Martín Caparrós: “La pandemia produjo un enorme grado de aceptación del control estatal”
El periodista y escritor, que acaba de reeditar El Hambre, asegura que la crisis sanitaria global agudizó los problemas preexistentes y reclama una política que ponga coto a la desigualdad
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A mediados de 2020, el escritor y cronista Martín Caparrós, una de las firmas más destacadas del periodismo en lengua española, dejó de escribir en The New York Times, molesto con sus editores, que metían mano en los textos del autor de Larga distancia, y volvió a un formato de la prehistoria digital: el blog. En Cháchara (chachara.org), Caparrós recupera uno de los núcleos del oficio de periodista, algo velado en la era del clic: la libertad.
En 2021, el grupo Penguin Random House reeditó dos de los grandes libros del escritor: el monumental ensayo El Hambre, de 2014, y la novela Un día en la vida de Dios, de 2001. Al primero el autor le agregó un epílogo escrito en el contexto de la pandemia, donde reflexiona sobre los escasos avances (por no decir retrocesos) que hubo en el mundo para desterrar el hambre de la Tierra. “La situación se deteriora, y te dicen que es culpa del coronavirus. Es y no es. El virus no causa nada: agudiza, si acaso, los problemas existentes, desigualdades existentes, pobrezas existentes”, afirma.
Desde Barcelona, el escritor respondió las preguntas de este diario.
¿En qué estado escribiste el epílogo de la reedición de El Hambre? ¿Perdiste las esperanzas respecto de la solución de algo que afecta a millones de personas?
No, no perdí las esperanzas. Si las hubiera perdido no seguiría pensando y escribiendo y hablando sobre el tema. Solo constato que, en los diez años que pasaron desde que empecé a trabajar en esto, no ha habido ningún progreso importante, ningún cambio significativo. Pero sí creo que se va a solucionar cuando dejemos de soportar que algunos concentren la riqueza alimentaria que tantos necesitan y consigamos los cambios necesarios para que eso no suceda. Como ves, estoy lleno de esperanzas.
¿Qué impide que los gobiernos busquen y encuentren una solución al hambre en el mundo?
Que los que sí lo intentan buscan solucionar los efectos pero no las causas. A lo sumo se empeñan en distribuir alimentos a los que los necesitan, cosa muy urgente y muy loable que no cambia las estructuras que hacen que los necesiten. Al contrario: refuerza la debilidad de los débiles, cada vez más dependientes de esas asistencias. Y los gobiernos refuerzan, claro, su propio poder como proveedores de lo más indispensable.
¿La economía y el mundo capitalista no tienen ni quieren tener una forma moral?
Bueno, más que una economía con forma moral yo hablaba de una forma moral de la economía. Que supone que los bienes estén equitativamente repartidos, que nadie carezca de lo que necesita, que nadie tenga mucho más que lo que necesita. Y entonces buscar una forma política que corresponda a esa idea moral de la economía, y no la forma de la economía que corresponda a una idea moralista de la política. Parece simple, y es lo más complicado. Pero confío en que alguna vez sucederá.
¿Qué cambios tiene la nueva edición de El Hambre?
Muchos menos que los que me gustaría, porque las cuestiones centrales, estructurales, no han cambiado. Trato, sin embargo, de reseñar la evolución de esta última década, que empezó con mejoras en la situación de América Latina y África pero terminó, ya antes de la pandemia, con un aumento de la desnutrición en esas dos regiones. Y al final, la irrupción de la peste, que ha creado una crisis de hambre como hacía mucho no había: alrededor de cien millones de personas más que no consiguen comer lo suficiente, dice la FAO. También incluyo algunas novedades: el desarrollo de la carne de laboratorio y cómo su difusión puede cambiar muchas cosas.
El lanzamiento coincide con el de Un día en la vida de Dios. ¿Qué relación hay entre ambos?
En El Hambre, la religión es un factor central. Eso mismo: quizá los dos libros son dos formas radicalmente distintas de discutir la mayor ficción de la humanidad, el cuento de dios. Por un lado, está claro que las religiones han sido, desde siempre, grandes justificadoras de la pobreza y, por lo tanto, del hambre. Casi no encontré hambrientos ateos, la enorme mayoría incluye a algún dios en el asunto: que si pasa hambre porque ese dios lo quiso, que si es un castigo, que la solución llegará “si dios quiere”. Desde un lugar radicalmente distinto, Un día en la vida de Dios, una novela, también trata de pensar sobre las religiones, reírse un poco: cuenta cómo, a partir de su miedo a la muerte, los hombres las inventaron con tanto esfuerzo. Todo eso contado con los recursos de la novela histórico-pop, que creo que es una categoría que no existe.
¿La acción del papa Francisco sirve de algo en tu opinión?
Durante quince siglos, la institución que dirige Jorge Bergoglio fue el mejor instrumento para que hubiera millones de pobres y hambrientos, so pretexto de que cuando murieran lo iban a pasar mucho mejor. La institución puede tener administradores más o menos amables, astutos o políticos, pero su base y su razón de ser siguen siendo las mismas. Y su estructura absolutista, con un monarca y una discriminación de género que en otra organización sería delito, sigue allí.
¿Cómo ves el plan Argentina contra el hambre del presidente Alberto Fernández, que quedó algo trunco por la pandemia?
No lo conozco en detalle. En diciembre de 2020 participé del acto de lanzamiento de la campaña contra el hambre; el Presidente me invitó porque, según dijo, mi libro lo había inspirado. Entonces dije que, aunque no vivo en la Argentina, estaba a disposición para lo que pudiera colaborar. No volví a saber de ellos hasta agosto, cuando leí en los diarios que iba a estar en una reunión de la que no sabía nada, y no nos entendimos. Por lo poco que sé, me parece que su acción está tan centrada en el asistencialismo como todos los gobiernos anteriores, desde el doctor Alfonsín con sus cajas PAN en adelante. O sea: no ha cambiado casi nada.
¿Se agravó la desigualdad global? ¿Te parece que esto socava las democracias?
Eso dicen los que producen esa desigualdad, ¿no? Es curioso, estamos en uno de esos momentos, tipo fin de fiesta, en que los muchachos ya muy borrachos ven lo que han hecho y se dan cuenta de que se pasaron, se asustan, temen las consecuencias. Ahora los grandes think-tanks capitalistas tratan de advertir que tanta desigualdad puede traer consecuencias peligrosas.
¿Creés que la pandemia reavivó el autoritarismo en el mundo?
En general, la pandemia produjo un grado de aceptación del control y del poder de los Estados como hacía mucho no se veía. Gracias al miedo y so pretexto de que era por nuestro bien, los gobiernos nos impusieron una serie de restricciones que no habríamos aceptado en ninguna otra situación. No salgas de tu casa, no abraces a tu madre, no vayas a trabajar; todo está, ahora, en saber si cuando se pase la pandemia vamos a mantener ese sometimiento. Sospecho que la reacción va a ser fuerte.
¿Hay un ascenso de los populismos de derecha en el mundo?
Cuando escucho la palabra populismo saco mi revólver, y entonces recuerdo que no tengo. “Populismo” es una de esas palabras mágicas que aparecen cada tanto y sirven para nombrar cosas muy distintas, siempre con tono de descalificación. Si la misma palabra se usa para definir a Maduro, Bolsonaro, Morales, Trump, Orban y Putin, esa palabra no está diciendo nada. O quizás habla de una época en que se discute sobre las formas de manejar los Estados, no sobre las formas de organizar las sociedades. La estructura económica y social no se discute; se disputa, si acaso, cómo se administra. La insistencia en condenar el “populismo” es el discurso de una época que no consigue pensar cómo podría ser distinta.
¿El gobierno actual en la Argentina cambiará el statu quo?
Si nos ponemos latinistas, el gobierno actual es por definición el statu quo, ¿no?
¿Cómo está la situación política en España? ¿Hay una “grieta”?
No. La hay, probablemente, en Cataluña entre independentistas y españolistas, pero en el resto del reino el espectro político se fragmentó y ahora hay cinco partidos nacionales con buena representación parlamentaria y sus alianzas cambian, como acaba de pasar en Madrid. Así que más que grieta lo que hay ahora es la difícil adaptación a una situación no binaria, con perdón. Ya nos va a tocar, espero.
¿Por qué empezaste a publicar tus textos en Cháchara? ¿Te cansaste de los medios tradicionales?
Me cansé de que un viejo diario norteamericano se arrogara el derecho de decirme qué podía escribir y qué no. Lo soporté durante un par de años por aquello de las letras góticas y su indudable sex appeal, pero no tengo tanta paciencia. Me pareció mejor armar mi propio lugar y escribir lo que quisiera cuando quisiera. Es un privilegio, lo sé, y es un placer. Y un esfuerzo.
¿Cuáles son los desafíos del periodismo en la actualidad?
Contar cómo vivimos. Con las técnicas que se puedan, más allá de las técnicas, creo que es el desafío de siempre, el que nunca se logra. Dejar de contar las reyertas y querellas de unos pocos que nos interesan cada vez menos y tratar de contar quiénes somos, qué hacemos, qué nos importa, qué nos espera. Salir de la minucia famosita, politiquera, inocua, y practicar el periodismo como gran fresco, no como retrato cortesano. Dejar de excitarse tanto con las revelaciones de lo que no sabemos y tratar de pensar, hacer sentido con lo que sí. Contarnos, reflejarnos, cuestionarnos, entendernos.
¿Vas a publicar una novela que prosiga la historia de Todo por la patria?
Sí, de hecho, para soportar el confinamiento decidí entregarme a la mala literatura: escribí sin parar, ocho, diez horas por día. Entre otras cosas, tres tomos más de la serie de Rivarola, el protagonista de Todo por la patria. Voy haciendo uno por año de historia, con peripecias que rozan lo que pasaba en la Argentina en esa “década infame”. En la novela de 1934 Rivarola ya empieza a trabajar en el diario Crítica y se mezcla con algún resto de la Zwi Migdal y la visita de García Lorca, en el 35 con la crisis de los frigoríficos y la muerte de Gardel, en el 36 con el principio de la Guerra Civil Española. Me divierto como un perro. Y en septiembre sale un –digamos– ensayo narrativo que trata de contar y entender qué es ahora América Latina. Se llama Ñamérica y es lo que estoy terminando en estos días.
¿Qué se siente ser un autor con su propia colección, la Biblioteca Martín Caparrós, en Penguin Random House?
Es raro ser una biblioteca. Me miro al espejo y me preocupa verme lleno de estantes. Pero creo que lo soportaré, porque también me da cierto gustito.
¿Cómo ves a la distancia el campo cultural de la Argentina?
Un “campo cultural” es, por suerte, algo que no se ve muy bien a la distancia: algo que funciona cuando estás inmerso en él. A la distancia lo que se ven son sus reflejos, siempre pálidos, siempre un poco deformes.
¿Te parece que de la pandemia, como se esperanzaron muchos, “saldremos mejores”?
No veo por qué. El efecto principal de la pandemia fue desvelar, obligarnos a mirar una cantidad de cosas que siempre tratamos de no ver. Ahora no podemos decir que no sabemos. El caso de las vacunas es una muestra de la locura en que vivimos y que aceptamos como normalidad. ¿Cómo puede ser que, en medio de semejante crisis, se siga manteniendo el “derecho” de las grandes farmacéuticas a conservar su lucro y regular la producción de algo que miles de millones de personas necesitan, algo que además fue investigado y elaborado con fondos públicos?
Hace poco escribiste un texto sobre la cultura de la cancelación.
Ya había oído esto de la “cultura de la cancelación” y me impresiona. ¿Entonces se puede decir por ejemplo “cultura de la quema” para nombrar la quema de libros? Hace unos días hubo un ejemplo casi risible: cuando la presión de redes y articulistas consiguió que la holandesa que iba a traducir a Amanda Gorman, la joven negra que recitó unos versos de autoayuda patriótica en la asunción de Joe Biden, tuviera que renunciar a hacerlo porque no es negra. Marieke Lucas Rijneveld es joven, es no binaria, escribe muy bien, pero lo que importaba era el color de su piel. Eso en mi barrio lo llamábamos racismo, y no siempre terminaba de gustarnos o por lo menos no quedaba bien que nos gustara.