La minuciosa autodestrucción del kirchnerismo a manos de “la Jefa”
La forma en que Cristina Kirchner lideró el Frente de Todos hizo más que sus opositores para empujar a su movimiento político a una lucha complicada por la supervivencia
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Javier Milei y Patricia Bullrich se disputan un mérito ajeno cuando discuten quién de los dos está mejor preparado para “destruir al kirchnerismo”. De esa tarea se ha encargado con minuciosa precisión Cristina Kirchner desde el momento en que decidió vaciar de autoridad a un gobierno en crisis.
Dueña de un liderazgo indiscutido en el peronismo, usó el poder para blindarse en una burbuja ajena a las culpas y dejó a la Argentina en manos de una burocracia sin cabeza. Alberto Fernández, el presidente que ella moldeó hace cuatro años con la fuerza de un tuit, fue incapaz de sobreponerse al golpe palaciego que el kirchnerismo le dio, con el ministro Wado de Pedro a la cabeza, el día posterior a la derrota en las PASO de 2021. Desde aquel día su gestión consistió en esperar el final, con “la Jefa” dispuesta a concederle el oxígeno justo para seguir braceando hacia la orilla.
Cristina se ubicó en una cabina imaginaria, como una comentarista de ESPN, a observar el derrumbe. Dejó que el presidente de un país presidencialista se paseara por la vida como Bruce Willis en El sexto sentido ante una platea que ya conocía el final. Ella se regodeó con regularidad cartesiana de aquello en lo que había convertido a su criatura y hasta pareció gustarle el resultado.
“Es culpa de Alberto”, fue la frase que marcó el período. Alberto extendió demasiado la cuarentena. Alberto demoró las medidas de expansión del gasto para los sectores más vulnerables. Alberto eligió los candidatos legislativos que perdieron. Alberto se entregó al FMI sin pelear. Alberto dejó que la Justicia desafiara al poder. Alberto enredó a la coalición de gobierno en unas primarias que iban a ser dañinas.
Al peronismo le gustó el refugio confortable de la irresponsabilidad. Los gobernadores trazaron fronteras políticas en sus provincias, despegaron las elecciones de las nacionales y ofrecieron a sus votantes un discurso antiporteño, que les permitió maquillar apenas el señalamiento al gobierno fallido. Los sindicalistas y los movimientos sociales se replegaron a blindar sus privilegios: negociaron beneficios estatales a cambio de paz en las calles. Hacen marchas para apoyar en lugar de protestar por la licuación de los salarios. Los intendentes del conurbano se concentraron en sostener el asistencialismo y alimentar el aparato partidista para no fallar el día de la siguiente elección.
Cristina y sus pibes para la revolución se obsesionaron por rescatar del fuego el capital simbólico de un pasado idealizado. Creyeron que la autopercepción de lo que fueron podía tapar las miserias de la Argentina que se iba gestando ante la ausencia de un programa para enfrentar la caída.
Sergio Massa irrumpió en el gobierno cuando el daño de semejante experimento estaba avanzado. Fue un instrumento de Cristina para evitar lo que metafóricamente la política nacional llama “el helicóptero”: la renuncia del Presidente, que la hubiera obligado a ella a sentarse en la silla eléctrica de la Casa Rosada.
Con un año y medio por delante, en medio de una corrida cambiaria, Massa descartó aplicar un plan de estabilización y se dedicó a administrar placebos en un cuerpo enfermo. La misión consistía en que la crisis se notara lo menos posible: las cuentas le daban para edificar una candidatura presidencial con alguna opción de éxito porque la oposición estaba fracturada. Solo había que ayudar un poquito a Milei.
La épica de la valentía -”agarré el fierro caliente”- fue el activo del ministro, que no perdió la oportunidad de usar a Fernández como coartada. Con la cortesía módica de no olvidarse nunca de la herencia de Mauricio Macri.
La sequía se interpuso a su audacia. Sin dólares, con un jefe del gobierno apenas protocolar y sin vocación de hacer reformas, la Argentina se internó decididamente en el círculo vicioso de inflación y devaluación. Los números de la pobreza asustan y el tejido social se deteriora a niveles dramáticos.
Al kirchnerismo le llegó la factura por el lujo de tirar a la marchanta dos años de gestión.
Puesta ante el desafío electoral, “la Jefa” aceptó que fuera Massa el encargado de rescatar votos entre las ruinas. El candidato ministro se mueve como un rey Midas blue: todo lo que toca lo convierte en pesos.
Los kirchneristas de paladar negro asisten a un baile de máscaras sin reglas y aplauden el festival de subsidios, bonos y beneficios que riegan la campaña. Se dejan guiar por un dirigente que viene de la derecha, que en el pasado prometía cárcel para los funcionarios corruptos del gobierno de Cristina y quería barrer a los ñoquis de La Cámpora y que ahora promete “racionalidad fiscal” (para después de las elecciones, claro) y un gabinete de “unidad nacional” con el radicalismo y una parte del Pro.
Axel Kicillof retrató esa confusión de manera involuntaria en un reciente acto de campaña con Massa. Con ánimo de atacar al macrismo, dijo la siguiente frase: “Ellos ganaron la elección de 2015 con una estafa electoral cuando recorrían los canales de televisión, Sergio, prometiendo que iban a sacar el impuesto a las Ganancias y lo duplicaron”. No reparó que esa era también la promesa electoral estrella de Massa en aquel tiempo y que intenta cumplir ahora en medio del incendio inflacionario.
La nueva música
“Es una epopeya que estemos competitivos”, dijo, como un elogio, el camporista Andrés Larroque, que milita a Massa como si fuera la reencarnación de Néstor Kirchner.
El resultado de las PASO constató el desastre. La peor elección histórica del peronismo unificado fue una sorpresa solo a medias.
Cristina reapareció con su implacable lógica del “yo te avisé”. Expuso la semana pasada su perplejidad al descubrir un “sujeto social nuevo” que huye del peronismo hacia una propuesta extrema, la de los libertarios, que califica a la justicia social como “un robo”. Propone, entonces, “discutir en serio”, “entender” qué está pasando, “alcanzar acuerdos”, como si en estos años en el ejercicio del poder hubiera promovido alguna instancia para generar diálogos de algún tipo. Como si no fuera a darse vuelta y convocar a una sesión del Senado para reponer en su cargo a una exjueza a quien la Corte Suprema declaró cesada en su cargo.
Descubre al “trabajador pobre” sin asumirlo como producto de un fracaso político-económico gestado durante un largo período en el que ella tuvo responsabilidad de gestión la mayor parte del tiempo. Asume le necesidad de hallar soluciones justo cuando los votos se escapan y hay que atajarlos con urgencia.
El mensaje de Cristina hace juego con el disruptivo reclamo de Kicillof, cuando hace tres semanas pidió a los kirchneristas “componer una canción nueva” y dejar terminar con la nostalgia de los gobiernos de la década pasada. ¿Hay algo de autocrítica en ese razonamiento o es simple cálculo electoral del gobernador que tiene la misión de retener el bastión de la supervivencia en medio de una revuelta liberal? ¿Es una reflexión sincera o el reflejo atónito del árbol que ve venir la motosierra?
La única certeza es que el oficialismo vive horas de agitación. Máximo Kirchner está indignado con Kicillof por haber insinuado que había que sintonizar con la nueva ola. Ya no encuentra el servilismo de otros tiempos. Mario Secco, un cristinista de pura cepa que gobierna en Ensenada, pareció apuntarle al heredero cuando dijo esta semana: “Ella nos dijo que agarremos el bastón de mariscal. ¿Qué le dice a la mesa kirchnerista dura? Que nos hagamos cargo. ‘Hacete cargo, ya sos grande’, no te escondas abajo de Cristina. Cuando decimos que hay que escribir nuevas canciones, se trata de eso”.
El hijo de Cristina asistió desde el campo de juego al acto que Secco le organizó a Kicillof en la cancha de Defensores de Cambaceres el miércoles, en lo que más de uno interpretó como el lanzamiento de una línea independentista del gobernador. Es una hipótesis que para cuajar depende en gran medida de los votos que consiga juntar Massa en la provincia, donde las boletas van pegadas. Solo en caso de ganar sabremos de qué va el disco de Axel. Algo parece seguro: abundarán las marchas de resistencia.
Retener la provincia es una hazaña posible. A nivel país, con la regla del ballottage, Massa necesita, en cambio, un milagro. Cristina lo vislumbra imposible (nos dirá cuando ocurra que ella ya lo sabía), y por eso gasta poca energía en asistir al candidato. En charlas reservadas repite un dato contrastado: nunca desde 1983 ganó las elecciones un gobierno que deja el índice de pobreza por encima del que recibió. De cumplirse el presagio, evitará el momento agridulce de ver con la banda presidencial a un peronista que promete “ser el único jefe” si le toca asumir la Presidencia.
De acá a diciembre, la prioridad de Cristina consiste en rescatar porciones de poder institucional y sortear la hiperinflación, que ve como una amenaza cierta a su legado; un límite incluso para la estrategia autoindulgente del gobierno que no existió. No hay peor pesadilla para el kirchnerismo que coronar su declive con su propio 2001.