Lecturas: Las paradojas de la urgencia ecológica
El novelista Jonathan Franzen y un filósofo francés meditan cómo pensar el cambio climático desde una óptica más realista
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¿Qué tipo de animalidad es la humanidad? Ante esta pregunta, el pensador alemán Peter Sloterdijk suele decir que el hombre es el ser que ha fracasado en ser y permanecer animal. Esto significa que, en contraposición a lo repetido por muchos discursos ecológicos, la voluntad de reconstruir o retornar a algún tipo de equilibrio entre el hombre y la naturaleza gira sobre un eje falso. Si el hombre se remontara hasta los inicios fundacionales de su historia antropogenética, en el instante de hermanarse virtuosamente con su naturaleza animal, dejaría de ser humano. Es frente a esta paradoja, pero sin caer en las trampas románticas de una simbiosis pura e inocente, que el ensayista francés Baptiste Morizot (Draguignan, 1983) opta en Maneras de ser viviente por replantear el vínculo entre humanidad y naturaleza como una “crisis de sensibilidad”.
Lo importante es recordar que, todavía en el corazón de una ciudad del siglo XXI, la vida animal nos rodea a cada instante. Ya sea en forma de insectos, roedores o aves, la relación con “lo viviente” persiste. Sin embargo, escribe Morizot, tal persistencia no tiene otro registro cotidiano que el de un ruido blanco. El cantar matutino de los pájaros, por ejemplo, es para el hombre un evento vaciado de sentido, como “lenguas antiguas que nadie habla y cuyos tesoros son invisibles”.
El motivo de esta “crisis de sensibilidad”, como el ensayista define al empobrecimiento de lo que podemos sentir, percibir y comprender en nuestras relaciones con “lo viviente”, es evidente. En tanto que hombres modernos, carecemos de vínculos con los “medios vivos” más allá de las relaciones productivas, extractivistas y financieras que, en palabras de Martin Heidegger, “emplazan” a la totalidad del mundo y la vida. Ahora bien, ¿es posible transformar este modo de habitar el mundo? ¿Puede inventarse, sin primitivismos ni misticismos, otra relación con los animales, “los cohabitantes de la Tierra”?
Con este objetivo, Maneras de ser viviente relata una serie de experiencias directas con distintos animales salvajes que permiten desplazar los términos de la discusión. La cuestión ya no consiste en saber “si el humano es un animal como otros”, sino “de qué manera lo es”. En consecuencia, se trate de seguir a una manada de lobos en las cercanías de Lyon o explicar la genealogía que une al cuerpo humano actual con las esponjas de mar del Paleozoico, para iluminar este argumento Morizot conecta la narración de sus aventuras personales con el bagaje erudito de un refinado lector y con un lúcido ejercicio de creatividad intelectual. Pero, ¿se trata todo esto de insistir, finalmente, en la necesidad de una agenda ecológica?
En ese caso, Maneras de ser viviente evita el habitual llamado urgente a la acción ecológica voluntarista y, en su lugar, propone una pausa meditativa. Si no podemos pensar con atención y asumir con inteligencia que nuestra relación con los seres vivos hoy se asemeja a la que, por efecto del distanciamiento y la ignorancia, tendríamos con auténticos alienígenas, ¿cómo inventar reglas eficientes de “cosmocortesía” para compartir la Tierra, como escribe Morizot?
En la misma línea, los dilemas de una urgencia ecológica que nos empuja a una acción inmediata y, por eso mismo, impide pensar lo que la ecología realmente podría significar, es el tema dominante de los ensayos reunidos en El fin del fin de la Tierra, del escritor estadounidense Jonathan Franzen (Illinois, 1959), el novelista de Las correcciones y Libertad.
“Escoger la conservación de la naturaleza a expensas de un potencial perjuicio humano sería más inquietante si la naturaleza todavía tuviese alguna ventaja sobre nosotros, pero vivimos en el Antropoceno, en un mundo hecho cada vez más a nuestra medida. Ese cambio se produjo y no se puede deshacer, igual que no se puede deshacer el cambio climático”, escribe Franzen, sin perder de vista el efecto que las crisis de distintos ecosistemas tienen sobre su pasatiempo personal, la observación de aves. Pero, ¿es el cambio climático el único problema contra el que todas las acciones ecológicas deberían actuar?
Esta pregunta surgió de una meditación semejante a la que propone Morizot. “Aceptaba la supremacía del cambio climático como el asunto medioambiental de nuestro tiempo, pero percibía su predominio como un acoso”, explica Franzen. Por lo tanto, no había viaje cotidiano ni consumo que el escritor no experimentara con un sentimiento de culpa, además de sentirse egoísta por preocuparse “más por los pájaros del presente que por las personas del futuro”. Sin embargo, ¿no es el cambio climático un fenómeno más allá del alcance de cualquier acción individual? Y por esa razón, ¿no deberíamos enfocarnos en acciones sin pretensiones de alcance global y concentradas en un ecosistema específico?
En este punto, El fin del fin de la Tierra también evita caer en ingenuidades. Si las acciones individuales contra el cambio climático son inútiles, es porque los Estados Unidos, uno de los países con mayor responsabilidad sobre la emisión de gases de efecto invernadero, se niega a tomar medidas activas que serían nocivas para sus intereses económicos. “El electorado estadounidense, en otras palabras, se comporta racionalmente en función de sus intereses al no reclamar tampoco medidas de fondo contra este problema”, reconoce Franzen.
En última instancia, el peligro ecológico plantea una pregunta sensible tanto para el género humano como para los Estados más desarrollados: ¿acaso una capacidad excepcional no conlleva una responsabilidad excepcional?
El fin del fin de la Tierra
Por Jonathan Franzen
Salamandra. Trad.: Enrique de Hériz
285 páginas, $ 10.999
Maneras de ser viviente
Por Baptiste Morizot
Isla Desierta. Trad.: A. Abril
342 páginas, $ 7900
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