
Lecturas. Un padre y un hijo a través del tiempo... y los coches
En Estoy enamorado de mi auto, Fernando García explora en tono de crónica el vínculo con la figura paterna, entre lo íntimo y lo público, lo subjetivo y las marcas de época
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Cada padre es muchos: el coloso inalcanzable que miramos desde el bajío de la infancia, el frecuente titular de autoridad –por ende adverso– que confrontamos en la adolescencia y, finalmente, el hombre que va envejeciendo por delante nuestro en la adultez compartida. Sin duda habrá otros, pero esos tiempos y perspectivas marcan intensidades –valga aquí la analogía– que remiten a la caja de cambios: en primera estamos ante la fuerza total aunque breve; en segunda, ante la transición ineludible; en tercera, a un ritmo apto para reaccionar a las asperezas del camino abierto. De todo eso trata Estoy enamorado de mi auto, en cuya prosa brillan postales de una relación que despierta empatía.
“I’m in Love with My Car” –la canción que en español da título al volumen– corresponde al lado B de un single lanzado en 1975 por Queen, banda que seis años después daría el primer superconcierto de rock en la Argentina. Hablamos del siglo pasado y, en consecuencia, de infancia y juventud del autor, período subjetivo (que probablemente abarque también a gran parte de sus lectores); época en la que el padre importa, encarna potestad, sapiencia y el poder al que solemos confiarnos.
Aquella influencia paternal inicialmente absoluta que decrece con los años –y persiste, e incluso pude agigantarse tras la muerte– es la que explora Fernando García, en este caso mediada por el mundo del automóvil: vehículo narrativo, motor y lenguaje de sus páginas donde laten desencuentros ínfimos y a la vez mayúsculos: “Le pedí que me trajera Almendra en Obras, el álbum que se había editado del concierto reunión al que no me dejaron ir. Y volvió (…) con un disco simple. ‘¡Esto no es Almendra, pa!’ le dije atisbando apenas la funda. ‘Pero sí, el vendedor me dijo que era el nuevo. Ponelo en el equipo’. No hizo falta. El disco era el simple de ‘Bobby mi buen amigo’ un jingle que Poggy Almendra había escrito para el ‘Operativo Sol’. La canción esa que se sigue cantando en la cancha con la letra intervenida”.
La sagrada trinidad padre-auto-hijo (¿triángulo de hierro?) tiene algún antecedente literario, pero el asunto padres e hijos está a otro nivel; constituye casi un subgénero milenario en perenne reformulación. Desde el Edipo Rey de Sófocles, pasando por el Hamlet de William Shakespeare, Padres e hijos de Iván Turgueniev, La invención de la soledad de Paul Auster, La muerte del padre de Karl Ove Knausgård (primer tomo de la hexalogía autobiográfica Mi lucha) o Patrimonio de Philip Roth, y entre nosotros Un padre extranjero de Eduardo Berti o el reciente El secreto de Marcial, de Jorge Fernández Díaz, hablar del padre –los ejemplos sobran– parece uno de los mejores caminos para hablar de uno mismo.
Y así como la patria es la lengua, cada padre es también un país. En este caso el vínculo, signado por la hispánica figura patriarcal, concita el inevitable –necesario– choque, pese a todo, tan hiriente como amoroso. Entonces, la voz del autor y periodista argentino fluye en un registro relacional muy distinto al que plantea, por ejemplo, “Retrato de un hombre invisible” (primera parte de La invención… de Auster).
Si el estadounidense procura reconstruir ciertos lazos desdibujados tras “un individuo oculto” (así describe a su padre), ese intento parece carecer de puentes históricos, de guiños, de huellas materiales: “No hay nada tan terrible como tener que enfrentarse a las pertenencias de un hombre muerto. Los objetos son inertes y solo tienen significado en función de la vida que los emplea”. García, en cambio –en dirección inversa, e inversa proporcionalidad– tiende conexiones inagotables de identidad y localía; cohabita, vivencia, respira de cerca el espacio de su ascendiente, ese eterno vendedor de autos usados que instaló con él códigos varios: “Papá nunca me preguntaba por la salud, el dinero o el amor. Por mi hija o su nieta. La conversación siempre empezaba con cuatro palabras de rigor, expresadas con particular entusiasmo, a mitad de camino entre la pregunta y la exclamación: ‘¡¿cómo anda la máquina?!’ La máquina no era el cuerpo. La máquina no era el sexo (…) La máquina era el auto”.
Fernando García, narrador ágil, alternativamente irónico, nostálgico, ferviente evocador, maneja con destreza la ósmosis de la crónica: entra y sale de lo íntimo a lo público, sobrevolando entornos familiares y barriales de carácter reconocible, exhalando espesa porteñidad. A tono con la “argentinidad al palo” de este lazo, Estoy enamorado de mi auto incluye un insert en papel ilustración que confirma la semiosis. En la reproducción de piezas gráficas publicitarias refulgen insignias criollas que ornaron nuestro firmamento automotriz: el mítico Torino de Industrias Kaiser, la voluptuosa cupé Chevy (“La gran tentación”); el Fiat 600 (“único chico que pica a lo grande”) la F100 (“Pick up que solo le gusta a la mayoría”) entre otras perlas de la comunicación concebidas por creativos redactores.
Como el ruso Turgueniev (contra todo rasgo aspiracional, lo eslavo siempre será más argentino que anglosajón) García da cuenta de dos cosmovisiones que enmarcan la colisión en términos culturales. En el hijo, el rock, el arte, la literatura, la pregunta. En el padre, la mecánica, el funcionamiento lineal de las cosas, lo unívoco: la certeza. Y, entre ellos dos, un nexo que devuelve al título: “I’m in love”… himno a la sensualidad maquinal; tema del baterista Roger Taylor que el frontman Freddy Mercury se negaba a grabar por encontrar ordinaria tamaña “oda a la máquina” y al sexo (los rugidos del motor que se escucha en la pista son del propio Alfa Romeo de Taylor, cuya letra juega al doble sentido).
“Pensaba que habías vuelto, al fin, después de tanto morir” le dice Fernando a su padre tras recordarlo en un sueño. Es que el asunto de ser hijo va y vuelve hasta lo irreversible, hasta la despedida, cuando todo lo pendiente se convierte en impotencia. Cómo sobrevivir a la vida adulta y huérfana sin quien fue cielo y suelo; esa cuestión subyace en esta historia, que fluctúa también entre lo viejo y lo nuevo. Entre aquello alternativamente feliz o lo contrario. Historia, al fin y al cabo, sobre todos los padres, el padre; una evocación que irradia resonancias y sólo puede contar un hijo.

Estoy enamorado de mi auto
Fernando García
Planeta
272 páginas
$ 28.900
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