La odisea de 272 cadetes en la revolución de 1955
En medio de las refriegas, la vida de los estudiantes del Liceo Naval Militar Almirante Brown corrió peligro, como narra el historiador Luis Fernando Furlan
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Doscientos setenta y dos chicos y adolescentes estuvieron en los primeros dos días de la revolución que derrocó a Juan Perón en septiembre de 1955 en el centro de uno de los episodios de mayor dramatismo de ese capítulo de nuestra historia contemporánea.
La odisea comenzó para algunos de ellos en la madrugada del 16, a horas de haber estallado, bajo el santo y seña de “Dios es justo”, el último de los varios alzamientos militares que hubo contra la autoridad de Perón, aun antes de su primera asunción como presidente electo, el 4 de junio de 1946. Apenas tres meses antes de la rebelión que lo condenó al ostracismo por dieciocho años, se había producido el bombardeo por unidades de la Aviación Naval y la Fuerza Aérea contra la Casa Rosada y otros edificios públicos.
"En la isla Santiago, separada de Ensenada por el río de ese mismo nombre, se alistaban desde el 15 por la noche para entrar en acción conspiradores de la Base Naval allí existente. Apenas un alambrado la separaba del Liceo Naval Militar Almirante Brown"
Como consecuencias de las metrallas sobre la plaza histórica y sus adyacencias quedaron, el 16 de junio de 1955, 229 muertos y 797 heridos, no pocos entre ellos por entero ajenos a los sucesos. El batallón 4 de Infantería de Marina y comandos civiles alistados desde temprano en lugares estratégicos de la zona no alcanzaron a cumplir el cometido de acabar con la vida de Perón. Advertido este de los hechos que se precipitaban, buscó esa mañana refugio en el edificio Libertador, sede del Ministerio de Ejército.
A unos 58 kilómetros de la Plaza Mayo, en la isla Santiago, separada de Ensenada por el río de ese mismo nombre, se alistaban desde el 15 por la noche para entrar en acción conspiradores de la Base Naval allí existente. Apenas un alambrado la separaba del Liceo Naval Militar Almirante Brown, instituto de celebrado prestigio en su tiempo entre las mejores casas de estudios secundarios de América latina. Había acogido a su primer alumnado en 1947.
En las primeras horas del 16, un par de cadetes, que velaban por el sueño y el orden en el inmenso dormitorio del primer piso de un edificio que había servido para iguales propósitos a la Escuela Naval Militar desde fines del siglo XIX hasta 1944, advirtieron voces y movimientos de que algo anormal ocurría en el ámbito destinado a la oficialidad. Más anormal aún fue que a las 06.15 no hubiera un toque de diana ni que todo el mundo saltara de las camas para comenzar la rutina en un colegio con alumnos de 12 años, como el cadete bisoño Jorge Escriña, y otros de 18 años, entre los más próximos a la graduación. Imperaban en ese ámbito educativo normas estrictas. Las faltas individuales o colectivas se sancionaban con la pérdida de salida los sábados o, en casos más graves, el fin de semana completo.
Pronto los cadetes comprendieron que se había producido una revolución. Pero no al punto de saber que con solo cruzar un canal –el canal W– y pasar a la isla en la que funcionaba desde hacía once años la Escuela Naval Militar, observarían que su director, el contralmirante Isaac F. Rojas, había instalado allí el puesto de comando de la Armada Rebelde en operaciones. Esas primeras horas de la revolución no habían sido fáciles para quien al cabo de siete días aparecería en los balcones de la Casa Rosada ante una multitud que desbordaba la plaza, en la condición de vicepresidente de la Nación. Lo haría junto al nuevo presidente, el general Eduardo Lonardi, líder de la lucha simultánea que se había librado desde Córdoba, con la participación armada de connotados civiles; el futuro presidente Arturo Illia, entre otros.
"Los cadetes del liceo habían encontrado un improvisado y vulnerable amparo en las aulas de clase y estudio, tapiándolas con cuanto elemento de protección conjetural habían encontrado a mano, incluso colchones"
Importantes autoridades navales de la zona de Río Santiago se habían negado a plegarse al alzamiento. En primer lugar, el comandante zonal, contralmirante Izquierdo Brown; también los directores de la Escuela de Aplicación de Oficiales, el del Astillero y el jefe del Arsenal Río Santiago. Entre las 10 y las 11 de aquel viernes 16 de septiembre comenzó a dirigirse contra la isla Santiago el fuego de las unidades apostadas en Ensenada al mando del general Heráclito Ferrazzano, comandante de la II División de Ejército. Pertenecían a los regimientos 6 y 7 de Infantería, a la unidad motorizada de Buenos Aires, al batallón 2 de Comunicaciones, a los regimientos 1 y 2 de Artillería y a efectivos de la policía provincial.
Los cadetes del liceo habían encontrado un improvisado y vulnerable amparo en las aulas de clase y estudio, tapiándolas con cuanto elemento de protección conjetural habían encontrado a mano, incluso colchones. En su pormenorizado libro sobre ese capítulo notable de la revolución de 1955 por la edad de los protagonistas y el infierno por el que atravesaron durante 48 horas, Luis Fernando Furlan trabajó con los testimonios de más de una veintena de aquellos muchachos, hoy veteranos cuyas edades oscilan entre los 83 y 87 años. Muchos otros han dejado ya este mundo. Queda entre los testigos quien actuó en aquellas circunstancias como primus inter pares de todos los cadetes: el ingeniero Aníbal Deleonardis, de la quinta promoción, y uno de los egresados más populares entre los excadetes.
Furlan reúne suficientes condiciones para la reconstrucción que se propuso bajo el título de Entre bombas, mareos y fama. Es magíster en Defensa Nacional, historiador y, como tal, ha sido docente del Liceo Naval Militar Almirante Brown, del que se graduó como guardiamarina de la reserva después de haber cursado allí estudios entre 1989 y 1993. Furlan admite, con absoluta honestidad, que aborda una historia que venía postergando desde hacía tiempo por varias razones, entre otras, de “corrección política”. Un lector atento de este libro, editado por el Instituto de Publicaciones Navales del Centro Naval, advertirá que algo de ese condicionamiento perdura aún en la referencia reiterada a “la autodenominada Revolución Libertadora”.
Es ese un detalle menor; una concesión ligera a la policía cultural que ha fiscalizado los escenarios de la política en las últimas décadas, pero compensada por la descripción que el autor se permite, sin embargo, de los acontecimientos inmediatos que precedieron a la Revolución Libertadora. Entre otros, la quema en Buenos Aires por elementos adictos al régimen imperante, al anochecer del 16 de junio, de la Curia, aledaña entonces a la Catedral Metropolitana, y de las iglesias San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio, de la Merced, San Miguel, de la Piedad, de Nuestra Señora de las Victorias, del Perpetuo Socorro, San Nicolás de Bari y San Juan Bautista, y la capilla San Roque.
"En la noche del 16 los cadetes del liceo comenzaron a evacuar la isla Santiago bajo la conducción del jefe de Cuerpo, capitán de fragata Carlos Alberto Gasparini, y del teniente de navío Norberto Bonesana"
De haber alzado la mirada por encima de esos incendios, el autor habría registrado también la persecución en aquel tiempo de la prensa independiente, el sometimiento obsceno de la Justicia al Poder Ejecutivo, el desafuero de tantísimos legisladores de la oposición no por corruptos, como podría barrerse hoy de un soplo certero con un número asombroso de legisladores nacionales y provinciales, sino por levantarse en protesta, como lo había hecho Ricardo Balbín, contra una dictadura votada reiteradamente por la mayoría electoral. Podría por igual haber agregado escándalos como el de Nelly Rivas, la piba de 13 años, actuante en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), que fue a vivir a la residencia presidencial de Olivos después de la muerte, en julio de 1952, de Eva Perón. Por aquella audacia se la martirizó, y con ella a sus padres, en actuaciones judiciales de enorme repercusión tras los acontecimientos de septiembre de 1955.
En la noche del 16 los cadetes del liceo comenzaron a evacuar la isla Santiago bajo la conducción del jefe de Cuerpo, capitán de fragata Carlos Alberto Gasparini, y del teniente de navío Norberto Bonesana. Con disciplina y sigilo, vestidos con la ropa azul de fajina y desprovistos de cualquier elemento de color blanco susceptible de ser divisado por el frente enemigo, se arrastraron en la oscuridad en posición de cuerpo a tierra hasta las unidades que deberían abordar para escapar de una situación insostenible. Los elementos progubernistas más próximos, apostados a no mucho más de un centenar de metros en un predio de elevadores, habían disparado varias veces con fuego graneado hacia la isla.
Gateando, llegaron a los rastreadores Granville y Spiro, donde los esperaba un destino diverso. El primer buque sería una suerte de polvorín volante para abastecer a otras naves en rebeldía más allá de la rada del Río de la Plata (la Flota de Mar, con base en Puerto Belgrano, aún estaba en aguas tan saladas como lejanas), pero carecía de provisiones para alimentar a cadetes y tripulación. Las galletas de agua de las falúas, bastante intragables por el paso de vaya a saberse cuánto tiempo almacenadas, se acabaron pronto. Había bolsas de cebollas, de papas, de ajos y zanahorias. Fueron desapareciendo con aprensión decreciente con el paso de las horas. Desaparecían como salían de las bolsas, crudas, en estómagos vacíos, pero estómagos jóvenes y en principio resistentes. Mientras tanto, al hacinamiento en un navío configurado para una tripulación de solo 70 hombres se sumaba la tortura de un clima tormentoso, con fuerte marejada, viento arrachado y cabeceo brusco de los buques en una navegación por todas las razones inolvidable, incluido el océano de vómitos del que hubo que alijar al navío.
La revolución triunfó como pudo. Triunfó por una moral manifiestamente más templada que la de las fuerzas leales. En la más benévola de las interpretaciones, las filas de estas últimas se fueron deshilachando con el correr de los días, aunque al principio fueran netamente superiores en número de hombres y en armas que los del otro bando. Un grupo de jefes del Ejército, entre los que se destacaba el general Juan José Uranga, después ministro de Transportes del gobierno de Lonardi, se había embarcado a la par de los cadetes en las unidades disponibles de la Armada. Esto daba cuenta de que los cuadros rebeldes se habían constituido a retazos, y cosidos precipitadamente, al momento de producirse el alzamiento.
Antes de que la mitad del cuerpo de cadetes subiera al Granville, este había sido atacado por la aviación leal al gobierno. Ya tenía una baja mortal, y navegaba con heridos entre los tripulantes y daños en el puente. Los ataques de los Avro Lincoln y Gloster Meteor que respondían al comando de la Fuerza Aérea habían hecho daño también en el BD1 N° 11, que había traído desde Martín García refuerzos de marinería para los revolucionarios, y en los destructores Cervantes y La Rioja, cuando estaban aún amarrados a los muelles de la Escuela Naval. Allí murió el cadete de esta escuela Carlos Cejas.
Muchas de las bombas arrojadas por la aviación leal al gobierno cayeron al agua. Tantas, que eso llamó la atención. Uno de sus pilotos, el capitán Jorge Costa Peuser, confesó con los años a Isidoro Ruiz Moreno, el riguroso autor de la más reconocida de las reconstrucciones sobre la Revolución Libertadora, que había insistido en plegarse al levantamiento, pero que cuando avistó el río había tirado desde el Calquin que piloteaba las bombas al agua y, en lugar de regresar a la base gubernista de Morón, se había dirigido a la base de Tandil.
El 18, Rojas ordenó que los cadetes del liceo, carentes del estatus militar que investían los de la escuela, fueran trasladados en asilo a Montevideo. Para eso debieron ser antes trasbordados al BD N°11, que esa altura presentaba el cuadro deplorable de un colador que había sido agujereado por la aviación hostil. Se trataba de una unidad de desembarco, y eso significaba una pérdida menor en relación con otras naves que entraran eventualmente en el puerto oriental y quedaran retenidas en virtud de normas de aplicación internacional a las que Uruguay no se ajustaría, en realidad, en todo momento del desarrollo de la contienda. Lo excedería el entusiasmo de su gobierno, y de una parte considerable de la población, por ver a Perón al fin derrotado.
El gobierno uruguayo había sido desde la revolución de 1943 notoriamente generoso con los exiliados argentinos, tanto con los políticos como con los militares que habían huido hacia allí después de asonadas contra el jefe justicialista que habían fracasado una tras otra. Las relaciones entre ambos países no podían haber sido en aquellos tiempos más tensas, ni más claras las simpatías orientales hacia una de las partes en un conflicto a morir entre argentinos. “Que el hombre mate al hombre es uno de los hábitos más antiguos de nuestra singular especie como la generación o los sueños” (Borges, en Atlas).
Los uruguayos se habían sentido particularmente afectados por las trabas impuestas al viaje de argentinos a la otra orilla y detestaban, salvo los blancos nacionalistas acaudillados por Luis Alberto Herrera –abuelo de Luis Alberto Lacalle Herrera y bisabuelo de Luis Lacalle Pou–, el despotismo de Perón. La reconciliación llegaría en 1973, cuando Perón gobernó por tercera vez, y se cerró con Uruguay, por vía de un tratado, el viejo litigio jurisdiccional entre nuestros países sobre las aguas del Río de la Plata.
Nadie se sorprendió, pues, que en la tarde del 18 una multitud de uruguayos recibiera en Montevideo al BD N° 11 con los cadetes del Liceo Naval. Encabezaba la concentración el presidente del consejo de gobierno, Luis Batlle Berres –padre de Jorge Batlle, que sería presidente del Uruguay a fines del siglo– y su mujer, Matilde Ibáñez Tálice.
Los cadetes fueron alojados en la Escuela Naval y en la Escuela Militar del Uruguay y días después llevados a una colonia de vacaciones y al Hotel Argentino, de Piriápolis. Regresaron el 28 a la Argentina en el Crucero 9 de Julio y en el destructor Uruguay, de la Armada oriental, y se encontraron en el puerto de Buenos Aires con una acogida nuevamente apoteósica. Ahora, también con el abrazo de padres y hermanos que habían seguido con angustia una aventura absolutamente inesperada y de la que apenas se habían informado, hora a hora, por las radios uruguayas, que quebrantaban la monotonía oficialista y la pobreza noticiosa de las emisoras argentinas.
Los cadetes coincidieron en su retorno con dos políticos socialistas que llevaban años en el exilio: Alfredo Palacios y Américo Ghioldi, y con el brigadier mayor Samuel Guaycochea, uno de los jefes de la revolución fracasada de 1951, tal como lo reconstruye la obra de Furlan, tan ajustada a la fidelidad con los hechos ocurridos.
La odisea había concluido. Por dos veces los cadetes habían hecho saber su voluntad de combatir y por dos veces había sido rechazado el ofrecimiento, que no cayó en vano. Muchos de esos muchachos estaban “muertos de miedo”, como algunos aún lo reconocen, pero mostraron el valor, la templanza y la disciplina que les fueron reconocidas públicamente por el jefe naval de la revolución, almirante Rojas, y por el director del liceo, Carlos Bourel, también revolucionario.
Quienes hemos pasado por las aulas de ese instituto siempre dejaremos constancia agradecida de que el adoctrinamiento político en las aulas, que llegó en los años del primer y segundo gobierno peronista a extremos insólitos en otras escuelas y colegios del país, fue en el Liceo Naval Militar Almirante Brown una excepción nada casual. Se correspondía con el señorío republicano de las antiguas tradiciones navales, hechas a un lado en los años setenta por el delirio de quienes condujeron la Armada en la lucha trágica y enloquecida contra el terrorismo de izquierda, al que patrocinaban poderosas fuerzas externas.
Al ponerse a aquellos jóvenes cadetes al margen del abismo que dividía a mediados del siglo XX a los argentinos en términos aún más brutales que los de estas últimas décadas, la Armada rebelde de 1955 encontró en 272 chicos y adolescentes como respuesta la solidaridad espontánea, y no poco candorosa, que navega para el lector por la mar gruesa de Entre bombas, mareos y fama. En tres párrafos irrepetibles en la Argentina de hoy a pesar del caudaloso intercambio de agravios que cruza permanentemente por la política, Furlan desnuda el espíritu de la época de hace setenta años. Le basta con transcribir tres párrafos del célebre discurso del presidente Perón del 31 de agosto de 1955, pronunciado dos semanas antes de la revolución que lo derrocaría:
“Por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos”.
“Vamos a ofrecerles lucha. Pero sepan que esta lucha que iniciamos no habrá de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado”.
“Aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino”.