La literatura, un antídoto contra la violencia machista
Muchas autoras, desde la argentina Dolores Reyes hasta la mexicana Brenda Navarro, exploran de manera original y sin concesiones los femicidios
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Si bien existe desde siempre, no hace tantos años que la sociedad empezó a visibilizar la violencia machista, que en el caso más extremo termina en muertes de mujeres: recién en 2012 se incorporó legalmente la figura del femicidio.
Los medios empezaron a contar con más frecuencia historias de mujeres violentadas y, también, de infancias que son víctimas de esos varones violentos que, en algunos casos matan también a sus hijos y, en otros, los convierten en espectadores cautivos. El tema se volvió más presente en las conversaciones cotidianas y también los empezó a reflejar la literatura.
Hay relatos de autoficción, novelas y cuentos actuales que ya se convirtieron en emblemáticos y nos ayudan a reflexionar acerca de la violencia contra las mujeres. Podrían ingresar en lo que se denomina “escrituras de la urgencia” que, tal como lo menciona la intelectual Nora Domínguez, refiere a la “variada y amplia articulación entre artes, escrituras y feminismos” en el presente y que tienen como eje la violencia machista. Las movilizaciones contra esa violencia, los reclamos del #NiUnaMenos y las marchas por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo se “anudan” en estos escritos que, de alguna manera, documentan las circunstancias de la época.
Selva Almada, Mariana Enriquez, Gabriela Cabezón Cámara, María Moreno, Camila Sosa Villada, Belén López Peiró y tantas otras que, con sus relatos conforman una resistencia enérgica de esta realidad social violenta, son algunos de los nombres de autoras argentinas emblemáticas de estas “escrituras de la urgencia”.
¿Qué pasa con las infancias que atravesaron es tipo de vivencias críticas? ¿Tienen quién las narre en la literatura actual? ¿Hay relatos de hijas e hijos de femicidas en la literatura contemporánea de habla hispana? Quienes sobrevivieron a esas violencias, tal como lo expone la psicología, sufren en su vida las secuelas de ese trauma y luchan para superar esas experiencias y continuar con sus vidas. Escribir suele ser una alternativa para procesar esas consecuencias emocionales.
Existe un corpus de textos –en crecimiento– de hijos ficcionales o reales que testimonian el femicidio de sus madres. Así lo estudió la escritora Norma Matteucci, profesora en Letras y Diplomada en Género, autora del libro de ensayos Mujeres, escritura y vida (Cartografías 2022), que señala que el femicidio altera esas jóvenes vidas, algo que empieza a ser reflejado en el mundo imaginado. “La narrativa actual –en tanto literatura que tiene una función social, más allá de la función estética– da cuenta de esta realidad”, dice. Sostiene que, en lo que respecta al femicidio y a las infancias atravesadas por esa violencia extrema, también los empezó a revelar la literatura.
“Son significativos los textos narrativos escritos desde el punto de vista de esas niñeces o juventudes –narrador protagonista o testigo de ese mundo de violencia– que escriben para visibilizar los hechos; también muestran las consecuencias que sufren ellos mismos, sobrevivientes de la violencia patriarcal”, expone.
Hace referencia a algunos textos que estudió y que reflejan estas realidades y muestran las consecuencias que sufren sus protagonistas, sobrevivientes de violencia doméstica.
“Una novela emblemática respecto de este tema es Siempre será después (Alfaguara, 2012), de la escritora uruguaya Marisa Silva Schultze”, menciona Matteucci. El joven protagonista de esta obra no logra convivir con dos hechos aberrantes que marcaron su existencia: el femicidio de su madre y el suicidio de su padre. Hechos que, aún sin haberlos presenciado, se recrean una y otra vez en su imaginación, a partir de las pocas referencias que posee. La matriz de violencia profundiza la incomunicación y rompe la red de contención del niño, que en su juventud aún no puede superar lo ocurrido y toda su vida se desarrolla en ese “después” del continuum de violencia. Y, ante ella, el niño-joven no puede superar la culpa, que es la culpa de los sobrevivientes.
Un poco más atrás en el tiempo, el cordobés Jorge Baron Biza escribió la novela autobiográfica El desierto y su semilla (1998), que narra la agresión de Raúl Baron Biza a su esposa Clotilde Sabattini cuando la citó para firmar los papeles de divorcio: entonces, le arrojó ácido a la cara con la intención de “dejarla ciega y que su cara fuese su última visión”. Luego de ese acto, él se suicidó.
Tal como señaló la crítica, todo El desierto y su semilla gira en torno a la violencia y a la construcción y/o reconstrucción, ya sea del rostro de la madre, de la memoria o de la identidad. El autor del libro, cuando recibía las mejores repercusiones por su obra, también se suicidó: se lanzó por la ventana de un piso doce en su departamento en Córdoba.
Más reciente, en la novela Cometierra (Sigilo, 2019), de la argentina Dolores Reyes, la protagonista es una joven que, durante el entierro de su madre, se lleva un puñado de tierra a la boca y así descubre que tiene el extraño poder sobrenatural de experimentar visiones. Justamente la primera de estas la lleva a descubrir que su padre es un femicida y que su madre fue asesinada a golpes por él. Luego vendrán otras visiones, de las que no podrá escapar, y que le van a permitir develar, entre otras verdades, en qué lugar estaba el cuerpo desnudo y sin vida de su seño Ana, dónde estaba enterrada una compañera de la escuela; qué ocurrió con María, que hacía días no sabía nada de ella y la policía se había negado a buscarla, y tantos casos más.
Así transcurre la historia de vida de esta joven en un contexto de vulnerabilidad, orfandad y desamparo, del que busca salir junto a su hermano. La secuela de esta novela, Miseria (Alfaguara, 2023), continúa el devenir de esos chicos, ahora jóvenes, que no logran escapar de la violencia que los atraviesa desde la infancia.
También Nagore, la niña protagonista de la novela Casas vacías (Sexto Piso, 2021), de la mexicana Brenda Navarro, es sobreviviente del femicidio de su madre a manos de su padre. Ella sufre la pérdida y el desarraigo al ser adoptada por sus tíos, que viven en otro país, con los que pareciera no lograr construir un lazo afectivo fuerte, porque ellos están con sus propios problemas (la desaparición de un hijo). En una primera línea de lectura, el destino de Nagore parece ser la orfandad y el destierro, que trata de superar en la adultez cuando elige volver a su tierra natal a cerrar heridas con su padre biológico, el femicida.
En diálogo con Navarro, ella sostiene que, pese a sus circunstancias, “Nagore va tomando lo que puede siempre desde el amor”. Y sostiene: “Eso me pareció disruptivo, porque la mayoría de las veces nos educan para estar enojadas. Nagore, en cambio, tiene la capacidad de disfrutar de la vida. Es una reivindicación de cuando dejas que una mujer sea libre, porque es el modo de volverse una persona que pueda hacer cuestionamientos, preguntas incómodas. Los hijos e hijas de mujeres asesinadas merecen cuestionar al feminicida, merecen respuestas: ¿Por qué lo has hecho? Tienen que darnos una respuesta”.
Matteucci suma un relato que le parece emblemático en medio de este corpus. La adolescente protagonista del cuento “Réflex” –de la mexicana Abril Posas– construye, a partir de las fotos capturadas por su madre, los espacios vacíos que la llevan desde la desaparición a la comprobación de su femicidio en manos del padre. También hay ahí una revelación dolorosa que ella sólo puede transitar convirtiéndose en una vengativa sobreviviente.
La Premio Nobel Olga Tokarczuk escribió: “La literatura es una de las pocas esferas que intentan mantenernos cerca de los hechos concretos del mundo”.