La república inconclusa y la fragilidad de la democracia argentina
Desde el golpe de 1930, el orden constitucional fue una sucesión de violaciones, fracasos y abusos de podera los que nadie intentó ponerles de verdad coto
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En el mismo momento en que se recuperaba la democracia, en 1983, se presentaba en cines la película La República perdida, un documental que mostraba la zigzagueante historia nacional entre gobiernos constitucionales y dictaduras militares, y las nefastas consecuencias de ese proceso turbulento. El film fue muy oportuno en ese contexto, permitió recordar responsabilidades, complicidades y arbitrariedades, sobre todo para las nuevas generaciones que comenzaban a transitar la experiencia de vivir en estado de derecho bajo la Constitución Nacional. El título de la película dejaba entrever que alguna vez Argentina supo ser una República y que había que volver a encontrarla luego de extraviarse por los sucesivos golpes de Estado. Hoy, ante una nueva elección presidencial y a 40 años del retorno de la democracia, vale preguntarse si alguna vez el país llegó a ser una república en serio sustentada en el poder soberano de su población, en instituciones independientes que funcionen como contrapesos a los abusos de cualquier índole, y en una libertad de expresión sin cortapisas.
"El golpe de 1930 interrumpió esa construcción republicana imperfecta pero posible"
La conformación de la nación argentina se logró relativamente en poco tiempo en el siglo XIX. Después de la declaración de la independencia de España y de toda dominación extranjera llevó unas décadas conseguir una organización como país con una identidad común dentro de un territorio compartido. No se logró desde la razón sino desde impulsos emocionales atravesando sangrientas guerras internas y violentas luchas políticas que por momentos parecieron interminables. El esfuerzo tuvo su resultado y hacia fines de esa centuria había quedado amalgamada una unidad colectiva que dio sentido de pertenencia. No pasó lo mismo con el objetivo de ser una república administrada bajo un sistema democrático. El período que más se acercó a ese ideal fue el de la reorganización nacional. El tiempo que abarcó entre el gobierno de Bartolomé Mitre en 1862 hasta el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen en 1930. Casi 70 años de estabilidad institucional y vigencia de la Constitución, aunque era la elite gobernante la que controlaba los tres poderes y existía una democracia formal, condicionada y limitada, solo para unos pocos. Todo en un país con una amplia mayoría de analfabetos. No obstante, representó un proceso que tuvo la cualidad de ir perfeccionándose en el andar superando graves conflictos como los tres levantamientos armados de civiles y militares que dieron nacimiento a la Unión Cívica Radical, crisis que se solucionaron dentro de las reglas del sistema.
El golpe de 1930 interrumpió esa construcción republicana imperfecta pero posible. Aquel asalto al poder puso fin a una larga etapa de aprendizaje institucional y de ampliación de derechos cívicos y democráticos que habían permitido consolidar una idea y un proyecto de país que ubicó a la Argentina entre los primeros del mundo. Eran tiempos de la alternancia en el poder, de luchas políticas que posibilitaban consensos duraderos que fueron rotos en mil pedazos aquel 6 de septiembre. Se trató de un quiebre que causó un daño irreparable al país, instalando el vale todo en la sociedad, una falsa certeza y creencia de que siempre puede haber una solución por fuera de la ley, que el fin justifica los medios, que el pragmatismo mata idealismos, y que vale el más fuerte por sobre quien busca ajustarse a la ley. Que el poder es impunidad. Aquel primer golpe fue una verdadera tragedia de la que jamás logramos recuperarnos.
"Desde 1930 la democracia argentina fue una sucesión de violaciones, fracasos y abusos de poder en su nombre, todas manipulaciones abyectas que terminaron vaciándola de contenido reduciéndola a la mera formalidad representativa y delegativa"
Derrumbar aquella incipiente república fue el comienzo de la corrosión de sus tres poderes centrales. Se hizo desembozada la injerencia de la política en el sistema judicial a partir de que la entonces Corte Suprema de Justicia convalidó, legalizó y justificó el golpe a la Constitución, blanqueando a la dictadura de Uriburu con la acordada del llamado “gobierno de facto”, esto es, que vale lo que se hace en nombre del Estado, aunque el gobierno sea ilegal e ilegítimo. Desde este antecedente, el Poder Judicial se alejó de su obligado rol de independencia para ser, bajo distintas formas, un apéndice funcional y complementario del gobierno de turno, incluso de las dictaduras. Y en ese juego de usos y conveniencia mutuas también la Justicia empezó a competir como actor político dejando su función de árbitro del conflicto social. Y se sabe que para que haya corrupción basta con dos socios dispuestos a embarrarse.
Desde 1930 la democracia argentina fue una sucesión de violaciones, fracasos y abusos de poder en su nombre, todas manipulaciones abyectas que terminaron vaciándola de contenido reduciéndola a la mera formalidad representativa y delegativa. Una muestra de ello es que cuando los políticos llegan al poder se comportan como si fueran los dueños del país, de una provincia o de un municipio, olvidando que son meros administradores de la sociedad a la que representan. No es un lugar de privilegio sino un servicio.
Se sabe que en estos tiempos electorales la competencia de promesas, que se espera sean una vez más incumplidas, hacen regresar a la verborragia de los candidatos los ideales de República, Democracia y Pueblo. En momentos en que el mundo occidental está reconfigurando estos valores y el sistema de representatividad (según The Economist, en el mundo solo el 8 por ciento de países tiene una democracia plena funcionando) sería útil entender qué hemos hecho en nuestra historia con la República, la Democracia y el Pueblo, ese soberano indiscutido desde los tiempos griegos y que en la Argentina es el menos soberano de todos porque la mitad ha sido expulsado del sistema y empobrecido. No hay soberano con hambre y sin ley que lo proteja.
Una reflexión en este contexto político e histórico del país con el período más largo de democracia del último siglo. Desde aquella asonada de 1930 hasta 1976 se sucedieron seis golpes de Estado cívico-militar que destruyeron el orden legal y constitucional. Y todos quedaron impunes. Desde aquel primero hasta el último, más sangriento, ningún partido político, organización de derechos humanos, asociación de abogados, fiscales y jueces, constitucionalistas de ideologías diversas e intelectuales militantes, en síntesis, ningún argentino inició demanda judicial alguna para enjuiciar a los golpistas de todos los tiempos por violación de la Constitución Nacional que desde 1853 estableció claramente en su artículo 22. “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición.” Y sedición es alzamiento violento contra la autoridad legalmente constituida. En la historia argentina nadie fue preso por ese delito y todas las sediciones prescribieron.
Esto también nos describe qué somos como sociedad. Nos ayuda a entender en parte la increíble decadencia argentina. Reconocer los errores es el primer paso para superarlos. Condición para construir un país que merezca ser vivido.