Lecturas: La mirada excéntrica de Virginia Woolf, ensayista inesperada
Dos volúmenes antologan artículos de la escritora inglesa sobre autoras inclasificables y la relación de los artistas con la política
- 6 minutos de lectura'
“Como a la mayoría de las inglesas faltas de educación, me gusta leer; me gusta leer libros en cantidad”. La frase, apenas un detalle en el ensayo Un cuarto propio, resume buena parte de la actitud de su autora, Virginia Woolf (Londres, 1882- Sussex, 1941) a la hora de ponerse a pensar. Ironía, conciencia de pertenecer a una clase –la del género femenino– transversal a las clases sociales, y cierto poso de amargura al reconocerse como una persona culta que jamás tuvo acceso a la educación formal.
Casi diez años después, en 1938, publicó Tres guineas, otro ensayo destinado a tener gran impacto. Sobre el escritorio, las fotos que la República Española enviaba a toda Europa denunciando los estragos de los bombardeos sobre la población civil; en la pluma, una escritura mordaz y una denuncia doble: al belicismo y a las convenciones que seguían condenando a las mujeres a una vida disminuida.
Antes y después de la publicación de estos dos textos –probablemente los más conocidos de su obra ensayística– la autora se prodigó en conferencias, cartas, diarios, reseñas, artículos para la prensa e incluso intervenciones radiales que conforman una trama sustanciosa, asistemática y, al mismo tiempo, impregnada de lo que podría ser un orden secreto: el laboratorio donde Woolf, que ya poseía un cuarto propio, buscaba entender las claves de su época.
Las excéntricas, con selección, traducción y prólogo de Matías Battistón, y Los artistas y la política, con traducción y prólogo de Ana María Álvarez, buscan compilar algo de esa producción diversa, escrita mientras se desmoronaba la vieja sociedad victoriana y emergía una modernidad de nuevo cuño.
Si la experimentación con los recursos formales es uno de los rasgos de la obra literaria de Virginia Woolf, la puesta en suspenso de cualquier tentación lírica marca sus trabajos ensayísticos. Como si se resignara a exhibir las costuras del ejercicio reflexivo, Woolf avanza paso a paso: parte de una premisa, la disecciona, analiza posibles consecuencias, prevé refutaciones. La condición de las mujeres, la literatura y el papel de los intelectuales en el mundo contemporáneo son sus temas recurrentes.
Es imposible no preguntarse cuántas de estas argumentaciones habrán nacido en alguna que otra tertulia del célebre círculo de intelectuales y artistas que Quentin Bell, sobrino de Virginia, retrata en El grupo de Bloomsbury.
Eran los comienzos del siglo XX, y la casa del barrio londinense de Bloomsbury, donde vivían las hermanas Virginia y Vanessa Stephen (Woolf y Bell con sus respectivos apellidos de casadas) se convirtió en el punto de encuentro de la vanguardia, el arte y la intelectualidad de la época: Roger Fry, John Maynard Keynes, Duncan Grant, Clive Bell y Leonard Woolf fueron parte del núcleo duro de una comunidad dotada de lazos tanto familiares como amistosos, que plasmaría muchas de sus búsquedas en los libros de la editorial Hogarth Press.
Allá afuera se oían crujir los viejos cimientos de la sociedad victoriana; un tal Sigmund Freud echaba por tierra la fe, si no en un dios todopoderoso en la racionalidad innata del ser humano; crecían los reclamos de las sufragistas, llegaba el impacto de la Primera Guerra, la conmoción ante la Revolución de Octubre y, años después, la guerra en España y el fatal ajedrez que llevaría a la Segunda Guerra Mundial.
En particular en los trabajos reunidos en Los artistas y la política, el peso de ese mundo estremecido parece resonar en cada reflexión de Woolf. “Solo dos palabras cubren todo lo que un escritor observa: vida humana”, escribe en “La torre inclinada” donde, tras revisar algunos aspectos de la literatura británica del siglo XIX, reclama para el presente palabras al ras del suelo, insertas en la historia e impregnadas del peso y el trabajo que cada ser humano carga sobre sí.
“Es sorprendente el escaso énfasis que se ha puesto en la educación de un escritor”, ironiza en ese mismo ensayo, al aludir a la reverencia automática frente a los grandes nombres de la literatura. Y emprende lo que parece ser una obsesión: indagar en el aspecto material de las obras y las vidas; reconstruir las condiciones materiales con las que cada quien se forma, vive y, en algunos casos, escribe.
Woolf, que se crio en una familia acomodada, vio cómo sus hermanos varones se formaban en instituciones de élite que no aceptaban alumnado femenino. Por eso se consideró parte de la clase de las “hijas de los hombres ilustrados” (así lo define en Tres guineas): mujeres con recursos que, por su condición de género, jamás pisaron un aula. A través de distintos textos va más allá y señala que, además de la educación formal y una mínima independencia económica, cualquier vida digna requiere de otros bienes: viajes, palabras, tiempo libre. A ella siempre le faltó una parte; a la mayoría de sus congéneres, la ecuación completa.
De allí el interés por cierto tipo de biografías, en su mayoría de mujeres dueñas de vidas por fuera de la norma, a las que llama “excéntricas” (un impulso que resuena en La mujer singular y la ciudad, donde Vivian Gornick toma el guante de ciertas mujeres “singulares” del siglo XIX).
En el caso de Woolf, que se consideraba a sí misma también una “excéntrica” (tanto por temperamento como por aspecto), la mirada se remonta a los tiempos decimonónicos e incluso un poco más atrás. Margaret Cavendish, Hester Stanhope, Elizabeth Hitchener, Geraldine Jewsbury, Jane Carlyle, Laetitia Pilkington: seres tan al borde de lo socialmente aceptado que podrían parecer al límite de la razón. Buena parte de ellas escribía; buena parte de sus obras quedaron arrumbadas en oscuras notas al pie o polvorientos estantes de biblioteca pública. ¿Qué atracción ejercían sobre Woolf, que tanto podía sentirse deslumbrada por ellas como llamarlas “una mala hierba recogida junto con las rosas”? Probablemente, la gratuidad de sus ocurrencias, el despilfarro, la vitalidad improductiva de sus viajes, fantasías, vestimentas estrafalarias. Y la pasión que aquellas “excéntricas” sentían por las palabras, punto de encuentro con la escritora que no podía evitar abismarse en esas impetuosas biografías.
Los artistas y la política
Por Virginia Woolf
Godot. Trad.: A.M. Álvarez
154 páginas, $1650
El grupo de Bloomsbury
Por Quentin Bell
Taurus. Trad.: I. Gómez de Liaño
168 páginas, $2499