Liliana Heker. Retrato de una autora, de los comienzos precoces a la madurez creativa
A sus 81 años, la celebrada cuentista publicó su tercera novela, donde se repasan los misterios de la escritura y de la edad, y reeditó un volumen de conversaciones, que incluye a Borges
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La primera vez que tuvo que hacer una composición estaba en segundo grado del primario y de una lámina aburridísima inventó una historia. “Escribir me dio un placer enorme”, recuerda Liliana Heker, casi 75 años después. Ese deseo vital la acompaña aún hoy.
La escritora publicó este año su tercera novela: Noticias sobre el iceberg (Alfaguara). “Cuando era joven ni me imaginaba a esta edad”, dice, en el estudio de su casa en San Telmo, un edificio centenario en el que vive junto a su compañero Ernesto Imas y sus gatos, Prascovia y Brando. “No, no pensé que a mis 81 años fuera a escribir una novela: además de oficio, se necesita energía durante más tiempo. A un cuento lo empezás y más o menos en cierto tiempo lo terminás; la novela es más a largo plazo y puede que no la termines... así que me puso feliz”.
La protagonista de Noticias sobre el iceberg es Greta, una escritora de más de 70 años que, después de dos novelas exitosas, no logra volver a crear y hace 22 años se retiró de la vida pública: vive recluida en compañía de su gata Prascovia, inspirada en la felina atigrada que se instala temprano en la repisa sobre el escritorio en el que Heker escribe; es la misma a la que le fascina meter la cabeza en la impresora cuando van saliendo las primeras versiones de nuevos textos de la autora. “Hay gatos escritores”, como dice en un momento la protagonista.
¿Por qué no puede Greta terminar la novela que se propuso? ¿Cuál es la crisis que la paraliza? Dos jóvenes que se acercan para develar el misterio de una escritora a la que admiran abren en la novela un diálogo que recupera la voz apagada de Greta.
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Cuando llegó a la Rural, durante la 48ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, a presentar su última novela –de jeans elastizados, zapatillas y un camperón canchero que le pasa las rodillas– Heker era pura energía. Se la veía contenta de encontrarse con tantas caras conocidas que se acercaron a escucharla. Y entonces la vio: “¡Mi hermana, mi amor...!”, exclama Heker, apenas detecta a Sussy entre la multitud sentada esperando el momento de ingresar a la sala. Sonreían, se abrazaron, como si fueran niñas. Su hermana, seis años y medio mayor que Liliana, siempre fue un incentivo para la pequeña. Cuenta que sus compañeras del colegio le decían Einstein.
“Mi hermana es muy importante”, dice Heker, con una taza de té humeante, frente al escritorio de madera donde escribe. “Ella leía mucho desde muuuuy chiquita y además era terrible. Yo quería jugar y ella no quería jugar conmigo, salvo a las preguntas y respuestas. Me preguntaba: ¿quién escribió La Ilíada? Homero. ¿Quién escribió El Quijote? Cervantes. ¿Quién escribió La divina comedia? Yo no sabía. Me decía: ‘¡Sos una bruta! ¿Cómo a los seis años no vas a saber quién escribió La divina comedia?’ Así era”. Mueve la cabeza de melena corta para ambos lados, vuelve a sonreír repleta de recuerdos.
Para Heker, su hermana fue un espejo donde mirarse mientras crecían juntas. “Además nos divertíamos mucho. En mi casa, plata no había, pero sí había mucho sentido del humor. Y mucho amor, también”, recuerda. Dice que una de las cosas que la enamoraron de Ernesto, su pareja hace 40 años, es justamente el sentido del humor que también comparten.
“Mis padres habían hecho nada más que la escuela primaria. Eran muy inteligentes. Los dos leían”, dice. Algo en lo que insistían ambos era en que sus hijas estudiaran. “Si no fuera por la educación pública, que además era de excelencia, no estaría acá hablando. Mis padres nunca habrían podido pagarnos una escuela privada a mi hermana y a mí”, dice. “Somos lo que somos por la educación pública, por eso es tremendo, demencial lo que nos pasa”, dice, en referencia al actual ajuste contra la cultura.
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Con quince años, Heker ya había leído Jean-Christophe, la novela en diez volúmenes de Romain Rolland. “Ahí pensé: no debe haber una actividad más hermosa que la creadora. Y empecé a escribir mucho más: escribía como desahogo, sobre mis estados de ánimo, sobre las cosas que me enojaban”. Aún no llevaba su diario, que empezó a sus veintiún años, sino que escribía en hojas de bloc Rivadavia.
En su casa suponían que, tanto ella como su hermana, seguirían la carrera científica. A las dos se les daban muy bien las matemáticas. Su hermana se inclinó por Bioquímica. Liliana prefirió la Física, carrera que cursó durante cuatro años. Está agradecidísima de esa etapa de formación. Además, tal como señala Greta en la última novela: “Yo soy cuántica, ¿sabías? Avanzo a saltos”. Una descripción que Heker acepta para sí.
Pero, pese a sus habilidades intelectuales para las ciencias exactas y la fascinación de sus padres, ella estaba apasionada, secretamente jugada por la literatura. Y, sin saber muy bien qué significaba eso, había decidido que quería trabajar en una revista literaria. “Estaba muy tironeada por la literatura”, dice. “Y cada vez más”.
No se equivocaba. En lo que lleva de vida, con 81 años, su obra está compuesta de tres novelas, diez libros de cuentos, seis de ensayos, antologías que comparte con Antonio Dal Masetto, Silvina Ocampo, María Esther de Miguel, Julio Cortázar, Abelardo Castillo, Sylvia Iparraguirre, Mario Vargas Llosa, Héctor Tizón, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, entre otros; fue formadora de escritores como Samanta Schweblin, Pablo Ramos, Guillermo Martínez, Inés Garland, entre tantos más: dio talleres literarios durante 45 años.
En paralelo a la carrera de Física, a los 16 años también buscaba una revista literaria donde trabajar. En un kiosco dio con el número uno de El Grillo de Papel, que dirigía Abelardo Castillo. Escribió a la editorial, que llamaba a jóvenes que quisieran sumarse y dejaba una dirección de correo postal. La llamó Castillo, se encontraron un jueves en el café Las Violetas, en Almagro, el barrio de la infancia de Heker. “Charlamos, charló él, sobre todo. Yo lo escuchaba”, recrea las reacciones de aquella jovencita que ella era. “Él, deslumbrante”, agrega. Le propuso ir a las reuniones de la revista, que eran los viernes en el Café de los Angelitos. “No era lo que es ahora: era un gran café al que iban hombres a jugar a los dados”, acota Liliana.
“Al día siguiente, me aparecí a las 8 de la noche en el Café de los Angelitos y ahí, el 21 de enero de 1960, a los 16 años, entré a la vida literaria”. Las discusiones sobre literatura y sobre política que tenían los varones la cautivaron. “Eran todos hombres, eran los jóvenes escritores, sus novias y yo, que iba por las mías”.
El primer número de El Grillo de Papel había salido a la calle el 28 de septiembre de 1959 y su consejo directivo estaba integrado por Castillo, Arnoldo Liberman, Oscar Castelo y Víctor E. García. A ese grupo se sumó Heker, que empezó a publicar sus primeros cuentos y, con 17 años, ocupó el puesto de secretaria de redacción.
A fines de 1960, El Grillo de Papel fue prohibida por un decreto de Arturo Frondizi, junto con otras publicaciones. Pero eso no la detuvo: también con Abelardo Castillo, con quien compartieron desde entonces una admiración mutua, fundaron El Escarabajo de Oro. “Estaba metida hasta la cabeza, completamente, en la literatura”, acota Heker, en este recorrido retrospectivo de sus inicios como escritora. En 1966 recibió la Mención Única del Premio Casa de las Américas por su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza.
–¿Nunca quiso estudiar Letras?
–No, nunca se me ocurrió. Para mí la literatura era escribir, escuchar esas discusiones apasionadas que teníamos todos sobre algún cuento, si esto funcionaba, si no funcionaba, eso fue la escuela. Era leer muchísimo. Era actuar: hacer la revista, seleccionar el material, colaborar para hacer el editorial, corregir las pruebas, diagramar, distribuir la revista en los kioscos. Estaba totalmente metida en la literatura.
Después de El Escarabajo de Oro, que salió hasta 1974 y fue una de las revistas culturales más emblemáticas de la década de 1960, a fines de 1977, junto a Castillo y Sylvia Iparraguirre, fundó El Ornitorrinco, que se publicó hasta 1984 y fue uno de los espacios emblemáticos de resistencia cultural durante la dictadura cívico-militar instaurada el 24 de marzo de 1976.
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“El paso del tiempo a mí es un tema que me cautiva”, reconoce Heker. “Siempre me perturbó, desde que empecé a escribir, que las escritoras no tuvieran fecha de nacimiento”, dice. “Para un escritor o escritora el momento en que nace, pasa su infancia, su adolescencia, lo que atraviesa su historia es fundamental. Un escritor no puede renunciar a su propia historia porque el material más rico que tiene para construir sus ficciones es su propio tiempo”.
Greta, su última protagonista, tiene más de 70 años y, más que el miedo a la muerte, teme no poder terminar esa gran novela que se prometió y no consigue escribir. “Su miedo es ese: dejar algo inconcluso, dejar su vida inconclusa. Lo cual es un disparate, porque uno nunca termina, no llega a nada en la vida. No hay tal lugar para decir: ya llegué, acá se terminó. Si llegaste hasta acá: ¿ahora qué? Siempre hay que ver qué pasa de ahora en más”.
–¿Tuvo un parate importante como escritora? Eso es muy fuerte en la novela, por lo que desencadena...
–Sí, he tenido varios parates, algunos más graves que otros. En general, hay un parate normal cuando uno termina un libro. Después de que publiqué Los que vieron la zarza no sabía esto y vino un parate y fue terrible porque no tenía experiencia. Siempre había escrito a lo loco: desde que entré a la revista y escribí el primer cuento no paré. Escribí muchísimo y seleccioné los mejores para mi primer libro y, después, nada; no me salía, no podía terminar o escribía cuentos que no me importaban y eso para mí fue bravo. El clic lo hice con mi cuento “La llave”. Encontré una nueva manera de contar. Pero hubo varios parates en mi vida.
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En esos años en que no escribió ficción, Heker publicó el libro de entrevistas Diálogos sobre la vida y la muerte, que atesora y acaba de reeditar el sello Hugo Benjamín. “Yo amo ese libro, fue maravilloso hacerlo”, dice. Allí hay entrevistas a Jorge Luis Borges, a Abelardo Castillo, a Tato Pavlovsky, a Ana María Shua, a Roberto Fontanarrosa, de los escritores, y también a científicos extraordinarios. “Es un libro deslumbrante porque uno nombra mucho la muerte, pero en realidad no piensa demasiado en la muerte”, dice.
–¿Qué recuerda del encuentro con Borges?
–Fue realmente hermoso. ¡Borges estaba tan encantado hablando de la muerte! El único. Al principio, le pregunto: ¿Qué le sugiere la palabra muerte? Dice: una gran esperanza, la esperanza de dejar de ser.
¿Cómo le impacta a Heker la idea de la muerte? Cuando revisó este libro para publicarlo en 2003, en las vísperas de cumplir 60 años, empezaba a sentir que la muerte era un tema más palpable de lo que había sido antes. Ahora, con su nueva versión sobre el escritorio, podría pensarse que el asunto se vuelve más acuciante. “Por tercera vez, estos Diálogos me intiman a situarme sin armadura ante el abordaje de la muerte”, empieza el prólogo de la edición publicada este año. Suma esa idea a la conversación, que empieza a llegar a su fin, como la tarde. “Para mí, a esta altura de mi vida, el tema no es la muerte, es la vida. La vida es algo que me apasiona porque es ese bien que uno sentía tan cotidiano, que ni pensaba en ella, es un bien invalorable. Pienso mucho en lo que significa la vida”.
Heker encaró dos proyectos para este año: un libro de cuentos, para el cual ya tiene seleccionados los relatos, y otro de no ficción, con episodios de su vida.
El tema no es la muerte, sino la vida.