Las ideas liberales, base filosófica del Juicio a las Juntas
El principio político que hizo posible en la Argentina la vigencia de los derechos humanos y el castigo legal a quienes los habían violado pasó inadvertido y hasta tendría aquí cierta mala reputación: el liberalismo
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El éxito de Argentina 1985 vino acompañado de un debate acerca de los verdaderos protagonistas del juicio a las juntas militares, en la película centrado en la figura del fiscal Strassera. Que si faltaba la presencia de Alfonsín, que los jueces, que quienes habían tenido la idea original, que el rol del peronismo, las movilizaciones populares, los organismos de derechos humanos, etc. Como pocas veces, fueron emergiendo en algunas notas y entrevistas los nombres de un conjunto de personas con aspecto muy poco heroico: serios, formales, académicos, inteligentes y moderados. Los filósofos Carlos Nino, Jaime Malamud Goti y Martín Farrell aparecieron en los relatos como los primeros que en esa época pensaron que la Argentina tenía que reconstruirse institucionalmente luego del período militar y que un paso importante en ese sentido sería que las juntas militares fueran juzgadas. No de cualquier forma, no de manera que se interpretara como una venganza, tratando de que en la medida de lo posible todo fuera en el marco de la ley imperante y bajo la acción del mismo Poder Judicial que venía funcionando en la dictadura.
En el origen están los encuentros entre Nino y Malamud Goti en Alemania, en 1982, cuando la dictadura estaba por entrar en su fase final. Nino, quien luego sería el asesor más importante de Alfonsín para la cuestión militar y la política de derechos humanos, fue quien arrancó con la idea. La discutieron con Malamud Goti y cuando volvieron al país comenzaron a hablar con los políticos de la época, radicales y peronistas. En ese momento se les unió Martín Farrell. El más interesado fue Raúl Alfonsín, quien tomó el compromiso de juzgar a las Juntas, delimitando previamente tres niveles de responsabilidad. La forma de la transición y lo que se iba a hacer con el pasado inmediato fue uno de los temas de campaña que dividieron fuertemente al candidato radical del peronista, Ítalo Luder, mucho más proclive al olvido y al borrón y cuenta nueva.
Robert Cox y Patricia Derian fueron fieles al ideario liberal
La evaluación del experimento político del juicio realizado en 1985 ha variado con el tiempo. Hoy, varios años después, el consenso es que se trata de un momento virtuoso de la política argentina, quizás uno de los pocos. La misma existencia de la película, la idea de que podría ser una historia épica para contar y, desde luego, su éxito de público y repercusión, confirman esa sensación de logro. La transición argentina a la democracia, castigando los crímenes de la dictadura en el marco de la ley, pasó a ser un modelo estudiado por el resto del mundo e inspiración de algunos procesos similares.
Derechos inalienables
Así como los ideólogos iniciales de ese notable proceso histórico pasaron desapercibidos en el imaginario social de la Argentina, la idea política que hizo posible la vigencia de los derechos humanos y el castigo legal de quienes los habían violado pasó también inadvertida y hasta su nombre tendría cierta mala reputación: el liberalismo.
La idea de que las personas tuvieran derechos inalienables, que cada individuo era un fin y no un medio y que su dignidad era inviolable no provenía del peronismo, por cierto, y mucho menos de la izquierda. Se trataba de un credo esencialmente anglosajón proveniente de varios siglos atrás, con ambiciones más modestas en apariencia, pero que cambió las relaciones entre el individuo y el Estado de una vez y para siempre. Los responsables de pensar el juicio no se referenciaban en Marx o Perón sino que discutían si apoyarse en el utilitarismo de Bentham o en la ética de los principios de Kant, ambos filósofos liberales.
"Alfonsín llevó a juicio a las Juntas y a las cúpulas guerrilleras"
Como decía el general Perón del peronismo, liberales somos todos; por lo menos, todos aquellos que pretendemos vivir en un sistema en el cual se considere a todos los individuos por igual, independientemente de que formemos parte de algún colectivo. El liberalismo como idea traza una línea entre el poder y el individuo, entre lo público y lo privado: esa línea es –o debería ser– una barrera infranqueable. Resultado de un proceso de desacralización con el cual la humanidad fue forjando la civilización y en el cual puso a todas las personas en un ideal estado de igualdad, terminó convirtiendo al individuo como el último lugar sagrado. Sus fundamentos no están escritos en el cielo ni los transmitió un Dios: se postuló que los hombres nacen todos iguales y dotados de una serie de derechos inviolables. Postulado: principio que se admite como cierto sin necesidad de ser demostrado. Es una invención que convirtió al mundo en un lugar mucho mejor para la enorme mayoría de la población, hasta ese momento sujeta a las arbitrariedades de los poderosos –príncipes, reyes, señores feudales, amos–, contra los cuales no tenía defensa legal ni filosófica. Es una invención tan perfecta que hasta quienes no creen en ella y la desprecian recurren a sus principios cuando se sienten en peligro.
Así fue el cambio de discurso de la izquierda revolucionaria, que pasó a fines de los 70 de considerar a los derechos humanos un ardid de la burguesía a la bandera a la cual aferrarse con la que no solo podían preservar sus vidas y su integridad sino también encontrar la forma de castigar a quienes –en su propia concepción militarista– los habían derrotado. En muchos casos esa conversión fue honesta y la idea de revolución fue reemplazada con sinceridad en las convicciones de viejos combatientes por las ideas de libertad, democracia y derechos. En otros, se trató simplemente de una conveniencia momentánea y una utilización astuta de principios en los que no se creía.
Que los revolucionarios no creían en los principios liberales y los derechos humanos no es muy difícil de demostrar: sus modelos eran la Cuba de Fidel Castro y el Che Guevara, y la relación con regímenes fuertemente represivos como el soviético podría ser más o menos desconfiada pero indudablemente amistosa. Muchas de las organizaciones conocidas como de “derechos humanos” mostraron que su relación con ese concepto era puramente instrumental y con el correr del tiempo no dudaron en establecer lazos cordiales con dictaduras como la de Chavez y Maduro en Venezuela.
El periodista Ceferino Reato, en su libro sobre la bomba puesta en el comedor de la Policía Federal (Masacre en el comedor, Sudamericana, 2022), advierte con perspicacia que quien señala ese cambio de estrategia retórica de la izquierda revolucionaria es el propio Rodolfo Walsh (organizador de aquel atentado) quien en sus escritos dirigidos a la cúpula montonera de los últimos meses plantea con toda claridad que la batalla militar está perdida, que es hora de un repliegue y ofrecer un cese del fuego “con el reconocimiento de ambas partes de la Declaración Universal de los Derechos del Humanos y la vigencia de sus principios bajo control internacional”. Desde ya que Walsh, admirador de la revolución cubana, defensor de la represión a los intelectuales en la isla, participante de atentados terroristas, no tenía ninguna convicción profunda por los derechos humanos sino más bien lo contrario. Lo cierto es que con su inteligencia, muy superior a la de sus camaradas de armas, entendía que no quedaba otra salida que aferrarse a esa consigna liberal que, por otra parte, por su propia esencia, tenía la ventaja de que no distinguía entre víctimas y victimarios, entre terroristas y militantes: los derechos eran para todos por igual.
Quienes en la Argentina más consecuentes fueron durante los años de plomo con los principios liberales fueron, no curiosamente, dos extranjeros: Robert Cox, director del Buenos Aires Herald y Patrice Derian, secretaria de Derechos Humanos del gobierno de Jimmy Carter. Cox, en un primer momento convencido de que la dictadura nacida en 1976 era otro gobierno militar más y que Videla era una persona honorable, supo cambiar su punto de vista al calor de la información que le llegaba. Se acercó a esas madres que giraban en torno a la Plaza de Mayo pidiendo por sus hijos desaparecidos y les dio un espacio en el Herald. Nunca idealizó a las víctimas, como razonablemente lo hacían sus madres, y siguió usando el término “terroristas” para las organizaciones guerrilleras. Estuvo detenido de manera clandestina y finalmente, cuando su hijo fue amenazado, dejó el país con su familia. Patrice Derian, por su parte, vino en dos ocasiones como enviada de su gobierno, se entrevistó con los dictadores y logró que se permitiera la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a realizar inspecciones. Cuando le preguntaron por qué habían permitido esa inspección que fue tan letal para la reputación del régimen, el general Videla contestó: “Por la presión de gente como Derian, que jorobaba tanto”. Luego, la secretaria de DDHH norteamericana hizo conocer ante los representantes de su país, que deseaban establecer contactos comerciales con Argentina, la realidad de nuestro país y su régimen.
Juicios amplios
Es interesante recordar que Alfonsín, al mismo tiempo que ordenó juzgar a las juntas militares, hizo lo mismo con la cúpula de la organización Montoneros y con Enrique Gorriarán Merlo, único miembro sobreviviente de la conducción del Ejército Revolucionario del Pueblo. En su momento, la sociedad, harta del clima de violencia de los 70, no puso ningún tipo de objeción a que los juzgados fueran tanto los militares como los guerrilleros.
Con el tiempo, especialmente desde el apogeo del kirchnerismo, se empezó a criticar una supuesta “teoría de los dos demonios” que justificaba la violencia militar como respuesta a la provocada por las organizaciones revolucionarias. Se acusó de tener esa posición nada menos que a los responsables de la investigación que terminó en el Nunca Más, una recopilación de testimonios sobre el terrorismo de Estado que sirvió de base a las acusaciones del juicio. Durante la gestión kirchnerista incluso se agregó un nuevo prólogo al Nunca Más. Más allá de la deshonestidad –y falta de respeto– con que se trató a ese extraordinario documento y a la Conadep, integrada por civiles con valores liberales, es muy llamativa la línea argumental llevada adelante por los grupos de izquierda y el kirchnerismo para desacreditar a la teoría de los dos demonios. El argumento central era que la violencia ejercida por el Estado necesariamente era mucho peor que la que podían llevar adelante particulares. Esa es, en síntesis, la idea liberal.
Lo que se estaba diciendo allí era que había que trazar una línea que defienda al individuo de los poderes del Estado y que esa línea tenía que ser más gruesa, más fuerte, más poderosa que la que separa a los individuos entre sí. Difícil encontrar una formulación del liberalismo más precisa que lo que los grupos izquierdistas formularon inconscientemente al criticar la famosa teoría de los dos demonios.
En definitiva, liberales somos todos. Lo son algunos esporádicamente, por conveniencia, cuando sienten que el poder del Estado apunta en su dirección y ya no les resulta tan seductor. Lo somos quienes lo reivindicamos en cualquier momento y lugar, aplicado a las dictaduras latinoamericanas de derecha o de izquierda, a regímenes teocráticos o democracias de todo tipo. El juicio a las cúpulas militares de 1985 puede ser reivindicado como propio por quienes se consideran liberales. Los beneficios de la idea liberal, en cambio, por su propia esencia, son universales, sin distingos de raza, elección sexual, país, clase social, casta o cualquier pertenencia que uno quiera imaginar.ß