Los cien cuentos de un peruano único
No siempre los libros póstumos producen alegría, como sí ocurre con Invitación al viaje, un inesperado tomito que acaba de aparecer de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). El peruano fue un cuentista sin pausa y después de mucho escribir había imaginado que no estaría mal llegar al centenar de historias: es apenas estadístico, pero no está de más confirmar que gracias a los cinco inéditos de este libro Ribeyro alcanza la meta redonda de las 100. Basta con sumarlas a las incluidos en la última edición de La palabra del mudo, que a la totalidad conocida le había agregado algunos textos de juventud. Lo curioso es la demora. Los relatos, escritos en los años setenta del siglo pasado, se encontraban prolijamente tipeados –con correcciones y agregados a mano– en una carpetita explícita: “Cuentos inéditos”.
"Ribeyro era un realista extraño, de esos que miran con un catalejo y van nublando lo que ven"
La tardanza, en todo caso, pega bien con el espíritu melancólico de Ribeyro, al que no le molestaba ser contraseña de unos pocos. Durante años, el único libro que circuló en la Argentina cuando estaba en activo fue Prosas apátridas, breves anotaciones que prolongaban su diario, que lleva a su vez un título que es toda una declaración de principios: La tentación del fracaso. En el prólogo a Invitación al viaje, el novelista colombiano Santiago Gamboa perfila de cerca ese temperamento. Cuenta cómo cuando se instaló en París, la ciudad donde vivía Ribeyro, lo persiguió por teléfono con la excusa de una entrevista. “No creo que tenga allá un solo lector” (por Colombia”) le respondió JRR para, deprimido, postergar el encuentro de semana en semana. Bastó, sin embargo, que Gamboa perdiera su único trabajo para que Ribeyro le dijera: “Ah, eso cambia todo”. Fue el inicio de una “desequilibrada amistad”.
Ribeyro siempre se mostró escéptico frente a las veleidades de la autopromoción. Le gustaba proponer de sí mismo la discreta imagen del perdedor solitario, por mucho que sus colegas del boom (al que nunca perteneció del todo) lo tuvieran como el mejor cuentista de su generación. “Estoy inferiormente dotado para la lucha por la existencia”, escribe en un cuaderno, a los 20 años, después de su paso por un trabajo de oficina. Mucho más tarde anotará: “Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará”.
Para escapar de esas versiones del tedio, Ribeyro –como tantos otros escritores latinoamericanos– se fue apenas pudo de su país. Recaló primero en Madrid y de ahí saltó a otras ciudades europeas hasta llegar a la capital francesa, donde por décadas fue periodista en la agencia AFP. Para el final de su vida volvió a Lima, ya enfermo y cansado, donde en el barrio de Barranco –tan bien retratado en su novela Los geniecillos dominicales– se pasaba las horas mirando la grisura del mar.
Fue el cierre de un círculo porque, a pesar de su cosmopolitismo, el grueso de su obra –desde Los gallinazos sin plumas, su primer libro, de 1955, hasta cuentos como “Silvio en el Rosedal”– se dedicó a recuperar de manera obstinada los tiempos de infancia y juventud, las ilusiones frustradas, los habitantes de su ciudad natal, personajes más bien oscuros o perdidos, barrios como Miraflores. Sus viajes, Europa y sus vicios (como en el magistral “Solo para fumadores”) son el complemento autobiográfico de ese microcosmos.
Ribeyro era realista, pero un realista extraño, de esos que miran con un catalejo y van nublando lo que ven través de la lente. Sus indicaciones topográficas son tan precisas que todavía hoy caminar por Lima –para cualquiera que lo haya leído– se parece a darse una vuelta por sus ficciones. Y viceversa: “Invitación al viaje”, cuento con título de reminiscencias de Baudelaire, es una manera de volver a su ciudad y a otro tiempo gracias al misterio de la literatura, esa gran realidad virtual.
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