Lecturas: Los vivos y los otros, de Eduardo Agualusa
En Los vivos y los otros, su última novela, el reconocido autor angoleño propone una historia de alcances alegóricos, que oscila entre el realismo mágico y la búsqueda de identidad de la literatura africana
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En América Latina, hace unas décadas, el omnipresente y contagioso aliento del realismo mágico intentó convertirse en “victimario” y no víctima de las expectativas europeas. Aunque con ingredientes distintos, la literatura africana de hoy parece librar una batalla similar entre la furibunda oposición a la mirada etnocentrista y simplificadora, que pretende extraerle hasta la última gota de exotismo, y la necesidad de ser auténtica; es decir, la de tematizar y convivir con sus creencias, sus ritos y sus misterios.
Los vivos y los otros, la más reciente novela del angoleño José Eduardo Agualusa (Huambo, 1960), uno de los escritores africanos y asimismo en lengua portuguesa de mayor circulación en la actualidad –su obra ha sido traducida a más de una veintena de idiomas– enfrenta ese conflicto desde dos perspectivas diferentes.
Por un lado, el artefacto total de la novela oscila –siguiendo la famosa distinción de Tzvetan Todorov sobre lo fantástico– entre lo extraño y lo maravilloso; es decir, entre lo que podría tener una explicación racional y lo que exige que nos rindamos a una lógica absolutamente propia. La novela emplaza esa tensión en su núcleo argumental y poético.
Por otro, al tener como protagonistas a un abanico de escritores africanos, aquella lucha de intereses hace también pie en la propia experiencia de los personajes, cuyas obras buscan abrirse paso entre esos dos polos que por momentos parecen no ofrecerles tregua.
El argumento de Los vivos y los otros encuentra a Daniel Benchimol, suerte de álter ego –si no es el autor, establece con él numerosos guiños– que ya figura en otras novelas de Agualusa como La sociedad de los soñadores involuntarios, en la Isla de Mozambique. Es un espacio poblado de fantasmas, entre otros el de esa figura tutelar de la literatura portuguesa que fue Luís de Camoes, quien se supone –su vida ofrece pocas certezas– escribió allí al menos un puñado de los versos de Los lusiadas, su obra magna.
La Isla de Mozambique, antigua capital del país al que le dio nombre, es una ciudad insular de apenas tres kilómetros de longitud, que está conectada al continente por un puente de similar extensión. Allí se desarrolla, en la novela de Agualusa, un festival literario que reúne a escritores de toda África y en cuya organización Benchimol secunda a Moira, su pareja, embarazada de casi nueve meses: la mujer por la que se ha mudado a esa ínfima isla en la que otros se sienten paradójicamente encerrados, pero que a él le regala una nueva oportunidad.
El festival, como suele ocurrir con los de su especie, representa para quienes participan en él una instancia preeminentemente social en que lo más jugoso se desarrolla por fuera de las mesas redondas o la pompa de los escenarios. En este caso, el encuentro ve además trastocado su desarrollo desde el comienzo a partir de una serie de sucesos, primero incómodos, luego sugestivos, más tarde inquietantes o inexplicables: del corte de energía eléctrica que apenas logran paliar unos vetustos generadores y la consecuente falta de conectividad al progresivo aislamiento y la aparición cada vez más concreta de presencias injustificables o espectrales.
Sin revelar más que un indispensable primer eslabón de semejante quimera, bastará decir que allí se encuentra el punto de inflexión de la novela, en la que los personajes de los libros de los escritores que forman parte del festival se tornan cada vez más tridimensionales, causa o consecuencia del eco desmesurado del aleteo de una mariposa.
La realidad parece tener pies cada vez más barrosos en Los vivos y los otros –hay en ese giro estructural resonancias inevitablemente borgeanas– y, en esa deriva, literatura y vida se retroalimentan. Benchimol y Moira son solo la punta del ovillo. El carácter coral de la novela procura que a cada momento se reaviven en los personajes (las poetas angoleñas Ofélia Eastermann y Luzia Valente, el mozambiqueño Uli Lima Levy, los nigerianos Cornelia Oluokun y Jude D’Souza) diversas modulaciones de la búsqueda de la identidad. Entre ellas, ocupan un sitio medular las miradas de cada nación africana sobre la colonización europea y las consecuencias de la independencia.
Como sucede con otros escritores en lengua portuguesa nacidos en las excolonias africanas –el mozambiqueño Mia Couto, la angoleña Djalmilia Pereira de Almeida–, es decir, en repúblicas que no llegan a cumplir medio siglo y que son hijas de la Revolución de los Claveles, Agualusa instala en sus criaturas la lógica relación dual entre la imposibilidad de desprenderse del pasado reciente y la reticencia o el odio para con aquel que entre otras opresiones ejerció la de imponer su lengua. El conflicto, con todo, luce en el libro algo edulcorado, al margen de la lectura metonímica que puede hacerse de la Isla de Mozambique y las peripecias de esta novela respecto del destino de todo un continente.
Más allá del interés sociopolítico que despierta la ficción de Agualusa y de sus visibles hallazgos para desdibujar los límites de lo real, Los vivos y los otros también resulta de a ratos superficial. En particular por el modo en que construye a los escritores como personajes y a las relaciones entre ellos, repletas de lugares comunes y convicciones no muy lejanas a eslóganes vacíos.
Bajo otro prisma, quizá pueda considerarse ese aspecto de Los vivos y los otros como una amonestación o un recordatorio de que los escritores, con frecuencia, no tienen mucho más que decir que lo que ya han sabido plasmar en sus páginas.
Los vivos y los otros
Por Eduardo Agualusa
Edhasa. Trad.: C. Solans
224 páginas/$ 3650
La sociedad de los soñadores involuntarios
Por Eduardo Agualusa
Edhasa