La tentación binaria del discurso de Milei
Exaltar la grandeza de una pasada Argentina “próspera” sin comprender su inequidad revela una mirada sesgada
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El anarcocapitalismo de Milei plantea dudas. Su reduccionismo sobre los últimos 100 años de historia y su deseado retorno a la Argentina “próspera” de fines del siglo XIX y comienzos del XX, reivindica el liberalismo económico y descree del liberalismo político. La interpretación presidencial prescinde de matices. En los cien años de supuesto “colectivismo”, el país inició, con la Ley Sáenz Peña (voto secreto y obligatorio), la difícil transición del elitismo oligárquico hacia la democracia representativa.
Según Alberdi, la democracia debía ser construida progresivamente merced a una educación popular inexistente en su tiempo (escasa población, predominantemente dispersa, gregaria y analfabeta). Hasta la primera elección presidencial con el voto secreto y obligatorio en 1916, no regía en el país la democracia representativa de nuestra Constitución.
La educación pública –logro de Sarmiento y Roca– y las corrientes migratorias atraídas por el boom económico crearon, con la alfabetización, las condiciones objetivas de ese primer ejercicio democrático. Las condiciones subjetivas: la determinación de Roque Sáenz Peña de poner fin a las elecciones amañadas, la causa radical, la lucha de dirigentes socialistas como Juan B. Justo y Alfredo Palacios, y el hartazgo popular con las elites.
"Hacia 1880 la condición agroexportadora del país y su relación con el Reino Unido, generaron, para pocos, una situación floreciente"
En la Argentina “próspera” de 1860 a 1916, las elecciones fueron una ficción. Las elites competían entre ellas, elaboraban padrones que registraban solo a los “propios”, el voto era cantado y los escrutinios, una farsa.
Hacia 1880 la condición agroexportadora del país y su relación con el Reino Unido, generaron, para pocos, una situación floreciente. El informe de Bialet Masse de 1904, dirigido al ministro Joaquín V. González, describía las penurias de los trabajadores. De allí la legítima pretensión de democracia representativa y de “justicia social”. Decía Werner Goldschmidt que la política es un “orden de repartos” asociado a la noción de justicia y a las relaciones de poder.
Aristóteles distinguía tres clases de justicia: la legal, debida por los individuos al Estado; la conmutativa, relativa a los negocios particulares; y la distributiva, que relaciona al Estado con los individuos. Esta fue denominada “justicia social” al emerger la cuestión social, exponiendo los padecimientos debidos al capitalismo ascendente e ilimitado de fines del siglo XIX, bajo versiones socialistas, cristianas o liberales.
El capitalismo originario impulsó la modernización y el progreso, pero también la pauperización de muchos. Con la noción de justicia social emerge un Estado que limita los excesos del capital permitiendo forjar, en muchos países, sociedades más justas, dignas y libres, sin abjurar de la economía de mercado. En el orden de repartos de esa Argentina idílica de Milei, las elites eran las ganadoras, indiferentes a las conclusiones de Bialet Masse.
"Durante los cien años “colectivistas”, además de crisis y conflictos, hubo progresos"
La grandeza de Mitre, Sarmiento y Roca, pacificando e integrando el territorio y liderando avances institucionales, convivió con ese sistema electoral ficto. Las virtudes de Roca no impiden mirar críticamente el régimen que instauró en el que se bloqueaba la democracia. Exaltar la grandeza de un tiempo sin comprender su inequidad constituye una mirada sesgada. Muchos argentinos de bien fueron maltratados por el Estado oligárquico.
"Pese a la inestabilidad política y económica, se fue trazando un camino zigzagueante hacia el desarrollo que mostraba, a fines de los años 60, bajos índices de pobreza y desempleo, movilidad social y una equitativa distribución de ingresos"
Un país desarrollado necesita de una economía capitalista dinámica e integrada al mundo. También de democracia representativa, pluralismo, buenas instituciones y calidad de vida. Durante los cien años “colectivistas”, además de crisis y conflictos, hubo progresos. En 1947 se legalizó el voto femenino; las aspiraciones laborales de los socialistas se concretaron en la primera presidencia de Perón y fueron confirmadas, luego, por la reforma constitucional de 1957; también a Perón se debe la gratuidad de la educación superior y su influencia en la movilidad social. Y hubo que esperar hasta la presidencia de Alfonsín para desterrar de la política argentina el fraude, las proscripciones, el golpismo, la violencia revolucionaria, y alcanzar la reivindicación de los derechos humanos.
Pese a la inestabilidad política y económica, se fue trazando un camino zigzagueante hacia el desarrollo que mostraba, a fines de los años 60, bajos índices de pobreza y desempleo, movilidad social y una equitativa distribución de ingresos. De ese incipiente desarrollo nos alejamos, primero, por la violencia de los años 70 –que perduró hasta avanzados los 80– y, luego, por la corrupción y las tendencias hegemónicas a partir de los 90. Lamentablemente, la corrupción no fue erradicada en este primer ciclo de democracia representativa.
"Estamos ante la posibilidad de encauzar la economía y de mejorar la vida de los argentinos, pero existen riesgos. El principal: fracasar por errores políticos"
Del discurso de Milei cabe destacar su realismo para exponer la gravedad de la situación económica y social, y la necesidad imperiosa de estabilizar la economía. Si el presidente logra hacerlo e impulsa la inversión y el empleo, su gestión podrá quedar en la historia. Pero ese logro no validará su visión decimonónica de un Estado ajeno a la justicia social.
Estamos ante la posibilidad de encauzar la economía y de mejorar la vida de los argentinos, pero existen riesgos. El principal: fracasar por errores políticos. Pero, también, el de iniciar, si se logra la estabilización, un nuevo ciclo binario en el que queden abolidos los matices, la tolerancia y el debate. La intolerancia conduce a la demonización de los adversarios y a una nueva hegemonía.
Es cierto que existen instituciones que se han degradado. Sindicatos, obras sociales, empresas estatales, universidades, y muchos organismos públicos puestos al servicio de nuevas oligarquías, pseudopopulares. Pero no se trata de arrasar con todas, sino de corregir sus rumbos. No es la motosierra el mejor símbolo de rectificación.
Es posible que, a veces, el mensaje político eficaz deba recurrir a la exageración, pero la democracia no se consolida con visiones mesiánicas. Poner la economía en marcha es tan importante como superar la corrupción y crear un clima político que permita el debate y superar la confrontación.