La perversión de las palabras, otra forma de autoritarismo
Los malabarismos del Gobierno para no aceptar la derrota abren la vía para la intransigencia y el fanatismo
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El programa de Stéphane Mallarmé era, como se sabe, “dar un sentido más puro a los vocablos de la tribu”; programa por la gracia del cual, según recordó el filósofo George Gusdorf, “los vocablos más utilizados vuelven a encontrar misteriosamente su integridad original y se animan con una radiante fosforescencia.”
A mi ver, “los vocablos de la tribu” no solo son los que, restaurados, renacen en la voz del poeta. Ellos no solo connotan desgaste, la anemia expresiva que les impone el abuso, la inmovilidad de la costumbre, la rigidez del convencionalismo. Son, igualmente, un bien palpitante, un patrimonio vivo. Remiten a valores compartidos sin los cuales no hay comunidad. Generan esa necesaria cohesión social de la que son capaces los significados consensuados. Promueven acuerdos, en suma, que garantizan entendimiento. Esas palabras patrimoniales se encarnan en la ley. Infunden inteligibilidad a la trama de lo diario. La previsibilidad requerida para que el presente pueda remitir a un porvenir y contar con un pasado.
"El uso perverso que de las palabras hace el poder cuando solo se interesa por sí mismo, las priva de credibilidad pública. Se las pronuncia con irresponsabilidad demagógica"
Pero algo más hay que decir sobre los “vocablos de la tribu” en lo que hace a su empleo habitual. Atenazados por el populismo y la pobreza discursiva que hoy padecen las democracias republicanas, revelan que el nuestro es un tiempo de palabras devaluadas. En política eso implica una desarticulación profunda de la trama social. El uso perverso que de ellas hace el poder cuando solo se interesa por sí mismo, las priva de credibilidad pública. Se las pronuncia con irresponsabilidad demagógica.
Se violenta su significado para infundir veracidad a la mentira y ganar apoyo donde la sinceridad no lo brindaría a la mayoría de los que recurren a ellas para privarlas de sentido y simular que se lo infunden. Puestas al servicio del poder, avasalladas por él, sin otro límite que el interés en alcanzarlo o sostenerse en él, las palabras terminan por hundirse en la ciénaga del descrédito, en lo puramente pretextual. La sociedad que padece su tergiversación ya nada espera de ellas ni de quienes las pronuncian. Convertidas en máscaras que ya ni siquiera disimulan lo que torpemente encubren, terminan despilfarradas por el descrédito. Es así como la política, herramienta esencial de la organización colectiva, impide que prospere la democracia ya que solo favorece, con el envilecimiento del lenguaje, el afianzamiento del autoritarismo y la represión del pensamiento crítico. Subordinadas a la intransigencia ideológica, sea esta de la naturaleza que fuere, las palabras, en esta circunstancia, no traducen más que intolerancia y fanatismo; promueven la discriminación y se convierten en el preámbulo de acciones violentas. Más aún: ya son expresión de esas acciones violentas.
Nuestro país es uno de los que acusan con mayor dramatismo la devastación de los significados llevada a cabo por el uso perverso que de ellos hace la demagogia política. La lucha contra este proceso de degradación de las palabras corre por cuenta de una estricta educación cívica y de ella forma parte ese mismo periodismo libre expuesto a la saña de quienes, para prosperar, necesitan silenciarlo. En él, en ese periodismo, es posible encontrar un baluarte indispensable para restañar las heridas de las palabras, su menoscabo, esa violación de su función y de su sentido que no es otro que el de la verdad entendida como derecho a la disidencia.
Lo que las palabras nos entregan de las cosas proviene de la relación que entablamos con ellas. Es lo que usualmente llamamos su “sentido”. Platón advirtió que entre las palabras y las cosas no puede haber homologación. El lenguaje, aseguró, es referencial. Su retrato del mundo no es el mundo. En nuestra comprensión de su semblante no se agota su realidad. Esta disonancia entre la designación y lo designado lejos está de decirnos que en el nombre de las cosas nada hay de las cosas que se nombran. O que el lenguaje es un creador de espejismos. En todo pronunciamiento, lo real irrumpe como interpretación, como significado. En todo significado relumbra como un destello ese más allá de la cosa que es su dimensión autónoma y que apenas se perfila en el lenguaje y no cabe en ninguna designación.
"Lo que importa donde la verdad no importa es el poder, se lo obtenga como se lo obtenga"
Pronunciarse, decir, es dar a conocer la índole del vínculo que nos une o desune con el mundo. El destino que en las palabras han corrido el prójimo, uno mismo, las cosas. Ellas plasman la vibración de nuestro diálogo con la realidad. La mayor o menor aptitud para el encuentro con ella. Distancias y cercanías se reflejan en las palabras que empleamos como signos en un cuerpo. Leer a alguien es acceder a su relación con el mundo.
¿Qué es un hombre sin sus palabras? ¿Un escritor sin sus palabras? Nadie. Lo dijo Octavio Paz: “Estamos hechos de palabras”. Cuando nos faltan, todos los espejos se vuelven inútiles.
Pero una cosa es esta restricción ontológica que impide a las palabras adueñarse por completo de lo que solo pueden connotar y otra muy distinta es privarlas de la facultad que sí tienen de acoger la realidad y darle, en muy buena medida, la oportunidad de verse reflejadas en ellas.
“No te des por vencido ni aún vencido”, escribió Pedro Bonifacio Palacios, mejor conocido como “Almafuerte”. Quien bien entienda lo que allí propone admitirá al menos dos evidencias. Una, la obvia: que la entereza del luchador debe dar prueba de integridad incluso en la derrota. La segunda: que hubo incuestionablemente un triunfador que no fue él. La tenacidad se convierte en mera obstinación, en renegación, cuando repudia los hechos; en este caso, la evidencia de la derrota que afecta a quien no se da por vencido. Esa renegación pasa a ser entonces obra de un enceguecido.
"Es el caso de Alberto Fernández, alquimista fervoroso de lo estable en inestable y de lo real en aparente"
Tergiversar el significado de las palabras para no acatar los hechos que demuestran lo contrario de lo que se les hace decir no solo es signo de insensatez sino también indicio incontrastable de perversión. Cuando no se admite lo que pasa, se ha renunciado a la realidad como referente de las palabras. Y con ello y a la vez, se ha renunciado al pensamiento.
Es el caso de Alberto Fernández, alquimista fervoroso de lo estable en inestable y de lo real en aparente. La conversión de su reciente derrota electoral en jubilosa victoria partidaria es una prueba más de su desprecio por el sistema político en el que compitió y perdió. Si de tal modo el auténtico ganador pasa a ser, por obra del malabarismo verbal, el derrotado es porque, para el perdedor que reniega de su condición, el triunfador no significa nada. Y con la volatilización de quien de veras resultó ganador en las elecciones de medio término se produce la conversión en humo de la mismísima democracia. ¡Perversa metamorfosis discursiva de la verdad y del sistema político en el que aún vivimos, cuando las palabras caen en manos de la mentira!
La literatura, tanto la de ideas como la de ficción, abunda en ejemplos de lo que implica distorsionar el significado de los hechos para ajustarlo como sea al propósito de quien no tolera lo que ellos acusan. De Sófocles y Sócrates a Jonathan Swift, de John Locke a Hans Christian Andersen, de Robert Louis Stevenson y Oscar Wilde a Jorge Luis Borges insiste en hacerse oír esa advertencia tan difícil de soportar y sin embargo tan tenaz en su propósito desmitificador.
Pero infinitamente más dramático e incluso trágico es el efecto de la malversación de los significados en la historia real de la que se nutre la ficción, es decir, la apremiante, imperiosa e inescrupulosa necesidad de subordinar la realidad a los intereses del propio discurso. Las tiranías, las dictaduras, todas las formas de autoritarismos y la subsecuente siembra de muertes que de ella se derivan constituyen una pasión delirante.
Lo repito: Alberto Fernández despreció formalidades indispensables del sistema democrático y la verdad de fondo que exige su cumplimiento al no reconocer su derrota electoral. De tal modo hizo suyo el procedimiento oprobioso y autocrático que en 2015 puso en práctica su jefa política al desconocer que el país contaba con un nuevo presidente electo y negarse a traspasarle los atributos simbólicos del poder.
La psicopatología no es el recurso ideal para explorar la política pero sí puede resultar útil para aproximarse a una mejor comprensión de la conducta personal de ciertos políticos.
La Argentina está hoy a merced de un Gobierno en el que la patología de sus dirigentes incide hondamente en la configuración de su comportamiento errático, inoperante, de tremendas consecuencias sociales. Todo, en ellos, pareciera poder siempre más que el sentido común y la moderación exigidos por una hora dificilísima en la que la primera cosecha de tanta insensatez es el sufrimiento impuesto a millones de personas y la sobreabundancia impune del delito, la guerra de mafias y la inseguridad generalizada, del escenario callejero al económico.
Frente a semejante catástrofe, la oposición que se ha hecho acreedora mediante el voto mayoritario, a la súplica desesperada y a la exigencia de terminar con la impunidad de tanta perversión, deberá restaurar el valor de la palabra, sanear la acción política, limpiarla de tanta inmundicia retórica, devolverle peso a la verdad y mostrar una inflexible sujeción del poder a la Ley. Solo así probará que ha sabido escuchar a esa mayoría que le dio la victoria el 14 de noviembre y que ante todo se volcó hacia ella buscando un indispensable retorno a la cordura.
Cristina Fernández no recurrió a su actual delegado sino por considerarlo impermeable a los dilemas morales que puede suscitar la incoherencia y plenamente manipulable como para cumplir sin chistar las órdenes de su señora a cambio de los brillos de la investidura presidencial. Aun cuando las cosas, para la vicepresidenta, no hayan salido como esperaba, es un hecho que en el oficialismo las palabras nunca fueron sino un recurso de seducción electoral y reafirmación de un liderazgo rígidamente verticalista apto para devotos de lo inequívoco. Lo que importa donde la verdad no importa es el poder, se lo obtenga como se lo obtenga. La incompatibilidad o la disonancia entre las palabras y los hechos no es más que un desvelo “neoliberal”.
Sin embargo, el drenaje de votos prooficialistas que la gestión de ambos Fernández provocó en sus dos primeros años prueba que esa asimetría brutal entre lenguaje y realidad no a todos les resultó indiferente dentro de las filas hasta ayer cercanas al cristinismo, ya que redundó en una inoperancia calamitosa por donde se la mire. Furia y desilusión preponderaron también allí donde se creía que la perversión de las palabras bastaría para que el efecto del desastre se extinguiera como por acto de magia.