La vocación política. Una presidencia que buscó consolidar la unificación del país
Con un ideario afín al socialismo romántico y al republicanismo liberal, Mitre apostó por las virtudes cívicas, la participación ciudadana y el sufragio universal
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El 19 de enero de 1906 moría en Buenos Aires don Bartolomé Mitre. El país entero le rindió tributo en ceremonias multitudinarias de alcance inusual para la época. Esa unanimidad en el duelo por quien fue nombrado entonces “el hombre-nación” llama la atención en vista del carácter controvertido de su figura, tanto en vida como más tarde, en los juicios históricos. Ese reconocimiento tal vez pueda entenderse mejor haciendo un repaso de su larga vida política
Mitre fue una figura pública multifacética, pero –como señala Eduardo Míguez en su excepcional biografía– “la vocación política fue el motor de [su] vida”. En ese plano, se lo suele ubicar como un eslabón en el proceso de formación de la Argentina moderna, el primer ocupante de las llamadas “presidencias fundadoras” que desembocarían en la consolidación del Estado-nación en 1880. Esa interpretación comprime una historia conflictiva en un relato lineal que encubre alternativas y contradicciones y despoja a la vida política de Mitre de las singularidades que lo distinguen en el seno de la clase política del período.
Destino Buenos Aires. Mitre nació porteño pero desde temprano vivió en Montevideo, donde se formó al calor de la efervescencia intelectual y política de esa ciudad en las décadas de 1830 y 1840. Forjó allí las bases de un ideario afín al socialismo romántico y al republicanismo liberal que lo marcaría para siempre. Sucesivos destierros y exilios lo llevaron a Bolivia, Perú y Chile, hasta que decidió sumarse al Ejército Grande que en 1852 derrotó a Rosas en Caseros.
"Esa creación acompañó un giro radical en las formas de hacer política que habían predominado durante el régimen rosista"
Buenos Aires se convirtió en el territorio de su construcción política y su proyección nacional. En la convulsionada escena posrosista, Mitre se destacó entre quienes encabezaron la revuelta contra Urquiza y el reordenamiento que siguió a la ruptura con la Confederación. Al asociar la “causa de la libertad” (contra el presunto despotismo del entrerriano) con la misión civilizadora que debía cumplir Buenos Aires, suscitó amplios apoyos en una provincia ansiosa por borrar sus vínculos con el régimen derrocado. Sostenía que la índole esencialmente democrática del pueblo requería de la dirección de una elite ilustrada para devenir fuerza civilizatoria, por lo que se abocó a crear una asociación política que operara en esa dirección. Surgió así el Partido de la Libertad, como espacio de identificación ideológica y medio de vinculación entre la dirigencia porteña y una base popular extendida. Esa creación acompañó un giro radical en las formas de hacer política que habían predominado durante el régimen rosista. Elecciones competitivas, una prensa plural y combativa, una intensa movilización pública y la organización de la Guardia Nacional como materialización de la ciudadanía en armas funcionaron como pilares de una nueva cultura cívica. A través de su actuación en todos esos planos, Mitre fue acumulando capital político, cooptando dirigentes, reclutando militantes y despertando adhesiones en un público más amplio.
En el gobierno. Sobre esas bases, llegó a la gobernación de la provincia. Pero su proyecto iba más allá, pues aspiraba a la consolidación de una Argentina unificada tras su propio liderazgo anclado en Buenos Aires. Encabezó la lucha política y militar contra la Confederación y, una vez vencedor, avanzó hacia el objetivo nacional. En 1862 fue electo presidente de la república.
Alcanzada la unificación por la fuerza, esta no se tradujo en un orden político centralizado. La política práctica seguía teniendo su sede principal en las provincias y el Estado federal estaba en pañales. Mitre buscó subordinar al país en torno a su proyecto nacional y para eso recurrió a una combinación de represión militar donde encontraba resistencias, alianzas donde tenía amigos y negociaciones donde no podía tenerlos. Avanzó militar y políticamente en todo el territorio, mientras ponía en marcha el aparato administrativo e institucional del Estado. Operó con realismo para mantener un orden nacional, apoyado en una trama descentralizada de liderazgos y fuerzas provinciales y regionales. Pero al mismo tiempo, su base de apoyo en Buenos Aires se fue debilitando, pues la provincia resistió los intentos presidenciales de recortar su autonomía.
"Con la derrota del 68, Mitre se replegó a una Buenos Aires en manos de sus adversarios autonomistas"
A partir de 1865, la Argentina fue marcada a fuego por la guerra contra el Paraguay, un conflicto largo y penoso del que Mitre fue corresponsable. En el terreno político, mientras el Estado-nación salió fortalecido, el mitrismo quedó desprestigiado, su candidato perdió las elecciones presidenciales de 1868 y el partido no recuperó nunca la hegemonía previa.
En la oposición. Con la derrota del 68, Mitre se replegó a una Buenos Aires en manos de sus adversarios autonomistas, escindidos del tronco original liberal. Quedó así como cabeza de una fracción que en los años 70 dio lugar al Partido Nacionalista y en los 90, a la Unión Cívica Nacional. Desde allí buscó recuperar capital político y la vieja relación con el público porteño, que no tardó en distinguirlo con su entusiasmo, dotándolo de una popularidad que le ganó el mote de “caudillo” por parte de sus enemigos. En cambio, su proyección nacional fue más limitada, aunque tenía amigos y aliados en varias provincias.
De todas maneras, se involucró activamente en la vida pública nacional y siempre ocupó un lugar prominente en el seno de las elites políticas. Desde la oposición a los gobiernos de turno, recurrió a todo el arsenal de prácticas disponibles, desde la participación en la lucha electoral hasta la actuación parlamentaria, en la prensa periódica y otras instancias de actuación pública. Intervenía con elocuencia y argumentos variados, que no pueden subsumirse en una única ideología pero es posible asociar a su perfil liberal republicano y a su apuesta por las virtudes cívicas, la participación ciudadana y la democracia de sufragio universal. También abrazó la práctica de la revolución, y en 1874, 1880 y 1890 se sumó a los alzamientos contra gobiernos acusados de violar las libertades civiles y la voluntad popular, lo que por entonces justificaba la reacción armada. Se trataba de prácticas que alimentaban una vida política intensa pero inestable, que conspiraba contra la centralización del poder, y de la que Mitre fue un activo protagonista.
El “hombre-nación”. El cambio llegó en las últimas décadas del siglo, con el ascenso al poder del Partido Autonomista Nacional, una fuerza heterogénea cuyos líderes se propusieron construir un orden político más centralizado y previsible, que disciplinara a dirigentes y ciudadanos y canalizara el conflicto por vías institucionales. Abrazaron una forma de hacer política que descartaba la movilización cívica y lo que Roca llamó “los entusiasmos de la plaza pública”, pregonados en las décadas anteriores. Mitre se sumó a las reacciones que despertaron esos cambios, pero cada vez con menos entusiasmo, hasta que pareció resignarse ante la fuerza de las cosas. La determinación de la nueva dirigencia en pos de la centralización estatal, la modernización social y el disciplinamiento político, debieron convencerlo de que se abría una nueva era que prometía la definitiva consolidación nacional, devenido el mayor de sus afanes. Abandonó entonces su papel de opositor para colocarse por encima de las disputas partidarias como referente de la nación toda, papel que reprodujo y amplificó su antigua popularidad. Se convirtió así en una figura simbólica de la nacionalidad sin adjetivos y en el último “patricio”, representante de una elite republicana en extinción.
La autora es profesora de historia por la UBA y doctorada por la Universidad de Londres; investigadora superior del Conicet