Manuscrito. La guerra sin fin del soldado Onoda
La historia es legendaria. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, hubo un soldado japonés que continuó combatiendo en la jungla sin saber del fin del conflicto. Pocos recuerdan, sin embargo, su nombre: Hiroo Onoda. Menos todavía la cantidad exacta de tiempo que siguió librando su gesta imaginaria: 29 años.
Onoda es uno de esos héroes persistentes que parecía destinado al arte de Werner Herzog, el director alemán que puso a su cine y a sus personajes a medirse con la naturaleza. Lo curioso es que en vez de dedicarle una película, le haya dedicado una novela: El crepúsculo del mundo, de 2022, traducida hace poco al castellano.
"El soldado japonés pasó casi tres décadas en la jungla, sin saber que la guerra había acabado"
Las razones de haberse inclinado por la literatura son un enigma. Tal vez a su edad (tiene 81) Herzog ya no esté para la arriesgada aventura física de sus filmaciones in situ, como fueron en su momento Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo. O quizá sea un pacto con el protagonista. Como cuenta al comienzo del libro, el cineasta se reunió varias veces a conversar a solas con Onoda, un par de décadas después de su vuelta a la vida civil, y puede que ese vínculo resguarde una promesa íntima.
En todo caso, a falta de una película, El crepúsculo del mundo transmite esa experiencia radical (con alguna licencia, avisa Herzog) con palabras que valen tanto como mil imágenes. El montaje de capítulos salta, como fotogramas verbales, entre años, de 1945 a 1974.
¿Qué ocurrió para que Onoda permaneciera esa enormidad absurda de tiempo aferrado a la selva? Cuando los japoneses abandonaron la isla filipina de Lubang, al soldado le dieron la misión secreta de volar muelles y otras instalaciones para impedir la llegada de las fuerzas estadounidenses. Debía esperar, esa era la orden, el retorno de la Armada imperial. Su objetivo fracasó por la lentitud de la retirada y Onoda con algunos soldados optó por refugiarse en el interior. Contra lo que retacea la leyenda abreviada, no estuvo todo el tiempo solo. Llegaron a ser cuatro: el primero de ellos, Akatsu, se entregó a las tropas filipinas en 1949. Otro, Shimada, fue asesinado en 1954, durante una escaramuza. También el tercero, Kozuka, en 1972, no mucho antes del “hallazgo” del ya solitario Onoda.
Onoda no sabía nada del rumbo que había tomado el mundo, pero el mundo sabía de Onoda. Desde el principio, las incursiones en busca de alimento y los ataques a algunas poblaciones dieron noticias de él y los suyos. El malentendido puede seguramente explicarse por el estricto carácter y códigos nipones, que los resistentes llevaron al límite: cuando los aviones lanzaron volantes anunciando el fin de la guerra, concluyeron que eran un engaño para que se rindieran. Lo mismo ocurrió, muchos años después, cuando empezaron a encontrar diarios al azar con noticias para ellos inverosímiles. Los movimientos en el cielo, cambiantes, les indicaban los avances en materia de vuelo, y eran también motivo de sospecha. Onoda siempre fue consciente del paso del tiempo. Su gran lamento, cuando lograron que se entregara, fue descubrir que había fallado por pocos días en el cálculo de la fecha en que se encontraban. Fue un entusiasta de apellido Suzuki (que después moriría buscando al yeti en el Himalaya) la persona que se introdujo en la selva hasta dar con él. Y fue necesario que el viejo comandante de Onoda se presentara en Lubang para anunciarle jerárquicamente el final de la guerra para que así depusiera las armas.
Herzog no es mejor novelista que cineasta, pero transmite de manera casi táctil esa supervivencia siempre alerta, bajo el calor o la lluvia. Más de una vez, dice el director alemán, que lo escuchó de primera mano, Onoda se preguntó en la jungla si ese presente continuo sería real. Tuvo tiempo de seguir meditando el dilema: murió mucho después, en 2014, ya nonagenario, sin poder decidir si el sueño había sido aquel intenso purgatorio de tres décadas o el resto de su vida, por lo demás apacible.