La irreductible literatura de Kafka
La obra del escritor checo de lengua alemana, a cien años de su muerte, sigue siendo una de las más influyente del último siglo
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¿Cómo imaginar la literatura sin Kafka? Aunque vivió solo en su primer cuarto de siglo, Kafka es el escritor del siglo XX por antonomasia. Hay varias razones para esa afirmación. Una señala que, justamente por haber escrito en esa primera etapa, influyó decisivamente en la literatura que vino después, con ese adjetivo: lo kafkiano. Otra, que las pulsiones del praguense lograron plasmar por escrito las ansiedades y desastres que se avecinaban. Pero hay un motivo más, quizás el central: la obra de Kafka es irreductible, como muestran las muy diversas interpretaciones que todavía, a cien años de su muerte, sigue suscitando. Esa resistencia a la transparencia logra un efecto único: ese mundo onírico, de pesadilla, en que el realismo y lo fantástico se encuentran en un mismo plano es literatura en estado puro.
La reticencia proverbial de Kafka colaboró también para ese efecto. Como se sabe, apenas publicó en vida cuentos en revistas, un par de colecciones de relatos y La metamorfosis. El resto –los diarios, las novelas en que trabajó durante décadas, las cartas– se lo dejó a su amigo Max Brod con la indicación expresa de que lo quemara todo. Brod, también escritor, traicionó ese requerimiento o entendió que de no esconder alguna duda el propio autor lo hubiera dado al pasto de las llamas. Entre 1925 y 1935, se encargó de publicar la mayoría de esos materiales, logrando así que Kafka fuera un escritor menos de aquel primer cuarto de siglo que del futuro.
Los cuentos –algunos brevísimos– son el territorio siempre por redescubrir: los hay de todas clases, desde el parabólico “Ante la ley” –un favorito de la filosofía, que no se cansa de analizarlo- hasta el misterioso e inexpugnable “Odradek”. La metamorfosis, con dimensiones de nouvelle y la conversión de Gregor Samsa en insecto, pone en escena ese malestar del individuo determinado por el entorno: todo es realista, con excepción de esa insólita transformación y sus consecuencias.
Sin embargo, son las novelas que Brod conservó las que hicieron correr más tinta en los años inmediatos a su publicación. El proceso (que Kafka empezó a escribir una década antes) fue la primera en aparecer, en 1925. El desconcierto de Josef K. al ser arrestado por un crimen del que nunca es informado y su final, sometido a una autoridad burocrática siempre inalcanzable, pronto se vería replicada por los estados totalitarios. El castillo, salida al año siguiente, pone en escena la historia de un agrimensor que nunca es llamado al castillo de la aldea que supuestamente lo convocó, en otro eterno aplazamiento. La incompleta América (1927) –del que Kafka había adelantado un capítulo, “El fogonero”– tiene una vuelta de tuerca final, acaso optimista. Novelista o cuentista, poco importa, Kafka no envejece. Es cada día más nuestro.