Los mantras del segundo ocaso kirchnerista
Nada es lo que parece en el universo de Cristina Kirchner. La larga retirada del poder intenta ocultarse detrás de negaciones, frases más cercanas al autoconvencimiento que a la convicción y consignas ajenas a la realidad.
Otra vez, como en 2015, la vicepresidenta ve llegar el atardecer. Pero ahora tiene menos recursos y está más expuesta a la intemperie que sobrellevó por apenas cuatro años durante la presidencia de Mauricio Macri.
"Cristina eligió enmascarar su desgracia y desde que recibió la primera condena por corrupción les hace decir a sus militantes que fue proscripta"
Ambos se eligieron sucesivamente como adversarios. En un juego de suma cero, cuando Cristina declinó, Macri tuvo su oportunidad. Y viceversa.
Una situación mucho más áspera predomina al cabo de años de mayor decadencia, más pobreza y un hartazgo social que se expresa incluso por los altos niveles de impopularidad de la dirigencia política.
Cristina eligió enmascarar su desgracia y desde que recibió la primera condena por corrupción les hace decir a sus militantes que fue proscripta. No es verdad, aunque los militantes reciten esa palabra como un nuevo mantra.
Aunque incómoda por la acumulación de pruebas que la llevaron a la condena, la vicepresidenta no perderá este año el derecho a ser candidata a lo que desee. Tiene todavía al menos dos instancias y mucho más tiempo que el que impone el calendario electoral hasta que el fallo sea confirmado. Si empiezan otros juicios y resulta también condenada, los fueros de los que dispone la mantendrán en libertad y en uso de sus derechos políticos.
Cristina dice que le prohíben ser candidata y es falso, pero su negativa a presentarse tiene que ver con otra cosa. Si en 2019 creyó que no podría vencer a Mauricio Macri, ahora tiene la certeza de que encabezar una lista ganadora es poco menos que imposible.
Alberto Fernández es un presidente que reconoce que no puede echar a ministros que no le responden
Desde que en diciembre hizo el anuncio de que no aspirará a ninguna candidatura, sus dirigentes no saben si repetir la consigna de la proscripción, prepararse ellos para un escenario sin su jefa o rogar para que revise su decisión y los ayude a sumar votos.
Cristina, condenada y corresponsable de un gobierno que fracasa sin interrupciones, es sin embargo la única carta electoral de sí misma. De los precandidatos del kirchnerismo, todos con bajo potencial, ella es la que más adhesiones concentra.
Es un logro paupérrimo si se tiene en cuenta que esa situación expone que la generación que prohijó no creció y se está agotando bajo su sombra. El gobernador Axel Kicillof, tal vez la única excepción a esa regla de una herencia marchita, expone a su vez gestos inocultables que apuntan a una retirada ante la posibilidad cierta de perder el control político de la Argentina.
Kicillof hace todo lo posible para ser mirado solo como candidato a una reelección que se decidirá por simple mayoría de votos al mismo tiempo de la primera vuelta de las elecciones nacionales en las que el voto opositor puede aparecer más fragmentado.
Con un conurbano que tiene el caudal electoral de la ciudad de Buenos Aires sumado al de las provincias de Córdoba y Santa Fe (según el último censo), retener la provincia de Buenos Aires es para el kirchnerismo asegurar un enorme y explosivo refugio desde el cual cercar y resistir “políticas neoliberales”, según su propia jerga.
En el plan está, también, la síntesis de toda una manera de concebir la política: lo que no es propio debe ser destruido.
El mal que afecta a Cristina es contagioso. El peronismo, que sigue subordinado a sus pasiones y problemas judiciales, tampoco tiene candidatos que garanticen continuidad.
Alberto Fernández dijo el lunes pasado a la periodista María O’Donnell que nadie le dijo que él no puede aspirar a la reelección. Tiene un problema peor: ningún dirigente importante de su coalición le ha dicho a él que debería intentar volver a postularse. Es un presidente que reconoce que no puede echar a ministros que no le responden, como Wado de Pedro, ni evitar que el jefe de Gabinete, Juan Manzur, lo abandone para ir a pelear una candidatura a vicegobernador. El peronismo clásico también busca refugio en sus feudos.
Sergio Massa viene hace tres meses prometiendo hacer aterrizar los precios sin encontrar una pista en la que pueda lucirse como un piloto exitoso. Sus impermeables deseos de ser presidente chocan con una realidad que no logra dominar.
La Cámpora coquetea con el ministro y trata de tenerlo cerca con la hipótesis de que, otra vez como Alberto Fernández, un candidato que tienda al centro resulte más rendidor que uno de los propios. Máximo Kirchner y Wado de Pedro nunca rompieron el cascarón de la incondicionalidad de la tropa propia.
El noviazgo kirchnerista con Massa incluye el supuesto de que él tampoco podrá derrotar a un candidato opositor, a pesar de la inestimable colaboración que presta al oficialismo la indefinición de Juntos por el Cambio. Hasta un punto, el kirchnerismo juega con fuego: no tiene candidato propio, empezando por la propia Cristina. El Presidente no le sirve y Massa, si por un alineamiento de los planetas llegara a ganar, sería el triunfo de un enemigo interno dispuesto a borrarlos del poder desde el primer día.
Los fieles esperan la próxima consigna mientras ignoran las que se derritieron en el tiempo. Desde la inicial “tierra arrasada” hasta la vulgar “Macri mufa”, la falta de sintonía con la realidad de los discursos ha agrandado una brecha que presagia otro tiempo amargo para la fuerza que predomina entre los argentinos desde hace dos décadas. Los kirchneristas tienen, todavía, la ilusión de un rapto de inspiración de Cristina que modifique el curso de un río que solo arrastra malos presagios. En la política suele haber menos magia de la que esperan las víctimas de esa correntada.