Los disparos artísticos de Oscar Bony
La ficha técnica podría no tener imagen, construye imagen visual a partir de la inaudita sumatoria de sus materiales. Dice: “Seis disparos de revolver, serie de amor y violencia, 1994: placa de metal dorado y blindex baleados en marco dorado de yeso patinado, placa de bronce con inscripción, 81 x 113 cm”. Podría ser el punto de partida para una serie conceptual en la que el mayor esmero del artista esté en extrañar esa ecuación que se sintetiza en “técnica mixta”. Y entonces solo placas y nada. La pared de la galería en blanco. En esta obra que se puede ver en la galería Cosmocosa los balazos salieron de una 9 milímetros manipulada por Oscar Bony (1941-2002) de cuyo taller en San Telmo se oían disparos que impulsaban a sus vecinos a llamar a la policía. Pero no había tiros sino una forma muy particular y explosiva de pintura. Bony no era como los activistas de Just Stop Oil, cuya defensa del ambientalismo entiende que deben atacarse los óleos de Van Gogh y Velázquez en la National Gallery de Londres en lugar de las oficinas de una petrolera. Intervenciones vandálicas que parecieran apelar al símbolo que el arte clásico todavía ocupa en el imaginario: se los ataca porque son el tesoro de una forma de acumulación basada en la destrucción del planeta. Pero la relación entre los “oil masters” y el combustible en base a fósiles (“petróleo”) es representativa de la infantocracia ambiente. Hasta podría decirse que activistas eran los de antes.
Bony tomó las armas del arte en todo sentido. Sus disparos de 9 mm continúan el espacialismo de Lucio Fontana (1899-1968), que el mundo considera italiano, pero nació en Rosario. Donde Fontana, con rigor estético, se dedicó a agujerear el soporte buscando el vacío infinito del espacio conforme la carrera espacial avanzaba, Bony cambió el buril por un revólver para hacer estallar el blindex que protegía sus autorretratos. Selfies suicidas que no pueden entrar en la categoría de arte vandálico pues atentar contra sus propias fotos enmarcadas era construir la obra y no destruirla.
Bony no está rompiendo nada en esta muestra de cámara en la que Cosmocosa exhibe obras poco vistas, algunas acaso (no hay certeza) nunca antes exhibidas. Excepto que a Bony le llegue su Cecilia Giménez (la gran antipintora del Ecce Homo de Borja) y decida que hay que llamar a la vidriería. Y entonces esto no sería un Bony.
Para quienes se habituaron a la balacera nihilista del autor de la emblemática La familia obrera (la exhibición de una familia ensamblada en un casting como escultura viva en el Di Tella) esta obra va un paso más allá. El vitricida ataca aquí la protección de una placa de metal dorado que lleva escrita la palabra “utopía”. Y subraya el carácter beaux arts de la obra al haberla enmarcado de manera neoclásica como una naturaleza muerta ramplona con atribuciones de museo antiguo.
Pero lo que está muerta aquí es la posibilidad de imaginar una salida. Bony carga el tambor de su nueve milímetros en los años del fin de la historia: es un sicario de Fukuyama ejecutando el espejo invertido. Una representación visual de la distopía tal como la describió el marxista estadounidense Fredric Jameson en su magnífico ensayo Arqueologías del futuro (2009). Para Jameson en la ciencia ficción, las historias distópicas (que parecen hegemonizar la producción cultural de los últimos veinte años) no anticipan el futuro sino que son una descripción alegórica del orden social y económico vigente, ineluctable.
Bajo ese marco elegante al punto de lo kitsch, Oscar Bony, el vitricida, hace que leamos esa palabra cargada de deseo revolucionario (en el sentido político o científico) como una tachadura. En la retrospectiva que Malba organizó en 2007, el historiador Marcelo Pacheco lo había llamado “El Mago”. Esta obra es un truco. Pero no en el sentido óptico del cinetismo, sino de un modo literal. A su galera (¿o galería?) ingresó una paloma que la historia convirtió en cuervo.