La obra maestra: una historia sobre la relación padre-hijo entre Alfredo y Diego Leuco
Alfredo Leuco prueba que la paternidad puede ser una de las bellas artes: Diego es su obra maestra. La esculpió con pasión y paciencia de artista durante mucho tiempo, como Miguel Ángel con el Moisés y con La Piedad, en este caso para completa felicidad y regocijo de la figura cincelada. La relación entre ellos resulta completamente subversiva, puesto que pone en tela de juicio la educación operativa y sentimental que ejercimos con nuestros propios hijos, y el vínculo que conseguimos establecer con ellos ya en la edad adulta.
Alfredo no puede evitar ser un sufriente; Diego es decididamente un gozante. Al mayor, como a muchos de nosotros, su padre le profetizó inicialmente la miseria: su viejo, como el mío, confundía por buenas razones el periodismo con la bohemia y la vagancia. Sospechado de que iba ser diletante, vagabundo y pobre, el hijo se rebeló contra ese estigma y se transformó entonces en un adicto al trabajo, marca de fábrica muy difícil de borrar.
Diego, en cambio, creció en un hogar donde su padre exudaba éxito y pasión sin límites, y tiene por lo tanto asimilado que vivir es pelear ardorosamente por cumplir los sueños, y triunfar, el resultado de esa deliciosa vehemencia. Alfredo es un sobreviviente de la jungla: ha visto demasiados caídos en su vida y entonces avanza vigilando a las fieras y anticipándose a sus posibles emboscadas; duerme con el rifle al pie de la cama y siempre alerta. Diego, por su parte, marcha más despreocupado por la selva, haciéndose hermano de la aventura, aunque ha desarrollado reflejos rápidos de supervivencia y sabe que él mismo puede ser tan peligroso como sus enemigos agazapados: se ríe de ellos, duerme a pierna suelta.
Desde muy chico, ese hijo desayunaba conversando con su padre las noticias de los diarios, lo acompañaba en viajes o veladas que incluían encuentros con actores y políticos, y oía las reflexiones en voz alta que Alfredo hacía frente al televisor. Su propia casa fue, desde su nacimiento, una formidable facultad de periodismo. Esa es la razón por la que con apenas 26 años Diego Leuco posee la madurez de un veterano: parece un periodista que lleva dos décadas en este oficio. Decía Rousseau: Un buen padre vale por cien maestros.
Alfredo, sin embargo, nunca fue consciente de estar instruyendo o preparando a un continuador o a un heredero. Más bien pensaba que la profesión era peligrosa y a veces muy ingrata, y deseaba que su hijo se dedicara a otras tareas más salubres. Diego estudió magia, teatro y gastronomía antes de descubrir, a la vuelta de unas vacaciones, que nada le importaba de verdad salvo ser lo que su padre ya era. Aunque a su modo. Ningún gran periodista es sólo un periodista: detrás suele haber siempre una segunda vocación escondida. Algunos periodistas tienen vocación de abogados, de detectives, de economistas o de escritor de novelas. En Leuco grande esa segunda vocación es la política; en Leuco chico, es la conducción radial y televisiva: hacia allí marcha de manera irreductible. Y el padre fantasea con retirarse alguna vez del micrófono y ser el productor general de Leuquito, dándole sin querer la razón a Peter Ustinov: Los padres son los huesos con los que los hijos afilan sus dientes.
Para Alfredo, su hijo siempre fue el gran amor de su vida. La conexión con Diego siempre resultó de máxima intensidad y nunca tuvo altibajos; ni siquiera sufrieron los desapegos naturales de la adolescencia. El padre era el ídolo del hijo, y viceversa, algo muy raro de ver en otras familias. Existen dos teorías antagónicas sobre los consejos paternales. Hay quienes piensan que deben inocularles a sus hijos la idea de que sólo serán felices si trabajan de lo que aman. Y otros que, también con buen criterio, sólo quieren que sus hijos encuentren una profesión con la que vivir feliz y dignamente. Para los últimos, una cosa es el trabajo y otra la vida, y está perfecto que no se entremezclen de manera promiscua. Para los primeros, ser y hacer es lo mismo. Alfredo y Diego son en eso casi idénticos: no hay división muy marcada entre el periodismo y la vida privada; más bien una y otra se amalgaman y complementan armoniosamente día y noche. Esto no evita, naturalmente, que la experiencia (ser periodista las 24 horas) se transforme en una obsesión patológica: ambos descienden de Mayor, el patriarca de la familia, farmacéutico jubilado cuya frase más sabia es “lo que no se gasta en champagne, se gasta en remedios”. De manera que celebrar las buenas y conjurar alegremente las malas forma también parte del vademécum personal de este dúo dinámico.
La increíble relación entre ambos sufrió un fuerte salto de calidad cuando Diego Leuco se convirtió también en un periodista de referencia, algo que igualó por primera vez al maestro con el discípulo. Durante años, yo actué como el consejero profesional de Alfredo: fui sustituido hace unos años por su propio hijo, que ahora lo mira de igual a igual y tiene una capacidad de análisis extraordinaria. Hoy los Leuco son socios, pero lo más interesante es que ese nuevo status no logró borrar el ejercicio de la paternidad: el mejor amigo de Alfredo es su hijo; con él habla horas por teléfono, trazan diagnósticos, cruzan informaciones y chismes, sacan conclusiones políticas, se critican, se entretienen. Nadie puede saber, a esta altura, quién enseña a quién.
Bernard Shaw sostenía que “los padres deberían darse cuenta de cuánto aburren a sus hijos”. Padres de antiguas generaciones tenían muchísimos problemas para entenderse con sus vástagos, incluso para hablarles. Muchos los siguen teniendo, no por aquella tradicional lejanía de antaño sino por la incomunicación del presente, que es una verdadera enfermedad de esta época del vacío. Algunos recurrían a un terrenito común (el fútbol, el cine) para poder desarrollar desde allí esa relación de intimidad y acercamiento. Los Leuco tienen todo un continente en común lleno de montañas, mesetas, llanuras y ríos. Viven juntos en ese vasto territorio.
Este relato integra el libro “Las mujeres más solas del mundo”, de Jorge Fernández Díaz, que acaba de ser reeditado con nuevos textos por Editorial Planeta