El legado más filoso que Menem le dejó al kirchnerismo
Perdida en la secuencia ininterrumpida de golpes de Estado durante más de medio siglo en la Argentina, la idea de legado político apenas si empezó a recuperarse una vez que, aunque con alteraciones y mezquindades, se normalizó la entrega del mando de un presidente constitucional a otro. Las muertes de Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner permitieron revisar, a partir de sus funerales, la herencia que habían dejado sus mandatos al país.
Ocurre lo mismo con el adiós a Carlos Menem. La evocación de sus pasos por el poder permitió comprobar que la huella de ese tránsito perdura hasta estos días, aunque mal escondida por los afectados ejercicios de cristinismo que insisten en presentar al presidente riojano como una antítesis del ciclo abierto en 2003.
Menem dejó anotados varios signos que hoy tienen manifestaciones concretas más allá de las negaciones y de los ensayos de cancelarlo de la revisada historia oficial del peronismo. Uno de esos signos está en la estirpe misma del movimiento fundado por Perón: la sobreadaptación a los tiempos históricos globales.
Si el peronismo de los años 60 y 70 hizo estallar en su interior y luego en la Argentina los enfrentamientos de la Guerra Fría, Menem asumió con fanatismo la receta de las Reaganomics para remediar dos viejas desgracias: el atraso económico y la inflación. Fue tan eficaz como líder que logró que se asumiera como una realidad la mágica creencia de que un peso iba a cotizar eternamente como un dólar.
Menem fue tan eficaz como líder que logró que se asumiera como una realidad la mágica creencia de que un peso iba a cotizar eternamente como un dólar.
El brutal rompimiento de esa convención, con la devaluación que siguió a la caída de Fernando de la Rúa, tuvo como beneficiario al matrimonio Kirchner, que se subió a la ola populista de la región impulsada por la explosiva demanda de granos y alimentos de China. Paradójico en una fuerza que siempre se reivindicó nacionalista, como una esponja, una vez más, el peronismo absorbió sin matices los rumbos mundiales de moda.
Néstor y en particular Cristina pudieron detenerse en las políticas del Brasil de Lula da Silva pero, como Menem, quisieron ser más papistas que el papa y terminaron repitiendo la épica discursiva de Castro y Chávez. Mientras, crecía una madeja de negocios y negociados con una recaudación piramidal desde cada empresa privada contratada por el Estado.
Nada nuevo, todo bastante menemista, aunque con un crecimiento exponencial. Lo que antes se cobraba como coima para entregar una empresa estatal a manos privadas ahora se facturaba mensualmente y en dólares como contraprestación a los contratos de privados con el Estado. Fue escrito en cuadernos y confesado por la mayoría de sus arrepentidos protagonistas. Lo que en los noventa se celebraba como picardías transgresoras, en el kirchnerismo se cubrió de relato enérgico. Comedia y drama, teatro político al fin.
Menem pudo comprobar que la corrupción no sufre un castigo invalidante del electorado mientras los indicadores económicos y sociales expresen al menos alguna expectativa de mejora.
Surge entonces el más filoso de los legados de Menem, como una repetida secuencia que no solo alcanza al presidente muerto, sino a los actuales ocupantes del poder. Menem pudo comprobar que la corrupción no sufre un castigo invalidante del electorado mientras los indicadores económicos y sociales expresen al menos alguna expectativa de mejora.
Con aliados en los sectores medios y medios altos, por votantes de la Ucedé, por caso, el menemismo acumuló triunfos durante casi una década. La verdad política de que “la gente vota con el bolsillo” siempre pretendió ocultar la tolerancia de una masa importante de votantes a los sistemas de robo desde el poder. Hay, por lo demás, una variable también ideológica en el tránsito del menemismo al kirchnerismo. No todos los votantes que apoyaron las políticas de Menem prescindiendo de la corrupción son los mismos que apoyan al kirchnerismo en las urnas negando evidencias flagrantes de delitos. Mirado en el tiempo, puede decirse que la aceptación de la corrupción cruza clases sociales y afinidades ideológicas.
Por cierto, la dirigencia peronista sigue siendo casi la misma, tan menemista antes como kirchnerista ahora, con alguna que otra excepción y con el agregado de los recambios generacionales. La herencia menemista no está por lo tanto solo en los dirigentes, sino también en los votantes. Es una huella vergonzante que refleja y retrata al electorado tal como es y no como pretender ser visto. De “la pizza con champagne” a la “épica revolucionaria”.