Lecturas de verano: Victoria Ocampo, escritora
Este retrato de la fundadora de la revista Sur muestra a una mujer que abrió caminos, fiel a sus pasiones y decidida a narrar su vida intensa; fue la primera mujer que incorporó la Academia Argentina de Letras, que cumple 90 años y publicó este texto en un libro conmemorativo
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Este año se cumplen dos aniversarios importantes para la literatura nacional: los 90 años de la fundación de la Academia Argentina de Letras y de la fundación de la revista Sur. Me parece oportuno celebrar ambos hechos con un texto dedicado a Victoria Ocampo (V. O.), fundadora de la publicación mencionada, de la editorial Sur; y primera mujer en ingresar como académica de número en esta institución.
La vida de V. O. es tan apasionante, tan rica en episodios y circunstancias novelescas, que ha relegado lo que ella ha escrito sobre los otros, la literatura, el arte y, en verdad, sobre su principal tema: ella misma, el yo que narra y reflexiona. Cuenta muy bien lo que cuenta y tiene mucho para contar. Todo fluye. Su escritura lleva directamente al tema. La arquitectura de sus frases y sus relatos tiene la misma respiración que la arquitectura moderna de las casas y los edificios que ella defendía contra el estilo ecléctico de la École des Beaux Arts de París. Jean-Michel Frank, el gran decorador de interiores de la década de 1930, decía que las casas de V. O. tenían un “elegancia moral”. También sus escritos.
En las construcciones de Le Corbusier y de Frank Lloyd Wright, V. O. descubrió que, en el siglo XX, el verdadero lujo era el espacio. Su amplia residencia de Rufino de Elizalde, construida por Bustillo, de acuerdo con los deseos de la propietaria y las sugerencias de Le Corbusier, es algo así como el manifiesto de lo que era para ella la modernidad. Sin embargo, cuando sus padres murieron y las cinco hermanas Ocampo se dividieron la herencia, Victoria y Angélica se quedaron con Villa Ocampo. En esa quinta diseñada y levantada por su padre, Victoria introdujo pocas modificaciones, pero logró darle al conjunto un espíritu moderno, sobre todo por el despojamiento en la decoración.
Victoria siempre fantaseó con convertirse en intérprete de las obras que veía en el teatro o leía en su casa. Los prejuicios de la época, de su clase y de su familia, le cerraron la carrera de actriz, para la que estaba muy dotada. A lo sumo, se le permitió recitar poemas franceses en las fiestas y beneficios de la clase alta porteña; pero siempre conservó su histrionismo innato. Con los años, llegó a recitar el texto del oratorio Le Roi David, de Arthur Honegger, dirigido por Ernest Ansermet, en el Colón; y de Perséphone, de Igor Stravinsky, dirigida por el compositor, también en el Colón, y posteriormente en Río de Janeiro y en el Maggio Fiorentino de 1939. Durante su juventud, Ocampo había estudiado dicción francesa y recitado en ese idioma con una de las actrices teatrales más importantes de Francia, Marguerite Moreno. El hecho de estudiar poemas con una artista como aquella hizo que Victoria comprendiera muy bien la escritura de poetas como Nerval, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud; y también que profundizara su sentido del ritmo.
Durante mucho tiempo, Ocampo redactó sus escritos en francés porque fue el idioma en que le enseñaron a leer y escribir. Después, alguien le ayudaba a traducirlos. José Bianco, el inteligente y sagaz “Pepe”, autor de Sombras suele vestir y La pérdida del reino, secretario de redacción de Sur de 1938 a 1961, fue quien se encargó en algunas ocasiones de cumplir con esa tarea. Los estilos de ella y de él eran muy distintos, pero tenían una coincidencia estética: la llaneza. Victoria incorporaba muchos elementos del habla coloquial, sin caer nunca en lo vulgar o en la chabacanería.
La necesidad de expresar lo que pensaba y lo que sentía llevó a Victoria, desde muy temprano, a escribir cartas casi compulsivamente. La correspondencia que mantuvo en la adolescencia con Delfina Bunge de Gálvez, ya casada con el escritor Manuel Gálvez, y casi diez años mayor que ella, fue muy importante en su maduración. Delfina había pasado y pasaba por lo que pasaría su joven amiga Victoria. Las dos defendían los derechos de la mujer y padecían la opresión masculina. Ocampo se casó enamorada con Luis Bernardo de Estrada (“Monaco”), perteneciente a una familia de fuerte tradición católica. Ella y él no ignoraban que, más allá de la intensa atracción física, tenían poco en común. Casi en todo pensaban lo opuesto. Ocampo no toleró la mentalidad ultraconservadora de su esposo y, después de varios años de un matrimonio que solo era una fachada, se separó. Durante su luna de miel, había encontrado el gran amor de su vida, Julián Martínez, primo de Monaco. Pasó mucho tiempo antes de que ese amor se concretara.
Si se leen algunas de las cartas de Victoria a Delfina, se advierte de inmediato que en esas páginas está en gestación la escritora que sería la autora de Autobiografía. En esos mensajes se trasluce la urgencia de dar testimonio de todo lo que le importaba, amaba y detestaba. Escribir la obligaba a ordenar y moderar su excesiva vitalidad y sus impulsos. Además, necesitaba dirigirse a un escucha inteligente, como Delfina, para poder escucharse a sí misma.
El primer libro de V. O. fue De Francesca a Beatrice, A través de la Divina Comedia; por supuesto, lo escribió en francés, en 1921. El escritor Ricardo Baeza lo tradujo al español. Era un ensayo, pero también su primer “testimonio”, aunque ella todavía no había creado ese género tan personal. Su intención fue servir de cicerone –se compara con los guías turísticos– a los lectores que evitaban las ediciones eruditas. Ese ensayo es la confesión de lo que significó la Comedia para V: O. en cierto momento de su vida. Llegó a escribir: “Yo no leía a Dante, lo vivía”. Utilizo a propósito la palabra “confesión” porque el poeta florentino le había servido de Virgilio en un período crucial de su relación con Julián Martínez, ya separada legalmente de Monaco. La pasión entre ella y Julián había alcanzado su cenit. Lo que no habría de terminar era la comprensión que había encontrado en ese hombre. La historia de ese amor empezó por una atracción física irresistible. Como ella decía de sí misma, “era fisiquera”.
Conocí a Victoria en el verano de 1963, en Mar del Plata. Le gustaban mucho las largas caminatas por la playa a buen ritmo. Una mañana en que los dos compartíamos uno de esos paseos y hablábamos ya no sé de qué, se interrumpió abruptamente para decirme: “¡Qué bien bronceados están esos hombres!”. Yo, ocupado en llegar a la altura de las reflexiones de mi ilustre compañera, me sentía como un alumno que estuviera rindiendo un examen, y algo de eso había. Su comentario, un guiño cómplice, me sorprendió. Miré adonde ella me indicaba con un movimiento de cabeza y vi a dos hombres muy bien bronceados, pero que, sobre todo, se distinguían por lucir aposturas de ídolos de matiné. Victoria compartía sus entusiasmos, sobre todo, con quienes pudieran entenderlos; por lo tanto, le pareció natural hacerme partícipe de su “cosecha” matutina: “los bronceados”. Hacía lo mismo en sus Testimonios, con sus retratos de Virginia Woolf, Lawrence de Arabia, Maurice Ravel; con sus crónicas de sucesos extraordinarios como el apagón de Nueva York en 1965, y con los hechos que marcaban su vida: el descubrimiento de un nuevo escritor, de nuevos músicos (los Beatles), la aparición de un nuevo amigo y la pérdida de los de su juventud.
El siguiente libro de V. O fue La laguna de los nenúfares, una fábula escénica en doce cuadros, publicada en 1926 por la Revista de Occidente. No creo que, hoy, ella recomendara esa obra a un lector o a un espectador. Sin embargo, muchos años más tarde, en 1958, escribió una pieza destinada a un espectáculo de luz y sonido, Habla el algarrobo, que es la historia de la Quinta Pueyrredón, por donde pasaron muchos personajes importantes de la época de la Independencia y se mantuvieron los célebres diálogos entre Juan Martín de Pueyrredón y José de San Martín. La pieza es una prosopopeya. El centenario algarrobo de la quinta, en lo alto de las barrancas de San Isidro, es quien cuenta todo lo que sucedió a la sombra de su follaje y establece un contrapunto con otro relator.
Las voces que grabaron esos diálogos fueron las de los actores más destacados de la escena nacional. Pero antes de que se llegara a concretar ese proyecto, una tarde soleada, probablemente un sábado o domingo de primavera –no estoy seguro de ese dato, a pesar de que estuve allí en calidad de espectador–, Habla el algarrobo se dio por única vez, creo, en la Quinta de Pueyrredón en forma de teatro leído. En dos balcones de la propiedad estaban los intérpretes. Uno de estos era Victoria Ocampo, que decidió ser el algarrobo. El púbico invitado la escuchaba debajo de su balcón. El espectáculo “funcionaba” muy bien desde el punto de vista dramático; era muy ameno y, a la vez, sustancioso. Victoria, radiante, trascendía la escena (el balcón). Tenía magnetismo. El tiempo y la vida habían hecho de ella, en vida, un personaje mítico.
Las obras literarias más importantes de la escritora son las diez series de Testimonios y su Autobiografía en seis tomos, a las que debería agregarse su correspondencia, por ejemplo, con Virginia Woolf, Gabriela Mistral, Ernest Ansermet y Roger Caillois, entre otros. De su vida amorosa, Victoria escribió admirablemente y sin reticencias en La rama de Salzburgo, el tercer tomo de su Autobiografía, en el que cuenta la relación con el hombre que más amó, Julián Martínez; y la degradante situación que debían soportar las mujeres, también las de su clase, para amar según sus deseos.
En otro tomo de la Autobiografía, Victoria cuenta y reflexiona sobre el vínculo amoroso que la unió a Pierre Drieu la Rochelle, así como lo que los enfrentaba: los modos opuestos de pensar sobre la situación política de la década de 1930: Berlín o Moscú; Hitler o Stalin. Aquel lazo la marcó por la angustia y la desesperación de ese intelectual francés, autor de novelas notables y extremadamente sensible. Él detestaba que le atribuyeran gran sensibilidad porque la consideraba un rasgo de debilidad y de latente homosexualidad. Se esforzó en convertirse en un duro y, por ese camino, llegó a ser colaborador de los nazis. En El caso Drieu la Rochelle, que aparece en la tercera serie de Testimonios, Victoria analiza la personalidad del hombre que había amado y para el que ella terminó por ser una amiga irreemplazable: fue una de las tres personas a las que él mandó copia de su testamento y una carta personal pocos momentos antes de suicidarse. Ocampo tuvo el valor, contra toda conveniencia, de explicar a su amigo, no de absolverlo. Mucho más tarde, cuando tuvo acceso a los Diarios, el horror que le causaban las opiniones y los actos políticos del escritor le hicieron pensar que lo desconocía. En Cartas a Angélica escribió lo que, de verdad, sentía y pensaba sobre él. Su hermana Angélica también había sido amante de Pierre, cuando él y Victoria habían pasado ya del amor a la amistad. Era la única con la que podía abrirse del todo. Hay una diferencia entre los dos textos. Las memorias son una publicación póstuma; eso le ahorraba la posibilidad de ser “manoseada” en vida.
¿Qué conclusión surge de esos dos ejemplos literarios de amores muy distintos, el que V. O. sintió por Julián y el que sintió por Drieu? La escritora introduce a los lectores en los rincones más secretos de su alma, pero, sobre ciertos asuntos relacionados con su presente, calla; o se explaya en textos que reserva para publicaciones póstumas. Por ejemplo, guardó silencio sobre su larga relación amorosa con Eduardo Mallea,
Con mucha razón, el profesor y crítico literario Enrique Pezzoni, una de las personas a las que V. O. más quería, comentó en una reunión que la risa, y la cólera a modo de desahogo, eran dos de las reacciones características de la escritora. En sus textos, abundan las observaciones y las escenas que despiertan una sonrisa; la cólera, matizada por medio del humor, aparece en la correspondencia y en algunos ensayos como El viajero y sus sombras. Keyserling en mis Memorias, de 1951, en el que relata el malentendido con el filósofo ruso-germánico. Cuando ella descubrió las obras de aquel sabio pensador, quedó deslumbrada. Empezó a enviarle cartas diarias tan admirativas que parecían de adoración. La princesa del buen gusto devino un personaje cómico. Ese culto no tenía nada que ver con la pasión amorosa. El conde Keyserling no era, ni por distracción, el tipo de hombre que podía atraer físicamente a la feligresa argentina. El báltico gigante, por su talla, no por sus Meditaciones sudamericanas, en cuanto vio fotografías de su seguidora, sintió urgencia de concederle el privilegio de su atención física más que intelectual. Ella creyó que él interpretaría correctamente las señales de interés espiritual que le prodigaba. En cambio, el empinado noble consideró inevitable como el corolario de un teorema que la idolatría de la argentina culminara en una fusión de sus almas y, sobre todo, de sus cuerpos. Se citaron por primera vez en el palaciego Hôtel des Réservoirs, en Versalles.
Todo lo que contó V. O. en su librito fue el resultado de la furia que le causaron los exabruptos corporales del conde en Versalles y, más tarde, en Buenos Aires, adonde ella se había comprometido a invitarlo. Arrepentida, pero fiel a su palabra, mantuvo la invitación. Terrible error. No creo que Victoria tuviera la calma suficiente para darse cuenta de la comicidad de esas peripecias porteñas –le tiró una plancha a la cabeza al filósofo, sin acertarle–; él, por su parte, les decía a los socios del Jockey que ella era una india que le lanzaba flechas envenenadas.
En la séptima serie de Testimonios, hay una muestra, esta vez deliberada, del sentido del humor y de la ironía de Victoria: “Jean Cocteau en Nueva York”. Ese texto fue escrito en 1963, tras la muerte del poeta francés. En él, la autora narra el encuentro con éste en Nueva York, en 1948. No se habían visto en más de una década, la vida y la guerra los habían separado. Jean, como ella lo llamaba, la invitó a tomar el té en el hotel Saint-Regis, donde se hospedaba, y, de pronto, molesto por el estilo impersonal de aquel salón, le propuso que fueran a visitar a Lili Pons, la celebrada y famosa soprano. El relato es desopilante, pero la risa está mezclada con la melancolía del tiempo pasado, visible en la cara de Cocteau y en el contraste entre la nueva capital del mundo y la destronada París, donde Jean y ella habían sido jóvenes.
Escribe Victoria: “Hacía tiempo que yo no oía hablar un francés tan efervescente. La palabra de Cocteau, ágil como su pensamiento, me tomaba de sorpresa, como si nunca la hubiera saboreado. Yo la paladeaba con un placer semejante al de sentir crujir entre los dientes los cien cristales de azúcar que recubren esos perfectos damascos abrillantados que venden en cajas de madera blanca en París. Reía de puro gusto. De gusto por el gusto a Francia de todo aquello”.
Contagiada por el recuerdo de su amigo, quince años después de aquella cita de posguerra en una ciudad que no era de ellos (no volverían a verse nunca más), la escritura de V. O. alcanza en español la efervescencia de Jean en francés para contar lo que había pasado en el lujoso departamento de Lili Pons.
El 6 de agosto de 1999, Héctor Bianciotti, nacido en la Argentina, pero miembro de la Academia Francesa y residente en París, dio en el la sede del diario La Nación de Buenos Aires una conferencia sobre Victoria Ocampo y Roger Caillois. Uno de los asistentes le preguntó qué opinión tenía de V. O. como escritora. Bianciotti fue honesto: “Era una periodista extraordinaria, pero no se puede decir que supiera escribir”.
No son pocos los que piensan lo mismo que él; tampoco son pocos aquellos para los que V. O. era periodista y muy buena escritora. Soy uno de éstos. Me parece injusto afirmar que ella no sabía escribir. Es una muestra de incomprensión literaria. Bianciotti y ella tenían estilos muy distintos. La prosa de Ocampo era deliberadamente llana y abarcaba distintos registros, incluido el popular, y las expresiones criollas. La elegancia del académico francés era, a veces, casi una jactancia o una afectación; la de la académica argentina era deliberadamente del tipo “no se nota”, como la de Chanel.
Cuando Ocampo ingresó en esta Academia, en 1977, Ángel Battistessa, en su calidad de presidente de la institución, le dio la bienvenida. Dijo dos cosas muy ciertas. La primera: “Nadie ha hablado con mayor acierto de Victoria Ocampo que la propia Victoria Ocampo”. La segunda verdad: “Como en otros escritores nuestros, Sarmiento, Cané, el general Mansilla o Mariquita Sánchez de Thompson, aun escrita, la suya, la de Victoria Ocampo, es una elocución que atrae con la lindeza de lo conversado”.
V. O. empezó su respuesta a Battistessa de un modo poco frecuente: “Felicito, a ustedes primero, miembros de la Academia Argentina de Letras; después, a nosotras, por la resolución que han tomado de incluir a la mujer entre sus colegas. Los felicito a ustedes primero, porque motu proprio han vencido un prejuicio, y eso exige siempre un esfuerzo”.
Agregó una de las verdaderas y acertadas razones de aquella designación: “Tal vez influyera también para este nombramiento el carácter longevo de la revista Sur, fundada unos meses antes que la Academia. Cuarenta y seis años es mucho para una revista y poco para una academia. La de Richelieu data de 1635″. Profunda estocada para la Academia.
Ya antes de 1977, le habían propuesto a Ocampo un sillón de académica y ella se negó porque era una autodidacta, se consideraba una franco-tiradora “y no tenía pasta para el cargo” ¿A qué se debió el cambio? Ella se formuló y se respondió esa misma pregunta en su discurso público de aceptación: “Porque me convencieron de que mi negativa podía bloquearles, momentáneamente la entrada a la Academia a quienes considero aptas para el cargo”. Con su franqueza sin vueltas, V. O. continuó: “Ustedes, queridos colegas, se amoldan a un ajuste impostergable que nos beneficiará tanto a ustedes como a nosotras”.
Voy a hacer una cita, la última, de uno de los Testimonios. “Shakespeare or what you will”. Es el párrafo final: “… en el valle de Josafat, sé que Shakespeare me traerá todo lo que me gustó en la vida. No habrá tenido tiempo de despojarse de tanta terrena hermosura. Y, al saludarlo […], siento ya que estaré diciendo mi querida rama, mi querido cielo, mi querido día, mi querida noche, mis queridos cantos de gallo y de chicharra, mi querido olor a lluvia en el jardín, mis queridas palmas, mi querido verano, mi querido mar, mi querido amor”.
La repetición de “mi querido” es una anáfora, acompañada por una enumeración, nada caótica como las de Borges, a pesar de que V. O. mezcla árboles, gallos, estaciones del año, mares… Esa secuencia tiene un ritmo cada vez más veloz y una meta. El lector desemboca en ella como el caminante, de pronto, tras una duna, desemboca en el océano: “Mi querido amor”.
En “mi querido amor” está Victoria Ocampo, escritora.
Egresado de la carrera de filosofía de la UBA, Hugo Beccacece es escritor, crítico y periodista; fue editor del suplemento de Cultura y de la revista adnCultura de este diario, donde sigue escribiendo; es miembro de la Academia Argentina de Letras