Luthiers. Hacedores de violines, alquimistas del sonido
El músico Pablo Saraví rescata en un libro la historia de los artesanos italianos que trajeron al país la tradición de Cremona, cuna de los Guarnerius y los Stradivarius
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Pablo Saraví vio un violín por primera vez a los ocho años. Fue durante un concierto en la ciudad de Mendoza, al que lo llevó su padre. Quedó fascinado por la forma y por el sonido del instrumento. ¿Cómo podía brotar esa música de solo cuatro cuerdas frotadas con crines de caballo tensadas sobre una vara? Enseguida empezó, claro, a tomar clases. Progresó –y cómo– en sus habilidades como ejecutante, pero mantuvo a lo largo de los años un interés paralelo en ese mágico objeto musical, en su estructura, en su funcionamiento, en sus modelos y autores. Hoy es un músico extraordinario y un experto en violines.
Discípulo de Symsia Bajour, Alberto Lysy y Yehudi Menuhin, premiado en el país y en el extranjero, Saraví fue concertino adjunto de la Camerata Bariloche y hoy es concertino de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y de la Academia Bach. En su otra faceta acaso complementaria, la de investigador en la historia de la luthería de instrumentos de arcos, acaba de publicar el libro Luthería italiana en la Argentina, en el que rescata la vida y el trabajo de 64 luthiers venidos de Europa entre 1870 y 1950, que prolongaron aquí una tradición que nació en Cremona, Italia, a mediados del siglo XVI, y que hoy sigue muy viva. Se trata en su mayoría de artesanos exquisitos pero anónimos que trabajaron en silencio, a veces incluso con apremios económicos, pero que sin embargo hicieron escuela. El libro, con más de cien instrumentos fotografiados en papel ilustración de gran calidad y con el atractivo de un volumen de arte, se presentó el mes pasado en el Museo Fernández Blanco, donde el Cuarteto Petrus, en el que Saraví es primer violín, dio un breve concierto con instrumentos de algunos de los luthiers incluidos en el libro.
“Desde mis giras con la Camerata Bariloche, siempre busqué conocer a los luthiers y expertos en instrumentos, ya sea en Europa o Estados Unidos –cuenta Saraví–. Algunos me enseñaron mucho sobre las diversas escuelas de construcción europeas clásicas, comenzando por la italiana. En la década de 1990, Pierre Mastrangelo, un experto europeo que vivía en Lausana, Suiza, me preguntó sobre un par de luthiers italianos que habían vivido en la Argentina. Fue entonces cuando me sugirió la idea de investigar sobre el tema”.
"Un buen violín es, en sí mismo, una obra de arte. Primero está el misterio de su sonido"
Así empezó una pesquisa en la que el músico puso en juego dotes de historiador y hasta de detective para hallar el rastro de estos artesanos y reconstruir su vida y su obra. “Entre 1870 y 1920, el mayor número de inmigrantes vino desde Italia, casi tres millones. Muchos permanecieron en Buenos Aires y otros prefirieron ir a las provincias, donde creían tener mejores perspectivas. Obviamente, los luthiers buscaban ciudades donde hubiera orquestas, conjuntos musicales, conservatorios, teatros, etcétera. Por eso los destinos elegidos por ellos eran primero Buenos Aires, después La Plata y Rosario, y luego Córdoba, Mendoza y Tucumán”.
Aunque invisible, muchos de ellos traían con ellos un saber precioso. Un buen violín es, en sí mismo, una obra de arte. Primero está el misterio de su sonido, el espectro de colores sonoros que es capaz de ofrecer. También, su rango dinámico, desde un sutil pianissimo hasta un poderoso fortissimo. El instrumentista deber sentir que el violín no ofrece resistencia a su ejecución, dice Saraví, aunque no hay duda de que a un gran violín lo termina de completar la maestría del ejecutante que lo utiliza.
Podría decirse que el violín nació casi perfecto hace unos 450 años. Aquellos primeros violines de los maestros de Cremona son hoy los más cotizados. “El inspirado artesano que manufacturó aquel primer instrumento fue Andrea Amati, que nació en 1505, aproximadamente. Tanto los hijos de este Amati, llamados Antonio y Girolamo, como uno de sus nietos, Nicola (hijo de Girolamo) y un bisnieto, Girolamo II, continuaron la tradición artesanal y la condujeron a altas cumbres de perfección sonora y visual. Nicola Amati enseñó el oficio a Andrea Guarneri, Francesco Ruggeri y muy posiblemente a Antonio Stradivari, entre otros. A su vez, Ruggieri y Guarneri tuvieron hijos y nietos que continuaron la tradición. Uno de los nietos de Andrea Guarneri fue Giuseppe Guarneri, llamado “del Gesú” (de Jesús, en italiano), a causa de la cruz y las iniciales IHS que figuran en sus etiquetas de construcción. Este ilustre artesano y Antonio Stradivarius son las dos figuras más célebres entre los constructores de instrumentos de arco de todos los tiempos. Los instrumentos de ambos tienen una capacidad acústica y una sensibilidad milagrosas”.
"Destreza manual, precisión y método, mente abierta, mucha paciencia, buena vista y buen oído. Esos son los atributos del buen luthier"
Al violinista lo conmueven las historias de estos luthiers. Por ejemplo, la permanente inestabilidad económica de Luigi Rovatti (1863-1931), o la generosidad de Giacomo Mombelli (1886-1956), que además de luthier era profesor de viola y regalaba instrumentos a alumnos suyos que no tenían medios para comprarlos. Cuenta la historia de Matteo Bruni, que llegó a la Argentina en 1908, ya como luthier muy bien formado. “Firmó muy pocos instrumentos con su propio nombre y no llegó a ser tan conocido como merecía. Era un hombre de gran corazón. Alojó en su casa al joven Stelio Maglia, recibido en la Escuela Internacional de Cremona en 1948 y llegado a Buenos Aires como inmigrante, sin hablar castellano y sin un peso. En ese apartamento de la calle Uruguay al 600, Maglia vivió hasta que pudo tener una pequeña clientela propia, pero también ayudó a terminar instrumentos que había iniciado Bruni para sus propios clientes, pero que no lograba concluir por serios problemas en su vista. Bruni murió en la pobreza, en 1964. Maglia llegó a convertirse en luthier oficial del Teatro Colón”.
Destreza manual, precisión y método, mente abierta, mucha paciencia, buena vista y buen oído. Esos son los atributos del buen luthier. “El factor común es la pasión por el trabajo artesanal y por la música –apunta Saraví–. Los luthiers suelen decir que la posibilidad de dar vida a un instrumento desde un pedazo de árbol y llegar a escucharlo tocado por un músico en un teatro es una vivencia única, que va mucho más allá de lo económico”.
Saraví menciona a Franco Ponzo, que llegó a la Argentina tras la Segunda Guerra Mundial. “Durante la guerra combatió en el ejército italiano y fue tomado prisionero en Kenia. Durante su cautiverio, logró reunir materiales como para construir un cuarteto de cuerdas y con esos instrumentos tocó, junto a otros prisioneros, entre los que había algunos artistas, una función del Rigoletto de Verdi. Una anécdota increíble que habla del triunfo del arte y la belleza sobre los horrores de la guerra”, cuenta.
Hoy hay una línea de ida y vuelta que vincula Cremona con nuestro país. “Varios de estos luthiers italianos tuvieron aprendices que continuaron con la tradición. Alfredo Del Lungo, nacido en Florencia, fundó en 1950 la Escuela de Luthería de la Universidad de Tucumán, que aún forma luthiers profesionales. Entre los alumnos privados de algunos de aquellos inmigrantes y los de la Escuela fundada por Del Lungo hubo varios que fueron a estudiar en la Escuela Internacional de Luthería de Cremona. Conozco a cerca de una decena de los que hoy trabajan en Cremona. Tienen un nivel muy alto. En los últimos años, gracias al maestro Horacio Piñeiro (alumno de Franco Ponzo en su adolescencia), que ha organizado cursos tanto en Cremona como en la Argentina, se ha formado un interesante grupo de artesanos argentinos, algunos residentes aquí y otros en Cremona, que comparten conocimientos y una gran camaradería”.
¿Y qué violín tiene el amante de los violines? Supo tener un Guarnerius del Gesú, pero entre los tres o cuatro violines que hoy usa alternadamente tiene debilidad por un violín de 1917 que, como una perla olvidada, dormía casi sin uso en un anticuario de San Telmo. Lo encontró y lo compró, regalo del destino, en 1991. El instrumento resultó ser un Camillo Mandelli, italiano nacido en Calco y llegado al país a fines de siglo XIX. Mandelli fue el primer luthier que tuvo el Teatro Colón, donde trabajó hasta 1920. No hay caso: el que busca, encuentra.
El libro de Saraví se consigue en Casa Vendoma (Sarmiento 1459), en Asunto Impreso, Librería de la Imagen (Rodolfo Rivarola 115) y en el Museo Fernández Blanco.
Lungo mare, documental que cuenta la historia
La presentación de Luthería italiana en la Argentina fue acompañada por el estreno de Lungo Mare, documental de Sol Capasso que es una suerte de versión fílmica del libro. “En 2016, durante un viaje que hice a Cremona tuve oportunidad de dar una conferencia en el Museo del Violín sobre los luthiers italianos que emigraron a nuestro país y di un recital utilizando el Stradivarius de 1728 llamado ‘Vesubio’, que es patrimonio de ese museo. Una experiencia hermosa. Allí conversé con Sol y acordamos llevar el tema a un formato visual en forma de film documental. El marido de Sol, Martín Gabbani, es un luthier de muy alto nivel. Ambos son argentinos, aunque viven en Cremona desde hace varios años. Se filmaron imágenes y testimonios de distintos artesanos argentinos e italianos, tanto en Cremona como en Buenos Aires y Tucumán”, cuenta el violinista.
La música fue compuesta por Pablo Aguirre y por Saraví. Aparece el Cuarteto Petrus tocando con instrumentos de la Colección Fernández Blanco. “Es bueno vincular al Museo del Violino de Cremona con el Museo Fernández Blanco. Ambas instituciones tienen colecciones de instrumentos italianos antiguos extraordinarios. Esas colecciones contienen los mejores modelos para los luthiers contemporáneos de cualquier parte del mundo”.