Lecturas: Diarios personales, un viejo género de giros contemporáneos
Dos nuevos libros invitan a volver a un tipo de escritura intimista, por momentos confesional, que cuenta con una larguísima tradición
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En 2022, en la atmósfera de la costa bonaerense, una pareja de dramaturgos, Andrés Gallina y Eugenia Pérez Tomas, fundaron un sello editorial dedicado exclusivamente a la publicación de diarios, cuadernos y memorias. Bosque Energético, el nombre de la editorial, remite a la topografía donde nació, y porque no, al destino de su apuesta.
Su más reciente publicación, Diario de una aprendiz de señas, debut de la bailarina y coreógrafa Tania Dick (La Plata, 1972), registra una búsqueda, acercarse a la lengua de señas por “el impulso por nombrar las cosas de nuevo”. Una oyente que se entrega a una pista desconocida y se desliza en breves anotaciones poéticas: “Creo que casa tiene un jardín. Creo que le gusta mucho tocar a las personas, siempre dice que es suave la campera o que los ojos tienen calor y que el viento toca la cara de una manera que no conozco. Yo quiero sentir así, los ojos, los hombros, los libros, la tetera, los colores”, se lee.
Práctica sostenida, aún en su naturaleza discontinua; desdoblamiento del narrador, a pesar de parecer una única voz; ritual íntimo, incluso en su visibilidad pública, social e intelectual. En ese itinerario que revela un diario, la paradoja es un don, una polisemia.
La compulsión por la regularidad radica en las implicancias temporales, en las fugas hacia adelante. En el prólogo a Cómo se escribe el diario íntimo, Alan Pauls describe, en 1996, al género en su libertad, en su despreocupación, sin perder de vista el destino de convertirse en un testamento o en un documento. Si bien lo piensa a propósito de grandes escritores diaristas europeos o norteamericanos del siglo XX –John Cheever, Virginia Woolf o Cesare Pavese, entre otros–, vale mantener intacto esa idea del “extraño porvenir conjetural” o “el más allá del diario, su otra vida, su vida después de la vida”. Los apuntes de Dick alrededor de sus clases expanden el registro hacia una zona que, traducida en una pregunta, atestigua una forma de captar el presente: ¿de qué manera se despliega la escucha en un contexto tan distante? En ese sentido, es valiosa la sincronía que establece en la relación fragmentaria del contenido y la forma.
Las últimas referencias canónicas en Argentina, como el diario de Alejandra Pizarnik o los de Emilio Renzi (de Ricardo Piglia), incluso reediciones de autores extranjeros en dominio público, como las re-traducciones de Katherine Mansfield, apuntan a la trascendencia, a intervenir en nuevos tiempos. ¿Operan de la misma manera, bajo ese mismo gesto, la multiplicidad de proyectos de diarios que se han publicados últimamente por aquí? Difícil empresa asir una respuesta conclusiva. Hay tantos diarios como personalidades posibles, una pluralidad que no solo invoca al orden temático sino también a la contextura misma del artefacto: diarios de viajes, de artistas, de trabajos precarios, de actividades deportivas, de búsquedas meditativas, de libreros, de lecturas, de enfermedad, de aventuras amorosas, de duelo. Así, ad infinitum.
Como investigador de proyectos que imantan un giro hacia lo autobiográfico, el profesor y ensayista Alberto Giordano (Rufino, 1959) pone en valor la autenticidad del diario, en sus constantes recomienzos, en sus pulsaciones entre la ética y la estética, en su carácter performativo. Así lo describe en una de sus ponencias: “Lo que siempre me interesó es la figura del diarista como alguien, o algo, que el ejercicio de la notación incidental va componiendo, hasta darle la consistencia de un carácter, mientras secretamente lo deshace en el flujo misterioso de lo impersonal, cuando sus actos cobran, para quien los lee, valor de contraseñas”.
Esa afición lectora, primigenia y pasional, sumado al ejercicio crítico, también tiene su pulso de laboratorio en varios libros, como El tiempo de la convalecencia, El tiempo de la improvisación o el reciente Los años Aira. Allí ofrenda, por un lado, el relato de su amistad magnética en los encuentros, las conversaciones y lecturas compartidas con el escritor argentino, con ecos del Borges, de Bioy Casares, y por otro, una lectura alrededor de los procedimientos y la figura pública de “Aira”.
En varias entradas esas fronteras se difuminan: “‘Giordano –comenzó Aira– es como una sombra que me acompaña desde hace cerca de treinta años…'. Ahí se escuchó, habrá advertido que la imagen era poco feliz, y tarde, e inoportunamente, se corrigió: ‘No, una sombra no, mejor un socius, en el sentido etimológico de la palabra: un compañero de ruta”.
Vale proyectar esa misma caracterización hacia la naturaleza del diario: un territorio nebuloso, fantasmal, o un cómplice ubicuo. O la coexistencia de ambas instancias. En su reciente Nadie duerma, la poeta y música Paula Trama (Temperley, 1982), combina un cancionero de Los Besos, su banda, con apuntes del proceso de grabación de un disco de estudio, que incluyen situaciones en torno a instrumentos, ceremonias de grupo hasta en la forma de apropiarse de las influencias. Al igual que en Diario de una aprendiz, hay un esfuerzo por la sensibilidad de la pausa, en medio de una cotidianidad vertiginosa: “El sonido es más difícil de disimular que la imagen. Se puede sonreír con tristeza, pero el tono de voz triste es muy difícil de ocultar”, escribe. Con los ecos de Zettel, las notas sueltas que Héctor Libertella acopiaba, dice: “Escribir un diario es como leer los labios de una novela en mute”.
Acaso uno de los procedimientos siempre presentes en los diarios, en su afirmación o en su fatalidad, son los gestos de autorreflexión, las conexiones con otros proyectos, pretéritos o cercanos, tal vez como una forma de deslizar, sostener o quizás justificar el propio. Diario de limpieza, de Matías Moscardi (Mar del Plata, 1983), lo expone con el afán obsesivo de un coleccionista. Mientras se dispone al interminable aseo de su casa, construye su propio atlas a partir de libros –diarios como el de Sylvia Plath o Andy Warhol y ensayos ad hoc–, pinturas y de películas, sobre todo las que comparte con su hijo pequeño. Escribe: “La limpieza también puede ser una búsqueda del tesoro. Pesqué esto en Diarios y cuadernos de Patricia Highsmith: ¡Tengo que decirle a la mujer de la limpieza que venga más a menudo! Ayer encontró mi anillo de oro en la alfombra de la habitación”.
Si Roland Barthes, además de gran teórico, eximio cultor del género, se preguntó por el sentido de los diarios, hoy el susurro pervive como desafío: en su naturaleza dispersa y deliberada, frente a una constante desmaterialización de la vida (archivística), afianzan su potencia por captar el presente y sugieren a los escritores no ser destruidos.
Diario de una aprendiz de señas, de Tania Dick (Bosque Energético); 96 páginas, $ 13.900
Los años Aira, de Alberto Giordano (Neutrinos); 122 páginas, $ 13.200