Maurice Benayoun: “La máquina ha sido parte del arte desde la Revolución Industrial”
Pionero de la realidad virtual y las instalaciones interactivas, el artista francés nacido en Argelia, de visita en el país, afirma que el mercado o el circuito de ferias y bienales manejan criterios “ya antiguos”
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Si esto fuera boxeo, desde el rincón del francés Maurice Benayoun (Mascara, Argelia, 1957) estarían haciendo señas desesperadas hacia el centro del ring y alguien, al fin, tiraría la toalla. Sucede que, cuando van 16 minutos de entrevista en el entrepiso de un hotel en Recoleta, Benayoun –calvo, de estricto negro en la ropa, con la apariencia de esos músicos experimentados que tocan para estrellas teen— dice " no va más”. Es el maldito jet lag lo que lo puso al borde del knock out tras ese viaje interminable de Hong Kong a Buenos Aires con una escala en París. Demasiadas horas para aterrizar del otro lado de la Tierra con el horario y el cuerpo desquiciados. Aun cuando la tecnología digital ha conseguido que un WhatsApp entre Buenos Aires y Hong Kong ofrezca la sensación inmediata de simultaneidad, la distancia existe y las aplicaciones o fármacos para reducir los efectos del jet lag siguen sin aparecer. Es ineludible.
Benayoun es un artista de lo que solía llamarse multimedia cuando la tecnología era un apéndice del arte. Un pionero de la realidad virtual, los ambientes inmersivos y las instalaciones interactivas y urbanas a gran escala. Vino a Buenos Aires invitado por la Fundación Bunge y Born para dictar un workshop en “Presente Continuo”, un programa de formación en arte, ciencia, tecnología y filosofía, y para ofrecer, el día después de esta entrevista, una clase magistral en la Fundación Williams.
Pero ahora está cansado. Pide cinco minutos para volver a su habitación y se lo espera diez, quince. Al fin regresa pero, tras ensayar distintas formas de ocupar un largo sillón, terminará diciendo “basta” de forma muy gentil. La entrevista se completará por mail a la mañana siguiente.
Benayoun tiene también un nombre chino que es MOBEN (la contracción de su nombre y apellido dan con un ideograma específico del alfabeto asiático) y la elección de Hong Kong para vivir y trabajar tiene que ver con la gran aceptación que tuvo su trabajo en el sudeste de Asia a partir de Cosmópolis, una instalación de realidad virtual que recibía diez mil personas por día cuando abrió en Shanghái en abril de 2005. Cuando se repasan sus asombrosos proyectos (un túnel de realidad virtual en el Atlántico norte, las emociones humanas medidas como la cotización en la Bolsa) también queda claro que es casi un outsider. Su nombre no aparece en Documenta, Venecia o las bienales por las que suelen rotar una y otra vez los favoritos del arte contemporáneo. Benayoun, lúcido a pesar del agotamiento, da pistas sutiles de esta situación. Habla, por ejemplo, de su idea de “fusión crítica” como la única forma de incidir sobre el poder de las instituciones para preservar la potencia “subversiva” del arte pero desliza que esa idea no ha sido tomada en cuenta como se debería. Pero está en el lugar donde están sucediendo los aportes más sorprendentes al fatigado arte contemporáneo de los últimos veinte años. No Buenos Aires, claro, sino el sudeste asiático.
–Quisiera empezar con esta descripción muy precisa de usted. Nació en Argelia, se lo considera un artista francés pero ahora no solo vive en China sino que hasta tiene un nombre chino. Parece el resumen de toda su vida…
–Sí. Nací en Argelia pero dejé ese lugar muy pronto luego de que mi padre fuera asesinado en la guerra de la independencia [1954-1962] antes de que yo naciera . El era solo un recluta. En fin, mi madre, mi hermano y yo volvimos a Francia inmediatamente para instalarnos en un suburbio cerca de París. Cuando empecé a trabajar con base en China todos me decían que necesitaba un nombre chino porque el mío ya no me representaba.
"Somos inmigrantes en un mundo de máquinas, pero no olvidemos que ese mundo forma parte de la humanidad. Lo creamos nosotros"
–¿Y qué significaba su nombre en chino?
–Significa “No corras”. Es algo positivo, contra lo que podría suponerse. Este ideograma tenía arraigo en cierta tradición cultural china. Eso me pareció muy ajustado para mí.
–Después del éxito de su obra Cosmópolis, usted se mudó a China haciendo la ruta inversa de artistas como Ai Weiwei, que migraron hacia Europa buscando preservar su libertad creativa. Da la sensación de que encontró un público más receptivo a sus instalaciones transmedia en esa parte del mundo. Y en un momento en el que los artistas contemporáneos chinos y coreanos parecen estar diciendo cosas más significativas que los del primer mundo. ¿Cuál es su percepción?
–Hay algo de todo eso. Podemos decir que en el campo del arte tecnológico el compromiso de los artistas chinos y coreanos es más fuerte que el de los europeos. En principio porque no parten desde una reacción hacia la tecnología y tienen que resolver una situación sociopolítica más compleja y eso hace que sean más creativos en la búsqueda de formas de expresarse. Además, también incluiría a los artistas africanos en esto, están menos atados a la historia del arte. Y eso los libera. Encuentran atajos para hacer cosas que se saltean etapas y pueden resolver sus tradiciones con el lenguaje del presente.
–El centro del arte pasó de París a Nueva York en la posguerra y luego a Londres y Berlín en los 90. ¿Se puede decir que el sudeste asiático es la próxima parada?
–Es complejo. Lo cierto es que hay una apertura más profunda a la tecnología. No tienen las reservas hacia mi obra que sigo encontrando en la cultura occidental, donde muchos especialistas en arte contemporáneo consideran mis propuestas meros artefactos tecnológicos. Como si no fueran arte contemporáneo en el sentido que se considera en Europa y los Estados Unidos. La categoría ha sido sobrepasada y por eso ahora se tiene que hablar de arte hipercontemporáneo o supercontemporáneo. Quienes deciden qué tipo de arte y artistas entran en el mercado o en el circuito de las ferias y bienales tienen un pensamiento que ya es antiguo. El cambio real va a suceder cuando esas posiciones sean tomadas por quienes nacieron después de 2000 con computadoras en los bolsillos y una vida en red naturalizada. Creo que en la pospandemia la legitimación de este tipo de arte ha empezado a cambiar. Porque la observación ya no es un valor, todos necesitan participar, estar en línea. Los artistas orientales tienen una situación distinta y ambivalente. Para poder ser integrados al circuito global tuvieron que aprender cierto lenguaje occidental, pero ahora, además, están agregándole a eso la relectura de sus propias tradiciones, lo que los vuelve muy distintos y atractivos. Este es un momento muy interesante para ellos para decir algo muy nuevo y específico. Algo muy fuerte que no puede ser dicho en los viejos lugares.
–Como fue su caso. ¿Tuvo usted que formarse en las nuevas tecnologías para hacer este tipo de obra?
–Tuve una educación artística muy tradicional desde el punto de vista europeo. Pintura al óleo y demás. Lo más nuevo entonces era el video y no había nadie que lo enseñara. Con lo cual mi formación, en ese aspecto, fue autodidacta. Tuve que entrenarme en gráficos para computadoras fuera del sistema artístico, como un investigador. Quería entender como funcionaban estas herramientas para poder emitir una opinión sobre sus consecuencias como medio. ¿Qué cosas le permitía hacer a la gente que antes no hubiera podido? ¿Cómo todo lo que hacían era modificado por el medio en sí mismo? ¿Qué potencial tenía eso en el futuro? Pero no soy un tecnólogo y mi objetivo no es hacer demostraciones espectaculares sino entender qué consecuencias buenas o malas puede traer el uso de estas herramientas en un futuro que no podemos prever.
"A partir de la Revolución Industrial y de la aparición de la fotografía, la máquina ha formado parte de la práctica artística o al menos ha tenido un impacto insoslayable"
–Uno de sus trabajos introdujo una pregunta muy interesante hace más de diez años: ¿Somos inmigrantes en un mundo de máquinas? Creo que es una cuestión latente ya en Metrópolis, la película de Fritz Lang de 1929, pero este parece el momento exacto para hacer esta pregunta.
–Estoy totalmente de acuerdo. A partir de la Revolución Industrial y de la aparición de la fotografía, la máquina ha formado parte de la práctica artística o al menos ha tenido un impacto insoslayable. Mucha gente sigue pensando que es cuestión de tiempo adaptarse a los nuevos medios. Pero no es solo eso. Es más bien pensar qué significa cambiar las herramientas del arte y qué y cómo pueden decirse nuevas cosas.
–Bien, ¿pero cuál es la respuesta a la pregunta que usted mismo introdujo en 2014?
–Que somos inmigrantes en un mundo de máquinas, sin dudas. Pero también que no podemos olvidar que las máquinas y el mundo de las máquinas forman parte de la humanidad. Las creamos nosotros.
–¿Qué hay que hacer con la inteligencia artificial (IA) entonces? ¿Regularla como la bioética o dejar que siga su camino sin intervenir?
–Es algo que sigue el mismo patrón de tecnologías anteriores. Cuando aparece, hay una parte que se fascina y otra que ve una gran amenaza y pide detener todo. Es un punto de vista muy banal. En el comienzo de internet fue lo mismo.
–¿Para ejecutar sus obras de alta tecnología tuvo que aprender a escribir código, a programar?
–No. Trabajo siempre en equipo y busco a las mejores personas para cada cosa. Y no puedo ser yo mismo el mejor con cada nueva tecnología que aparezca. Desde el principio decidí que la parte de software la delegaría en otros. Pero ese no es el punto hoy, porque una IA puede hacer un software si se lo pedimos. Imagínelo. Usted mismo puede pedirle a una IA que programe su sitio de internet o lo que fuese.
–¿La IA terminaría siendo el artista?
–No. Es como si pensáramos que todo aquel que forma parte del proceso de una obra de arquitectura es un arquitecto. En este caso es lo mismo. Lo mismo que un director de cine. Un artista de hoy tiene que tener ese tipo de colaboración.
–En el otro extremo, en obras como The Plot, se limitó a postear eslóganes en Twitter como podría hacer cualquiera. ¿Diría que estos medios son mejores para obras políticas que las grandes instalaciones o los ambientes virtuales? Ahora mismo, como usted hizo en esa obra, hay millones de desconocidos posteando memes y videos en IG, Tik Tok o Twitter. ¿No hay ahí una clase de arte popular que merecería tanta atención como el tipo de arte legitimado por bienales y ferias?
–Mis trabajos en Twitter pueden parecerse a lo que hicieron antes (las artistas) Jenny Holzer o Barbara Krueger. Jugué con la posición del emisor y la credibilidad de su mensaje. Cuando la gente escribe un mensaje o un meme en una red social, se supone que expresa su pensamiento. El mensaje no puede evitar una lectura sesgada y quienes están en desacuerdo no seguirán a esa cuenta. ¿Qué pasa cuando creas una caricatura de los seguidores de Trump compartiendo mensajes tan extremos que cualquiera que los lea sentirá que la cosa se ha ido demasiado lejos? The Plot es sobre eso. No se trata de pelear un lugar en el chart de la legitimación del arte sino de abrir otra puerta para el pensamiento crítico.
"Todos los países tienen sesgos sobre los que los artistas pueden actuar de manera crítica"
–La palabra “inmersivo” no es nueva para usted, que ha trabajado ese concepto desde hace décadas. ¿Qué piensa de esta fiebre por las exposiciones inmersivas de maestros del arte en gira como si fueran estrellas pop? ¿Es interesante para usted ver a Da Vinci, Van Gogh, Klimt o David Hockney usados como wallpaper virtual? ¿Qué hace que sea tan atractivo para el público?
–La gente está fascinada por el espectáculo. Estar inmerso en arte suena como algo motivador, estimulante. En el comienzo de las tecnologías inmersivas de representación esto es lo que yo buscaba evitar. Quería un público activo, que contribuyera de forma consciente con el trabajo. La pintura clásica distorsionada de la historia del arte es una forma de parasitismo cultural. Una experiencia propioceptiva que esconde el vacío de la propuesta artística. El empapelado [wallpaperism] dinámico reduce el arte a una experiencia de mera seducción retiniana. Seguimos esperando experiencias que despierten la conciencia en lugar de tener anestesiado al público.
–Aun cuando Hong Kong es un lugar muy distinto a Pekín sigue siendo parte de China. ¿Siendo un artista europeo cómo se lleva con un régimen que oprime la libertad de expresión, el uso de internet y el mismo lenguaje del arte contemporáneo? ¿Es un asunto idiosincrático o las cosas deberían cambiar ya mismo ahí?
–Todos los países tienen sesgos sobre los que los artistas pueden actuar de manera crítica. Estados Unidos y su culto a la intolerancia, las armas y la hegemonía; Rusia con su imagen de grandeza perdida pero con capacidad de daño y dominación. Podríamos escribir una larga lista de países, sino todos, que puede ser ilustrativa de las condiciones para el arte en cada lugar del mundo. En todos lados se encuentran maneras, asumiendo los riesgos pero superando los obstáculos. De hecho, son estos obstáculos los que justifican la existencia de la creación artística.
ARTISTA Y TEÓRICO DE LA VANGUARDIA TECNOLÓGICA
PERFIL: Maurice Benayoun
■ Maurice Benayoun nació en Mascara, Argelia, en 1957, y emigró de pequeño con su familia a Francia. Hoy vive en Hong Kong.
■ Artista, curador, crítico, se graduó en Bellas Artes por la universidad de la Sorbona. De 1984 a 2010 fue profesor en la Universidad de París, donde dirigió el Centro de Investigación, dedicado a las formas emergentes de arte.
■ Profesor universitario en Hong Kong, como teórico acuñó los conceptos de “fusión crítica” y “relatividad extendida”
■ Lo trajo a Buenos Aires “Presente Continuo”, un programa que busca ensayar ideas para un mundo transformado por la IA, la edición genética y la biotecnología, que cuenta con 35 becarios seleccionados en todo el país. Lo lideran la Fundación Bunge y Born y la Fundación Williams, con la colaboración de la Fundación Andreani.