Los peligros de naturalizar la irracionalidad en tiempos de crisis
Basta experimentar amenaza o indefensión para que el odio, la violencia y los discursos intolerantes crezcan
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Desde 2020 vivimos amenazados por un virus cuya expansión no cesa. Restringimos nuestras libertades con fines sanitarios, convencidos de que sostener el pacto que nos vuelve una sociedad es lo que nos salvará de un contagio masivo y un colapso sanitario. Asistimos a la forma desaforada en la que los países ricos acaparan dosis de vacunas y se acentúan las desigualdades a nivel global. Es lógico que para millones de personas algunas convicciones e ideas que sostienen el mundo en el que viven se debiliten. Es lógico que descrean. Y a la vez, es comprensible que alguien que proponga soluciones sencillas a problemas complejos, basadas en la fuerza de la voluntad, en una esencia que nos vuelve resistentes a las dificultades, encuentre un eco favorable. Las mismas voces que señalan las acciones necesarias para resurgir señalan responsables y culpables: los extranjeros, una fuerza política, una nación, el vecino.
La historia no da lecciones, pero explica actitudes colectivas en situaciones similares a la realidad que vivimos, atravesada por la angustia, la frustración, el desencanto. Permite recordar lo que sucedió en el pasado cuando la respuesta frente a los fascismos fueron la pasividad, el silencio o la descalificación burlona de quienes se presentaron como salvadores. Los lectores habrán reconocido esas actitudes como respuestas frecuentes ante fenómenos similares contemporáneos, tanto los que hemos visto alcanzar el poder en países de enorme poder económico como los que asoman aquí mismo como posibilidad. Son respuestas ineficaces para fenómenos complejos, que se presentan en un contexto en el que la información favorece los posicionamientos rápidos. Eso contribuye a que dejemos de lado la reflexión y a que predomine el impulso del cardumen electrizado por las fake news.
En 1935, Winston Churchill publicó una semblanza de Adolf Hitler dentro de su libro Grandes contemporáneos. El texto se llama “Hitler y su opción”. Si lo exhumo es porque Churchill planteaba el dilema que enfrentaban las naciones europeas, reconocía una fuerza destinada a crecer y expresaba admiración ante el partido que encarnaba ese proceso en Alemania. Escribe: “No es posible formular un juicio justo sobre una figura pública que ha alcanzado las enormes dimensiones de Hitler mientras no tengamos ante nosotros, íntegra, la obra de toda su vida. Aunque las malas acciones no pueden ser condonadas por posteriores actuaciones políticas, la historia está repleta de ejemplos de hombres que han escalado el poder valiéndose de procedimientos feos y crueles, y hasta espantosos, pero que, sin embargo, al apreciar su vida en conjunto se les consideró como grandes figuras cuyas vidas han enriquecido los anales del género humano. Eso puede suceder con Hitler”.
El líder nazi, advierte Churchill, tenía la posibilidad de entrar a la historia como una figura positiva: “Aún no podemos decir si Hitler será el hombre que desencadenará de nuevo sobre el mundo otra guerra […] o si pasará a la historia como el hombre que restauró el honor y la paz de espíritu en la gran nación germánica y la reintegró serena, esperanzada y fuerte a la cabeza del círculo familiar europeo”. Pero, ante el cariz de los métodos nazis, dice el autor, “nos vemos obligados a tratar la parte sombría de la carrera y de la obra hitlerianas, sin olvidar la posibilidad de una alternativa luminosa ni cesar de esperarla”. ¿Se puede pensar que Churchill fuera un ingenuo? No lo creo. Pienso que las acciones humanas están condicionadas por lo vivido: Europa salía de una guerra que la había desangrado y atravesaba una crisis económica mundial. Ambas marcas generaban una mezcla de cansancio, prudencia y resignación, y aceptación de la barbarie.
Churchill reconocía que la derrota alemana en 1918 había parido a Hitler: “Fue el hijo del dolor y la rabia de una raza” y “quien exorcizó el espíritu de desesperación de la mente alemana sustituyéndolo por el no menos funesto, pero mucho menos mórbido, espíritu de venganza”. La construcción política de Hitler lo fascinaba: “Hitler y las legiones siempre crecientes que trabajan con él mostraron entonces, en su patriótico ardor y en su amor al país, que no había nada que hiciesen o no osasen, ni sacrificio de vida, miembro o libertad que no estuviesen propicios a realizar o a infligir a sus contrarios”.
Pero en esta virtud anidaba también la forma violenta y totalitaria. Hacia 1935, el Partido Nazi ya se había encumbrado en el poder en Alemania. Habían incendiado el Reichstag, proscripto al comunismo, aplicado una sangrienta purga interna, y ese año decretarían las Leyes Raciales de Nuremberg. Si el caudillo pudo hacer eso, dice Churchill, es porque “la carrera triunfal de Hitler ha seguido su movimiento ascensional no sólo por un amor apasionado de Alemania, sino por corrientes de un odio tan intenso que ha llegado a secar las almas de quienes van en su curso”.
¿Cómo había sido posible? Porque “el éxito de Hitler y, por descontado, su persistencia como fuerza política, no habrían sido posibles si no fuera por el letargo y la insensatez de los gobiernos franceses e ingleses, y especialmente, después de los tres últimos años”.
Nosotros, que somos el futuro de esas líneas escritas en 1935, sabemos de qué manera Hitler es recordado. Por eso creo que conviene retener la idea de la pasividad frente a la violencia y la intolerancia, que rompen diques y llevan a naturalizar la irracionalidad. Lo hacen de a poco, hasta que ya es tarde para torcer el rumbo de las cosas. No se necesita una guerra en ciernes para que eso suceda. Basta experimentar amenaza e indefensión, así como la inacción del Estado, para que el odio, la violencia y los discursos intolerantes crezcan. Alcanza con sentirse amenazado por una pandemia aparentemente interminable para que los derechos conquistados durante décadas, las leyes y los pactos, que son la única defensa de los débiles, se disuelvan en poco tiempo como muros de arena frente a la pleamar. Si no actuamos ante las mentiras, la manipulación de la información o el montaje de actos propagandísticos agresivamente espectaculares, terminaremos pagándolo muy caro. No hay que mirar muy lejos para ver cuáles podrían ser las consecuencias.