Los poemas de Ósip Mandelstam que sobrevivieron a la purga de Stalin
Los cuadernos escolares en que siguió escribiendo a pesar de la persecución aparecen traducidos en la Argentina
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No fue la única víctima poética del totalitarismo soviético, pero Ósip Mandelstam (1891-1938) sufrió como nadie la fría furia encarnizada del georgiano Joseph Dzughashvili, al que le gustaba que lo llamaran “el padrecito de los pueblos”. Aunque había apoyado con recaudos al principio la revolución de octubre, después de la publicación de Tristia (1922), el poeta empezó a tener problemas con los comisarios literarios del régimen. Durante un tiempo se pasó a la prosa y por un período tuvo que partir al exilio interno en Armenia (de donde salió su singular Viaje a Armenia).
Hacía tiempo entonces que estaba en dificultades cuando en 1933 –mientras a su alrededor fructificaban las purgas de los procesos de Moscú– escribió el hoy famoso poema en que satirizaba a Stalin y que leyó en público en una ínfima reunión privada. Designaba al líder como “El montañés del Kremlin”: “Sus dedos gordos como gusanos son grasosos,/ y sus palabras, como pesas de un pud, cabales,/ se ríen sus bigotes de cucaracha/ y relucen las cañas de sus botas”.
Otro poeta, su amigo Boris Pasternak, que alguna vez recibió un intimidante llamado telefónico del líder, calificó el gesto de literalmente suicida. Años después, en 1937, Mandelstam terminaría por escribir una extensa “Oda a Stalin”, en un tardío intento de salvar su vida (“El nació en las montañas y la amargura conoció de la prisión./ Quiero nombrarlo: no Stalin: Dzhugasvili. Artista, conserva y cuida al guerrero: rodea todas su estatura con un bosque azul y húmedo de líquida atención”). Al régimen no le tocó ninguna fibra: nuevamente arrestado, el poeta murió al año siguiente, hambreado y debilitado, en un campo de en Vladivostok, en la frontera más oriental de la URSS. No llegó siquiera a Kolimá, es decir Siberia, que era su supuesto destino final.
En Contra toda esperanza, sus memorias, Nadiezhda Mandelstam (1899-1980), su viuda, dejó un registro escalofriante de toda esa ordalía. Nadiezhda lo acompañó en todas las etapas de su vida, con excepción de la última: se lo prohibieron. En un principio, Stalin decidió que Mandelstam –el caso se había vuelto demasiado público– debía ser aislado a la vieja usanza en algún sitio apartado. El lugar donde más permanecieron fue Vorónezh, en el sudoeste del país, subsistiendo en la más absoluta miseria. Fue allí donde Ósip logró reconstituir de memoria los poemas escritos entre 1930 y 1934 que le habían confiscado y en tres cuadernos escolares (no fue fácil conseguirlos) seguir adelante con su poesía. Son los imperdibles (y no perdidos gracias a Nadiezhda) Cuadernos de Vorónezh, que acaba de publicar Blatt&Ríos en traducción directa del ruso de Fulvio Franchi.
¿Qué es lo que impulsaba todavía al testarudo Mandelstam a escribir? No solo era un acto de supervivencia, sino también (como decía Mandelstam de Dante) una forma rítmica de respirar. Nada de lo que anotaba de manera clandestina tenía ningún viso de ir a ser publicado alguna vez. En aquellos días, revela Nadiezhda, tenían ya la certeza de que el tiempo era limitado y la extinción los esperaba a la vuelta de la esquina. Contra lo que podría esperar el lector, no hay en los versos ni inquina ni denuncias. El antiguo poeta acmeísta (la escuela a la que perteneció, con Nicolás Gumilov y Anna Akhmatova) escribe sobre el nuevo ciclo vital que se le impone dejándose llevar por las imágenes del río Kama o la presencia de un jilguero: “Amada levadura del mundo./ Sonidos, lágrimas y afanes, acentuaciones pluviales de la desgracia que bulle y pérdidas sonoras, ¿de qué minas las recobraré?”, dice la primera estrofa de un poema que tiene más de una versión. O también: “Todavía no estás muerto, todavía no estás solo, mientras que con tu amiga mendiga [por Nadiezhda]/ disfrutas la dimensión de las llanuras, la niebla, el frío y la nevisca. // En la pobreza lujosa, en la miseria pordiosera,/ vive triste y consolado./ Benditos son las noches y los días,/ y el trabajo de dulce voz es impecable.// Infeliz es aquel a quien, como su sombra,/asusta el ladrido e inclina el viento,/ y pobre es aquel que, semivivo,/ a la sombra pide limosna”.
La poesía de Mandelstam, como casi toda la rusa, anota Franchi, es rimada, pero basta la cadencia de estas versiones en castellano para llegar al quid de su lirismo inoxidable. Los versos citados son los más transparentes de la colección –Mandelstam era dado a la invención de neologismos y otras proezas verbales, como muestran las restantes piezas escritas en Vorónezh–, pero también lo más parecido a un autoepitafio del que se sabía sentenciado.