
Las identidades políticas argentinas en el espejo de la corrupción
La honestidad en el poder es un valor que no todos los partidos han ejercido del mismo modo
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El Obelisco de la ciudad de Buenos Aires fue inaugurado en mayo de 1936. Dado que se prescindió de una licitación pública, tanto la prensa opositora como los partidos opositores al gobierno del general Agustín Justo lo percibieron como un acto de corrupción. Tanto es así, que en 1939 el Consejo Deliberante de la Capital Federal sancionó una ordenanza para demoler el Obelisco, construido por la empresa alemana Siemens Bauunion, por presuntas deficiencias en su construcción. La ordenanza no fue puesta nunca en práctica, pero el episodio, que empañó la edificación de la obra más emblemática de la capital del país, reflejaba el lugar central de la corrupción en la vida política de los argentinos. Pero no solo de los argentinos: ya en su edición del 22 de mayo de 1890, The Times decía: “Hay una magnificencia en esta escala de deshonestidad que debe excitar la envidia de más de un corrupto en el Viejo Mundo”.
En este sentido, Joaquín V. González, en un texto escrito para la nacion en 1910, hacía referencia a una constante histórica (en lo que hoy llamaríamos cultura política argentina), a la que denominó la ley de la discordia: “La lucha facciosa, el caudillismo, y los negocios de gobernantes y políticos que para atraer un mayor número de votantes transforman para la ocasión electoral multitudes mendicantes en ciudadanos ad hoc”. A su modo de ver, era la inmadurez cívica del pueblo lo que hacía posible este tipo de prácticas.
En contraste, Hipólito Yrigoyen proyectó una imagen de apóstol laico, una suerte de restaurador de las virtudes morales y políticas. En su condición de profesor de Filosofía (daba clases en un colegio secundario) Yrigoyen fue influido por un filósofo alemán, Karl Cristian Krause (más citado que leído), a quien conoció a través de sus discípulos españoles, en especial Francisco Giner de los Ríos (eran los años de auge del krausismo en España). Se trataba de una mirada que concebía la política como una rama de la moral. Por eso el lenguaje empleado por los radicales yrigoyenistas tiene un parecido de familia con la filosofía moral más que con la sociología. Esta concepción era acompañada de la prédica de un rigor ético escrupuloso que se traducía en el léxico radical, por ejemplo, la expresión “conducta, correligionario”.
En consonancia con esta perspectiva, el radicalismo privilegió más la educación moral que la intelectual y su crítica a la moralidad utilitaria era percibida como la contracara de la degradación de la política. Por consiguiente, enfatizaba un enfoque moralizante de los problemas económicos. Esto tendió a promover la idea extendida en el tiempo que supone que los radicales no entienden nada de economía y tuvo quizá una expresión simbólica acorde con ese imaginario en la célebre frase de Juan Carlos Pugliese, ministro de Economía en los últimos meses del gobierno de Raúl Alfonsín, tras su reunión con los empresarios, en 1989: “Les hable con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.
Por cierto, el clivaje moral que proyectaba la cultura política radical no fue suficiente para impedir, durante la presidencia de Yrigoyen, prácticas similares a las de los conservadores. Cabe recordar que los socialistas de las primeras décadas del siglo englobaban a radicales y conservadores en el marco de la “política criolla”, signada por el caudillismo, el clientelismo y la competencia por el uso faccioso de los dineros públicos. Pero la cuestión ética fue una constante en la cultura política de la UCR. En este sentido hubo dos momentos en el siglo XX donde este código de valores asomó con fuerza renovada: durante las presidencias de Arturo Illia y de Alfonsín.
La cultura política peronista tuvo un punto de partida distinto, porque, ¿cuál era la mirada de Perón sobre las relaciones entre política y corrupción?
Parte de la respuesta la encontramos en las clases que Perón dictó en la Escuela Superior Peronista en 1951, que fueron editadas por primera vez al año siguiente con el nombre de “Conducción Política”. Evocando a Napoleón, Perón definía al conductor perfecto como un cuadrado: “Los valores morales son la base; los intelectuales la altura”. Y añadía: “Cuando se le van los valores morales (…) y no deja macana por hacer”. Por eso, el conductor debe tener “una conducta honrada”, aún en conflicto con sus tentaciones: el conductor debe ser un “ser moral”. Pero, a diferencia de la cultura radical, la apelación a la honradez está mediatizado por el realismo político, más aún, por cuestiones tácticas: el conductor puede mentir, pero no puede decir la primera mentira, no puede cometer “la primera falsedad ni el primer engaño”.
Pretender que los hombres sean perfectos, sería “pretender lo imposible”, decía Perón, pero la organización debía ser perfecta a pesar de los defectos de los hombres. Didácticamente, señalaba: “Cuando construimos una pared no nos fijamos de qué están hechos los ladrillos, y solamente vemos si la pared nos cubre y el techo nos abriga. No pensamos que en los ladrillos se utilizan materiales como el barro y el estiércol”. Para Perón, la corrupción es un hecho individual que la conducción estratégica no justifica pero que tampoco considera posible evitar totalmente. Los corruptos son repudiables, pero se los puede tolerar en la medida que sean funcionales al objetivo final, “a construir la casa”, en la metáfora de Perón. Esta metáfora de la casa y los ladrillos suponía legitimar un espacio de ambigüedad en aras del éxito político.
En contraste con peronistas y radicales, la nueva derecha argentina postula una “sociedad de mercado”; en otras palabras, la mercantilización de todas las relaciones sociales. Dado que la corrupción es un mecanismo que transforma leyes, derechos y deberes en mercancías, cabe preguntarse entonces, si este ideal, presente en la matriz anarco-libertaria de nuestros días (ideal que excede con creces la defensa de las economías de mercado corrientes en Occidente) no puede operar como un topo con potencialidad para devorar la lógica del Estado de Derecho y naturalizar la privatización de la política.
Doctor en Historia, director de la Maestría en Partidos Políticos de la Universidad Nacional de Córdoba
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