud se prolonga porque es fuente de satisfacciones. Eso implica una madurez prematura, pero también el abandono de las obligaciones de la niñez, como la de obedecer a tus padres, ir a la escuela, hacer la tarea… Entonces si no pensamos algo distinto para recuperar a los chicos que abandonaron la escuela en este año y medio, no los recuperamos más. Y los condicionás mucho más para su futuro.
¿Ves una distancia que se va ensanchando entre lo que se llama el progresismo y las demandas y necesidades de la clase trabajadora?
Esta semana se compartió un video desde la cuenta de Alberto Fernández en el que se ve al Presidente conversando con un grupo de laburantes. Cuando les pregunta qué es lo que más les preocupa, lo primero que le dicen es la seguridad, y lo segundo el trabajo, a pesar de que era gente que tenía trabajo. Esas son las demandas por excelencia; es lo que te reclama la gente a la que no le interesa la política, que no es de derecha ni de izquierda, y que lo que quiere es vivir en paz y resolver sus problemas. Es, si se quiere, una ideología de la no ideología; la ideología del que piensa “yo igual me tengo que levantar para ir a laburar y me tengo que cuidar para que no me afanen”. La pregunta es ¿qué hace la política para atender a ese ciudadano? Lo mejor que podría hacer es resolverle sus problemas. No todo es épica; no todo es mensaje político. Menos cuando tu mensaje político no es tan amplio y se orienta claramente a un sector vanguardista, que es necesario para la sociedad, pero que no marcha al ritmo de todos. La mayoría tenemos nuestros tiempos, y no siempre estamos a tono con la última vanguardia. Hay que comprender al argentino que está lidiando con una inflación galopante, sin laburo o con poco laburo, con la plata que alcanza cada vez menos y con miedo a que lo maten o le roben lo poco que tiene.
¿En las barriadas suburbanas perciben que ese discurso supuestamente progresista no los representa?
Hay una trampa en esto de lo identitario y los discursos de vanguardia: representan políticas para sectores que siempre fueron postergados, y que está muy bien que ya no se los postergue, pero lo que no tenés que olvidar que esos no son los problemas de la mayoría de la gente. Si a mí me dejás sin escuela para mis hijos y sin poder salir a trabajar, es difícil que celebre los avances del progresismo, porque no son los míos; a mí me tenés cada vez más estancado. Esto no es en contra de los avances que pueda tener cualquier minoría; al contrario. Yo celebro que grupos históricamente discriminados hoy sean sujetos de derecho. Pero no podemos desconocer que hoy el eje central en la Argentina es la falta de trabajo y de seguridad.
En estos sesgos ideológicos, el reclamo de la seguridad suele ser subestimado por el llamado progresismo como si fuera una demanda “de derecha”…
Es una bandera que yo no le regalo a la derecha ni a la izquierda. La seguridad es una necesidad de todos los argentinos, y en especial de los argentinos más pobres. Golpea más a los que vuelven tarde de trabajar y a los que salen muy temprano; a los que, si les quitan algo, tardan mucho en volver a comprarlo. El miedo deteriora mucho la calidad de vida. ¿Cómo voy a pensar que es de derecha reclamar seguridad? Estaría ignorando lo que les pasa a los trabajadores, lo que sufre la gente en los barrios.
Tu historia podría ser un ejemplo de que es posible salir de la pobreza y encontrar un camino de superación. ¿Es cada vez más difícil hacer ese recorrido? ¿Se ha perdido la esperanza del progreso y la movilidad social ascendente?
A mí muchas veces se me toma como ejemplo de que se puede salir de la pobreza. Pero creo que el tema es más complejo: hace tiempo que la Argentina viene estancada en materia de movilidad socio-económica para todas las clases sociales. La clase media también está muy complicada, con grandes dificultades para acceder a la vivienda. Pero existe una contradicción: si en la Argentina un profesional o un emprendedor de clase media tiene éxito con una empresa, se lo toma como un triunfo a pesar de las condiciones del país; se lo ve como una excepción, como un caso raro, como alguien que vio lo que otros no vieron. Y se asume que triunfó a pesar del contexto. Pero cuando pasa con alguien que viene de la pobreza, muchos lo intentan tomar como una legitimación del sistema; es decir, si vos lo pudiste hacer es porque se puede. Se aplica una doble vara, según la clase social. La verdad es que en los dos casos, el logro es la excepción, y se consigue a pesar de un sistema que dificulta y obstaculiza ese progreso.
En mi caso, lo he contado muchas veces: tuve la suerte que otros no tuvieron. Un poco se lo debo a mi color de piel; otro poco a las dificultades para socializar cuando era chica, porque fui una nena enferma y entonces los libros fueron más mi compañía que la villa, y eso tuvo mucho que ver; también al hecho de que en Bahía Blanca no existía eso de mendigar en la calle, porque no hay tanta densidad de tránsito; entonces tenés que construir vínculos para que te ayuden, y tenés que desarrollar simpatías y habilidades sociales.
Pero si yo soy un ejemplo de que se puede (salir de la pobreza), el empresario exitoso sería un ejemplo de que en el país se puede crecer y desarrollarse. Entonces creeríamos que el sistema impositivo está fenómeno y no hay que cambiar nada porque acá se puede crecer. La verdad es que no es así. Sabemos que hay que revisar el sistema impositivo para alentar el desarrollo empresario. Yo sé que no es fácil crear empleo, desarrollar actividades en blanco y tener todo al día. Por eso no quiero ser tomada como ejemplo si implica esta doble vara. Tenemos que crear mejores condiciones, tanto para salir de la pobreza como para crear empresas y fuentes de trabajo.
Para todos, cada vez es más difícil. Hoy se necesitan habilidades extraordinarias, simplemente para vivir más o menos bien. Con las habilidades básicas, como la constancia, la responsabilidad o un estudio de grado, ya no alcanza en absoluto. Antes había que tener habilidades extraordinarias para alcanzar metas extraordinarias; hoy hay que tener habilidades extraordinarias para lograr un buen pasar.
En este tiempo se ha puesto en discusión la noción del mérito. ¿Cómo ves ese debate?
Yo me muero de ganas de defender la meritocracia, pero si la línea de largada es más o menos pareja. Si los puntos de partida están a cien kilómetros de distancia, la llegada siempre va a estar mucho más lejos para unos que para otros. El ejemplo más claro de mérito es el aula: el profesor enseña a todos igual y, al final del cuatrimestre, evalúa el rendimiento y el esfuerzo de cada uno; da las mismas herramientas y evalúa a todos con los mismos criterios. Yo creo en esa meritocracia. Pero necesitamos una sociedad más justa e igualitaria, para que los resultados dependan del esfuerzo y el mérito de cada uno. Estamos muy lejos de eso.
Tenemos asumido que en la Argentina se ha perdido, o al menos debilitado mucho, la cultura del trabajo. ¿Cómo crees que se puede recuperar?
Hay un escrito de Darwin, de un viaje que hizo por nuestro país (entre 1833 y 1835) en el que dice que se horrorizó de la vagancia que había visto en la Argentina. En la Patagonia se sorprendió por la creencia de que, para ser productivas, las actividades debían comenzarse con la luna en cuarto creciente, de manera que buena parte del mes se perdía por esa causa. Entonces, no sé si tenemos un pasado tan trabajador como queremos creer. Pero es cierto que había más empleo y menos pobreza. ¿Qué vemos ahora en los barrios pobres? Vemos que mucha gente, sobre todo en los grandes centros urbanos, encuentra más recursos decodificando todas las puertas que se le pueden abrir desde el Estado. Es como una meritocracia burocrática: si aprendés a leer al Estado y a politizarte, podés sobrevivir a través de los mecanismos de la ayuda estatal. Y, en paralelo, ocurre que trabajar es cada vez más caro: el transporte es caro, tener una vestimenta adecuada es caro; hasta salir a buscar trabajo es caro, porque ya ni siquiera existe que te hagan el CV gratis porque ahora es todo digital. Para ir a trabajar tenés que pagar la vianda y conseguir quién te cuida la casa, porque en los barrios no podés dejar la casa sola. Sin escuela, tenés que ver a quién le dejás los chicos, porque en la pobreza los abuelos son más jóvenes, y también tienen que salir a trabajar. Todos esos rubros se han encarecido muchísimo. Trabajar se ha convertido en una actividad poco rentable. Si lo miramos con criterio economicista, ganar un salario es tan costoso que conviene quedarse con el subsidio. Por eso yo propongo que los planes no se le saquen a la persona que consigue un empleo registrado. Así se incentivaría el trabajo, se permitiría marcar la diferencia y ver lo positivo de conseguir un empleo.
¿Cómo influye la ejemplaridad? ¿Cómo se vive en los barrios que uno se levante a las 4 de la mañana para ir a la obra o a la fábrica mientras el vecino vive de planes desde hace años?
Rescato una frase del antropólogo Pablo Semán, que a mí me parece brillante: nunca hubo tantos pobres y nunca hubo tantos antipobres. Yo le agregaría esto: nunca hubo tantos pobres antipobres. Hay un sentimiento de bronca que alimenta ese antagonismo. Además, el que alguna vez trabajó, aunque haga años que no consigue trabajo, se sigue identificando como trabajador. Está desocupado, pero se considera un trabajador. Y esa identidad adquiere mucho valor cuando la crisis tiende a igualar a todos. Unos necesitan remarcar que no son iguales a los que nunca trabajaron. Dicen ´yo trabajé toda la vida´… hasta que me echaron, hasta que mi vieja se enfermó, hasta que la fábrica cerró. Pero no por eso dejan de ser trabajadores. Puede recibir planes o beneficios sociales, pero no encuentra en eso una forma de vida. Él quiere volver a trabajar, e incuba mucho enojo y mucha bronca con el que vive de las transferencias estatales.
¿Qué lugar ocupa el negocio narco en este contexto? ¿Se ha convertido en la vía rápida para generar ingresos?
Ocurre un fenómeno que es interesante en términos sociales: existen trabajos que pueden ser rentables pero son característicos de inmigrantes, entonces muchos jóvenes argentinos no los quieren hacer porque “son trabajos de bolivianos” o “de paraguayos”. Ocurre con las ferias, por ejemplo. Los bolivianos son los reyes del comercio; tienen una cultura del trabajo y del comercio que es admirable. Ahora ¿quieren los argentinos ir a trabajar a esas ferias? Muchos lo rechazan porque es trabajo de inmigrantes. Entonces aparece otra pregunta interesante: los que no tienen trabajo ¿están dispuestos a trabajar de lo que sea? ¿o hay trabajos a los que no van a recurrir por cuestiones culturales? De afuera muchas veces es fácil decir, ´si no tuviera trabajo yo agarraría lo que sea´. Pero si sos joven, puede ser complicado que en tu barrio te vean hacer un trabajo que no sea ´empoderante´ y que resulte estigmatizante. Entonces tenemos que prestar atención y ver cómo nos paramos ante esas realidades. Hay un camino largo, que es el de la cultura y la integración, para que no haya trabajos asociados a la condición migrante, pero en el mejor de los casos nos llevará décadas recorrerlo. Mientras tanto, tenemos que ver dónde se generan oportunidades de trabajo para esa gente que no está dispuesta a trabajar de lo que sea, y que no tiene por qué estarlo. Porque ahí es donde aparece el peligro del negocio narco. No creo que seamos un país como México o Colombia, que tienen grandes ídolos narcos y entonces vender droga tiene hasta un prestigio social. No creo que estemos en ese extremo, pero sí hay algo real: en términos económicos ofrece un atajo, sobre todo cuando los trabajos no te garantizan movilidad social sino lo contrario, porque hoy el trabajo te empobrece.
También se ha roto la cultura formativa. Antes el tornero, el mecánico, el albañil les enseñaban el oficio a sus hijos y a otros jóvenes del barrio. Ahora parece diluida esa herencia laboral…
Yo creo que hay algo que viene pasando en las clases medias de las ciudades más pujantes, acá y en el mundo, y es que la adolescencia se prolonga cada vez más; siempre sos joven para casarte, para tener hijos, para irte de la casa de tus padres… Eso en los barrios pobres no ocurre: desde muy pibe ya sos grande; te identificás como grande y tu entorno te considera como grande. Te dicen ´ya está, arreglátelas”. Pero ¿qué pasa? Las leyes, que en general representan la perspectiva de las clases medias, han ido entorpeciendo la incorporación de los muy jóvenes al mundo del trabajo y los oficios. No estoy proponiendo una baja de la edad laboral, pero creo que hay que pensar modelos diferentes, sobre todo para esos adolescentes que ya se sienten una carga para sus familias, pero a los que la sociedad no les abre las puertas porque los trata como niños. Se da la paradoja de que sus familias ya no los ven como niños, pero la sociedad sí. Pongámonos de acuerdo, porque lo que genera ese desfasaje es que haya cada vez más adolescentes en la calle. Yo creo que tenemos que pensar esquemas que articulen la escuela con el trabajo, quizá no desde los 14 pero sí desde los 16.
Pero parece muy difícil discutir estas propuestas, porque inmediatamente se descalifican con prejuicios ideológicos. Es probable que no se pueda ni completar el planteo, porque se la estigmatizará como una idea de flexibilización y trabajo infantil…
Ocurre que el progresismo es profundamente individualista, y además se atribuye una superioridad moral. Yo creo que tenemos que pensar soluciones colectivas para una gran cantidad de gente que, generación tras generación, viene sufriendo un problema. Hay derechos que se deben imponer, como el derecho a la educación y a la formación laboral. Si no los imponés, dejas a los chicos librados a su suerte y a su voluntad individual.
Parece haber en algunos sectores de la juventud, sobre todo en los barrios suburbanos, un germen de rebeldía y de inconformismo ante el statu quo. ¿Se percibe algo de esto en los barrios más pobres?
Hay muchos que venimos advirtiendo, desde hace tiempo, que los jóvenes no se identifican con el gobierno. Ahora vimos que Milei sacó más votos en barrios pobres que en zonas acomodadas. Y tal vez tenga una lógica: si el progresismo es norma, es natural que la resistencia sea más conservadora, así como si el conservadurismo es norma, la resistencia va a ser de vanguardia. Creo que eso tiene que ver con la naturaleza de los jóvenes, que no les gusta que los lleven de las narices. Pero además hay una realidad: no te puede enamorar la política oficial si sentís que tu futuro está endeudado, que los trabajos a los que podés acceder (si es que podés acceder) no te garantizan una buena calidad de vida sino lo contrario. Ya hay dos generaciones que nos resignamos a alquilar sin alcanzar la casa propia. Así, se van achicando los sueños y las aspiraciones. Entonces es muy común que la política te genere rechazo. Sentís que no te resuelve tus problemas ni te genera esperanzas en el futuro. Frente a eso ¿qué les ofrecemos a los jóvenes? Cuando vemos que muchos se quieren ir del país ¿me enojo o escucho lo que me está diciendo con esa decisión? Antes se pensaba en una carrera y decías ´estudio lo que me gusta o estudio lo que me dará plata´. Eso ya no existe porque ninguna te asegura nada, salvo que seas programador. Muchos jóvenes sienten que ya no tienen derecho a soñar y a proyectar su desarrollo individual.
Frente a esa desesperanza, ¿ves una reacción desde el gobierno? ¿Se interpreta esa demanda de los jóvenes?
Hay algo que me preocupa mucho, y es algo que la política repite cada vez que debe enfrentarse con un problema: se dejaron de pensar acciones y estrategias para generar soluciones, y en lugar de eso se crean entes estatales, mesas, secretarías o comisiones. No estoy a favor de achicar el Estado; creo en el Estado, pero en un Estado que aporte soluciones. Desde hace un tiempo, en lugar de crear políticas que combatan los problemas, se crean organismos para acompañar la problemática, no para intentar minimizarla o revertirla. Se ha puesto de moda ´la visibilización de las distintas problemáticas´ y el ´acompañamiento estatal´. Pero ´visibilizar´ y ´acompañar´ son perfiles más propios de una ONG. Más que un Estado presente, necesitamos un Estado que dé respuestas.