Las recetas de siempre, pero con otro packaging
El autor del reciente El kirchnerismo desarmado analiza el nuevo escenario político que abrieron las PASO
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Una fórmula de fuerte arraigo recorre el país: los políticos son corruptos, solo piensan en sí mismos y carecen de idoneidad profesional; ese sería el meollo del problema nacional. ¿Estamos ante una cuestión de honradez personal e incapacidad instrumental o ante un problema estructural más profundo? El kirchnerismo desarmado intenta responder esa pregunta; de la respuesta que la sociedad argentina se dé depende el rumbo de la crisis.
Todas las fuerzas políticas admiten que la sociedad atraviesa la crisis más profunda de su historia. Ese escueto acuerdo no excede el obvio lugar común: para salir del pozo, dice cada candidato o candidata, “mi receta política” es la única valedera. Entonces, basta con votar correctamente para que un venturoso porvenir nos sonría.
Difícil de creer; desde 1983 radicales y peronistas, en distintas mixturas y variantes, lo vienen intentando. Y todos, incluidos los desprendimientos y versiones modificadas de ambas tolderías, han fracasado. Ese es el otro dato compartido: las direcciones políticas no gozan del menor prestigio. En ese contexto, un outsider emerge con fuerza bajo la ficción de no jugar con las mismas reglas que “la casta política”. La imagen negativa de los principales líderes de las fuerzas “mayoritarias” contiene un balance compartido: no sirven, son parte del problema.
¿Hay realmente un dirigente que proponga otra lógica política? La historia de la publicidad muestra cómo se venden los mismos productos con un packaging nuevo. El rediseño de la carcasa, acompañado de una nueva narrativa que incluya un oportuno cambio de marca y de lugares comunes, permite el relanzamiento del producto. Para vender lavarropas sirve: después de todo, sigue lavando la ropa. Pero en política el mismo procedimiento se complica, porque debe atravesar la prueba ácida de la experiencia.
La receta que viene a presentar la opción outsider, la “nueva”, es la que usó José Alfredo Martínez de Hoz y continuó el menemismo, de la mano de Domingo Cavallo. Todo esto ya se ensayó, dolarización incluida, y el estallido de 2001 fue la resultante. Pero los menores de 40 años pueden ignorar el resultado, eran demasiado jóvenes entonces, y el dramatismo de la situación actual no facilita la reflexión ponderada.
Terminé de escribir El kirchnerismo desarmado muy poco antes de las PASO. Y aunque el libro no esperó que Javier Milei rozara el 30% de los votos emitidos, detectó e interpretó la caída libre del número de votantes tanto del kirchnerismo como del macrismo, la decepción profunda frente al fracaso de las fuerzas “mayoritarias” y, en suma, el final de las tan mentadas “mayorías”. De modo que Milei es una sorpresa que no sorprende demasiado. Es más bien un indicador. Capitalizó el retroceso de la legitimidad pública de la dirigencia y la velocidad en que se estaban desangrando el oficialismo y la oposición. Predijo, en suma, lamentablemente, la merma objetiva de la ciudadanía dispuesta a participar en lo que siente cada vez más como el otorgamiento de un bill de indemnidad a una casta privilegiada.
Publiqué Los cuatro peronismos en 1985. Una historia que culmina en 1983, con la primer derrota electoral peronista. Este trabajo, perfectamente autónomo, elabora la peripecia posterior. Pero El kirchnerismo desarmado no es una crítica moral, es un examen histórico-político de la dinámica de los enfrentamientos de las últimas dos décadas y de la lógica político-económica que –con algunas muy poco eficaces idas y venidas– se viene desarrollando en el país desde 1976.
No olvidemos: como demostró Freud, la identificación con un amo exitoso es necesaria para que exista la servidumbre voluntaria; la colaboración de la mayoría siempre fue condición para el sometimiento político. Si el mecanismo se acompaña con una ilusión posibilista, suele ser imbatible. La intensa voluntad de creer en una repentina solución electoral, tan deseada como fantasiosa, resurge periódicamente en la sociedad argentina.
Sin embargo, viejos fracasos probados nos empujan al “sí, pero”. La evidencia de los hechos dispara el angustiado “sí, es cierto, aunque votamos y hay democracia, esto funciona muy mal”; mientras la lógica del creyente derrotado rechaza el argumento con un “pero esta próxima vez...”, “pero este próximo gobierno” resolverá el dramático día a día.
Estoy hablando del cristinismo hoy. La “unidad nacional”, “sentarse a una mesa de diálogo y acordar” aparecen entre los consabidos latiguillos de la líder. La burla adopta una mueca siniestra, porque el bloque de clases dominantes no se propone acordar nada. Imponen el programa en ejecución desde hace medio siglo. Entonces, quienes aceptan el planteo político que ahora les hace su dirigente dicen “es que hoy no se puede”. Pero el “hoy” se va corriendo porque aceptando lo de hoy, “mañana” se podrá menos. Todo subraya la dolorosa impotencia de una base social que confió en la posibilidad de un cambio y vislumbró en el kirchnerismo un punto de corte en la larga derrota que empezó en 1976.
La propuesta de “unidad nacional” tiene el destino de los precios máximos. Es algo que puede entonarse como amenaza o como ruego. Da exactamente igual. Y ese es, ese termina siendo, el impotente programa político para “enfrentar a la oligarquía”. Programa que no se escribe, porque no existe.
Por tanto, el ajuste sin anestesia terminará consagrándose por el voto del “sí, pero...”, depositado en las urnas por las víctimas de una política sin estrategia popular, o con el voto que darán los victimarios y buena parte de las propias víctimas. Si algo caracteriza a los derrotados es el desprecio por su propia experiencia; desprecio que impide que la derrota sea apropiada como una fuente de conocimiento para transformar la realidad. En ese punto estamos.
En el gobierno de Raúl Alfonsín, el peso de la deuda externa contraída por la dictadura organizó la asignación de recursos internos. El Plan Austral sistematizó el programa que gestiona la deuda. Cuando los economistas del mercado dicen que es preciso un nuevo plan económico, en realidad se refieren al añejo Plan Austral. Esto es, otra hiperdevaluación y sus irreparables consecuencias: se licúan los dólares de la deuda en pesos de las empresas (pueden pagarla con menos dólares), se transfieren ingresos de los asalariados en favor del bloque de clases dominantes (se reduce el salario en dólares), se produce una inflación persistente. Y es probable que en un futuro cercano, tal como sucedió con el Plan Austral, se vuelva a hablar de una nueva moneda, que no es otra cosa que quitarle ceros a la anterior. Y entonces, después de un rato de ficticia estabilidad, volver a empezar.
Todos los ajustes posteriores a 1983, matiz más o matiz menos, siguieron el mismo patrón. Eso sí, el Plan Austral perpetuo incluye el –¿indeseado?– estallido sistémico. La hiperinflación del final alfonsinista no debería olvidarse, porque ahí se ve el ciclo entero del “programa”, ese que termina con el impacto del default combinado con la hiperinflación y lanza a millones de afectados a la desesperación. Para el 40% de los argentinos, los que integran la lista de víctimas pobres, ese no es un problema a futuro. Una sociedad que margina a tres de cada cuatro menores de dieciocho años deposita muy pobres esperanzas en este orden político.
Doctor en Ciencias Sociales, acaba de publicar El kirchnerismo desarmado. La lenta agonía del cuarto peronismo (Planeta)