Lecturas: Elizabeth Finch, la última novela de Julian Barnes
En su nuevo opus, el escritor británico combina géneros para evocar una profesora imaginaria, de esas figuras que pueden marcar una vida
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Dividida en tres actos, Elizabeth Finch es, al comienzo, una novela autobiográfica acerca de un viejo alumno fascinado con su profesora a comienzos de los años ochenta del siglo XX. Esa trama gira después hacia un largo ensayo autodidacta sobre las campañas contra el cristianismo del emperador Juliano el Apóstata en el siglo IV. Y el ensayo, al final, se transforma de nuevo en una novela biográfica alrededor de los puntos oscuros en la vida de la profesora mencionada en la primera parte. El británico Julian Barnes (Leicester, 1946) añade así su humilde tributo al altar de esa exitosa moda literaria en la cual todos los géneros narrativos (igual que todos los otros géneros) se vuelven demasiado plásticos para las categorizaciones tajantes y, tal vez por eso mismo, poco inteligibles para quienes sólo busquen una historia.
Si esto es un evento previsto o un defecto narrativo es un detalle parcialmente develado, quizás, entre las palabras de la profesora Finch. Es ella a quien el narrador, Neil, recuerda “en agradecimiento” muchos años después de haber sido su alumno en la asignatura Cultura y Civilización.
“Querría señalar que el fracaso puede enseñarnos más cosas que el éxito, y un mal perdedor, más que un buen perdedor”, explicaba la profesora Finch en su tiempo, cuando era una mujer discreta y tan rigurosa con su propio pensamiento acerca de las desventajas del triunfo del cristianismo como incapaz de menospreciar las ideas y las propuestas de sus alumnos, “por pobres, o sentimentales, o perdidamente autobiográficas” que estas fueran.
"La fórmula literaria hoy ganadora consiste en amalgamar una transcripción documental de los hechos más traumáticos posibles a partir de un yo casi siempre cautivo del seductor aroma del autocompadecimiento"
Recordadas tras su muerte por Neil, las características intelectuales de sus compañeros de estudio, por otro lado, podrían demarcar las áreas sobre las que esta “literatura transgénero”, con la que Elizabeth Finch se ensambla, traza sus huellas.
La fórmula literaria hoy ganadora consiste en amalgamar una transcripción documental de los hechos más traumáticos posibles a partir de un yo casi siempre cautivo del seductor aroma del autocompadecimiento. Emmanuel Carrère, Karl Ove Knausgård o Annie Ernaux, por mencionar apenas tres estilos de renombre, sirven para identificar a quienes escriben en una sintonía de sana despreocupación por las viejas taxonomías de la ficción, la no ficción y el ensayo.
La particularidad de Elizabeth Finch, sin embargo, es que aunque el narrador insista en desafiar al lector para que “busque en Google” a la verdadera profesora, como si esta fuera tan real como muchos de los personajes habituales en otros libros semejantes, ella es una invención. Lo cual devuelve a la novela de Barnes al problema inicial: ¿en qué punto la combinación zigzagueante de los géneros narrativos provoca la devaluación del conjunto?
“Rey de los Proyectos Inacabados”, como Neil se llama a sí mismo al recordar las lecciones de la profesora Finch o los vaivenes de su propia vida íntima, esta característica ligada a la insustancialidad se hará extensiva, también, a su monografía acerca de uno de los héroes de la profesora, el romano Flavio Claudio Juliano, “el último emperador pagano”.
Neil no es ni se esfuerza en sonar como un erudito o como un conocedor voluntarioso a la hora de pensar quién fue o qué representó “el Apóstata” durante el segundo tercio del libro (la idea tosca de que “un mundo sin cristianismo habría vivido catorce siglos de racionalidad antes de llegar a la Edad de la Razón” es muy elocuente al respecto), pero tampoco suena como un alumno platónicamente enamorado al principio, ni como un biógrafo comprometido al final.
Neil, de hecho, es y suena como un melancólico entusiasta. ¿Y qué es aquello que lo entusiasma? No “enmendar las cosas”, como dice al reflexionar sobre la educación para adultos, sino la idea (que tanto él como la profesora Finch experimentarán en carne propia) de que “debemos apañarnos día a día con el fuste torcido de la humanidad”.
Respecto al “fuste torcido” de Elizabeth Finch, su entrevero desarmonizado de las formas tal vez pueda entenderse mejor si se lo compara con lo que J. M. Coetzee (Sudáfrica, 1940) hace al escribir sobre otra profesora, también llamada Elizabeth, en su novela Elizabeth Costello.
Publicada en 2003, Elizabeth Costello vuelve a ofrecer el retrato de una mujer habituada a pensar y contar sus ideas ante audiencias expectantes. Sin embargo, a la hora de narrar, Coetzee no intenta mezclar lo que, a veces, no tiene sentido que se mezcle. Lo que hace, en cambio, es fusionarlo todo. Tejida entre signos autobiográficos y algunos toques operativos de ficción, la protagonista, incluso, también se ocupará de criticar al cristianismo desde la nostalgia por la antigüedad (“los griegos nunca habrían hecho estatuas y pinturas de un hombre en plenos estertores”). Pero, sobre todas las otras cosas, la voz de Elizabeth Costello sabrá cuándo pasar del registro novelesco al ensayo libre sin perder tiempo con rastros de culpa estética o pudor intelectual.
La excusa serán unas conferencias a propósito del mal, la literatura africana o los animales. Temas donde la voz frente al lector, ya sin importar si pertenece a Elizabeth Costello o al auténtico Coetzee, será disuelta por las fuerzas emancipadas de la argumentación y la persuasión.
Ahora bien, ¿basta este procedimiento para construir una novela? En tonos catedráticos, será la profesora Costello quien nos explique que la novela, al igual que la historia, “es un ejercicio de hacer coherente el pasado y explorar el poder del presente a la hora de producir el futuro”. Y a diferencia de lo que ocurre de manera inacabada en Elizabeth Finch, dicha tarea será cumplida.
Elizabeth Finch
Por Julian Barnes
Anagrama. Traducción: Inga Pellisa
220 páginas, $ 5950
Elizabeth Costello
Por J.M. Coetzee
Debolsillo