La poesía de Ives Bonnefoy, siempre presente
Hay libros para los que nunca es tarde. La reciente edición de Poemas 1947-1975, del francés Ives Bonnefoy (1923-2016), corre el riesgo de ser tomada a la ligera como un simple primer tomo de su poesía completa. Lo es, pero con una salvedad: no se trata de la habitual compilación tardía, que suele aparecer cuando la obra de un poeta queda clausurada por su muerte. El volumen es un libro de Bonnefoy por derecho propio. Fue publicado a fines de los años setenta para darle perspectiva a una producción concentrada y por entonces relativamente escueta. Para esa época, Bonnefoy había dado a conocer solo cuatro poemarios –y muchos ensayos sobre poesía y artes plásticas–, pero a partir de entonces habría muchos más, una veintena. En algunos, incluso inventaría un género personal: las prosas poéticas de los “relatos en sueño”.
La edición bilingüe de Poemas 1947-1975 –salió por El Cuenco de Plata, con traducción de Silvio Mattoni– se atiene a la singularidad del libro original, sin aditivos. Figuran los cuatro títulos: Del movimiento y la inmovilidad de Douve (1953), Ayer reinante desierto (1958), Piedra escrita (1965) y En el señuelo del umbral (1975), sin prescindir del Anti-Platón (1947), una plaqueta primeriza que, a su manera, funciona como arte poética.
Hay, sin embargo, una lealtad mayor: también conserva el extenso prólogo original de Jean Starobinski, una obra maestra crítica que explora en cada detalle los alcances de esa obra que concilia lo simple y lo complejo. El quid de la poesía de Bonnefoy es la presencia, cómo reflejarla en la poesía. Su proyecto, contra todo, no es ingenuo. Bonnefoy en su juventud estudió matemáticas y, dice el crítico suizo, conocía “por experiencia la atracción del pensamiento abstracto, la alegría que puede sentir la mente construyendo el edificio de los conceptos y las relaciones puras”. Como Gaston Bachelard –el epistemólogo de Psicoanálisis del fuego y El agua y los sueños–, “sabe que el rigor del saber exige el sacrificio de las evidencias inmediatas, de las imágenes primarias, y no puede resignarse a ello”. La poesía –es su condición devaluada desde al menos dos siglos precaria ante el triunfante sistema de pruebas científico, dice Starobinski– tiene que hacerse entonces cargo del privilegio que le queda: la exploración del ser.
La obra de Bonnefoy tiene un contrario, un enemigo: el concepto. Y un objeto: menos la reflexión interna del yo que su relación con el mundo. “Es el mundo reconquistado por sobre la abstracción, el mundo despejado de las aguas nocturnas del sueño ; y eso implica esfuerzo, trabajo, viaje”, anota Starobinski. Bonnefoy lo que busca es recuperar la plenitud de sentido, volver el mundo de nuevo habitable.
Todavía hoy no hay mejor comentario a la obra de Bonnefoy que ese prólogo. Es tan revelador que puede imaginarse surgida no solo de la lectura, sino de largas charlas entre escudero y autor: en efecto, Starobinski (1920-2019) y Bonnefoy eran, sin que eso atenúe su intachable talento crítico, amigos. Compartían, además, otros intereses. La obra de Borges, por ejemplo.
Bonnefoy, contra las lecturas lúdicas y posmodernas que se hacían de él en Francia, detectaba en el argentino una trágica contradicción entre vida y literatura que en cierto modo, era lo que él buscaba resolver en su propia poesía. Se encontró con Borges más de una vez. La última –según me contó en una entrevista, en 1999– fue junto con el propio Starobinski, poco antes de la muerte del escritor, cuando lo visitaron en el Hospital Cantonal de Ginebra, donde estaba internado. En un momento estaban los tres hablando de Virgilio cuando Borges recordó a otro poeta: “¡Sí, Virgilio, pero no se olviden de Verlaine!”. El francés quedó sorprendido. “Al gran poeta por excelencia, a la figura de proa del gran arte y el pensamiento occidentales, le contraponía, en pie de igualdad, al marginal, al vagabundo, al que no rechazaba ninguna debilidad de escritura, ningún manierismo, ningún pequeño ardid, pero que, en un nivel más profundo, en su concepción de la poesía, no se mentía a sí mismo”. Bonnefoy y Starobinski tenían a Verlaine como un poeta menor, pero en la añoranza contradictoria de la vida de Borges –esa fue su enseñanza inesperada– sus versos también podían revelar esa presencia que tanto buscaban.