La independencia imaginaria de Alberto Fernández
En el gobierno del revés, hasta los ministros presionan en público al Presidente, pero él insiste con la reelección para no diluir más su figura; el kirchnerismo lo ve como “un obstáculo”
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Alberto Fernández aparenta vivir una primavera política. Sueña despierto con una candidatura a la reelección, sobreactúa autonomía con retoques en los márgenes intrascendentes de su gabinete y vende logros imaginarios de su política económica en un país devastado por la inflación.
Tres años tarde, agarrado del estribo, el Presidente se rebela a su manera contra el estereotipo de líder sumiso, ineficiente y sin poder de decisión que su propia inventora, Cristina Kirchner, se encargó de alimentar cada vez que pudo. Es un grito de independencia imaginario, sostenido en la convicción de que su propia debilidad inhibirá de actuar contra él a aquellos de quienes amaga liberarse.
Cristina y su hijo Máximo no consideran a Fernández un adversario sino un obstáculo. La tozudez con que anunció esta semana su proyecto de ser candidato en unas primarias del Frente de Todos causó irritación en el kirchnerismo duro, que está convencido de que se deben eliminar las PASO y unificar la toma de decisiones. Con un objetivo excluyente: rescatar la mayor cuota de poder posible en 2023 para impedir un resurgimiento liberal en la Argentina.
Es “medio raro” que un presidente compita en unas PASO, sentenció Máximo Kirchner esta semana. No encontró palabras sino gestos con sus manos para demostrar su incomodidad con el hombre elegido por su madre hace tres años para ocupar el sillón de Rivadavia. Esa falta de recursos expresivos esconde una angustia mayor: la carencia de un candidato competitivo con quien bloquear la pretensión de Fernández.
Esa es la llaga en la que mete el dedo el Presidente cuando, en pleno descalabro de precios y ante una sociedad cargada de enojo, se propone coquetear con proyectos electorales grandilocuentes.
Él sabe que Cristina Kirchner no se somete a internas. La Cámpora amasó influencia y manejo de fondos, pero jamás rompió el cordón umbilical. El único ensayo de un candidato nacional es el ministro Wado de Pedro, que aprovecha cada operativo de instalación que le arman para decir que no quiere ser presidente. “Siempre menos”, suele responder cuando le preguntan por los cargos a los que aspira. Los gobernadores cristinistas piensan en retener sus territorios, y los sindicalistas K digieren con dificultad el ajuste actual mientras se entrenan para salir con todo a la calle por si viene el ajuste macrista.
Por primera vez en mucho tiempo el peronismo es una estructura de poder sin candidatos. La enfermedad que, en otra escala, aquejó durante décadas al radicalismo.
Los números de Alberto Fernández son paupérrimos, se mire la encuesta que se mire. Pero, perdido por perdido, encuentra en el proyecto reeleccionista una forma de hacerse notar en el año que le queda hasta la definición del próximo presidente. Quizás hay también una ligera sensación de venganza hacia Cristina y el desgaste al que lo sometió, sin piedad, desde la derrota en las PASO de septiembre 2021.
Suelto de cuerpo, dice que en su gobierno no se les pidió coimas a los empresarios, lo que lleva a la inevitable comparación con las denuncias judiciales que enfrenta Cristina Kirchner. Se opone fervorosamente a medidas que pide el kirchnerismo, como un aumento salarial de suma fija (rechazado por sus amigos de la CGT, cuyo poder se mide en las paritarias). Describe una situación de crecimiento sostenido de la economía que contrasta con el retrato dramático que hacen los muchachos de La Cámpora. Donde él ve “un vaso medio lleno”, sus rivales internos descubren una montaña de vidrios rotos.
El papel de Massa
Cristina se propuso desnudar la ficción de este Alberto renacido después de tres años de ineficiencia administrativa y sumisión inmovilizante. De Pedro, nada menos que el ministro del Interior de este gobierno, expuso con precisa frialdad cómo la vicepresidenta y el ministro de Economía, Sergio Massa, están trabajando en medidas para apaciguar los efectos de la inflación en los salarios. No mencionó al Presidente en la línea de las decisiones. Se permitió incluso presionarlo por radio para que elimine las PASO. Gobierno del revés, en el que los ministros aprietan en público al Presidente sin sufrir consecuencia alguna.
Máximo Kirchner también destaca el papel de Massa, sin que eso detenga su insistente clamor contra el programa con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que el ministro administra aplicadamente. “Es una consecuencia de lo que hizo Martín Guzmán”, consiente el hijo de Cristina para exculpar a su aliado.
Tuvo incluso la delicadeza de bajar a votar favorablemente el presupuesto 2023, que refleja las metas pactadas en Washington. Lo hizo después del gesto tribunero de no aparecer en el recinto durante las casi 20 horas de debate. Pasa del oficialismo a la oposición como quien juega con máscaras griegas. Su madre también se permite condenar en público medidas del gobierno desde una imaginaria vereda de enfrente y sin asumir responsabilidad por esa arcilla que moldearon sus manos.
Cristina se queja de las medidas que no pasan por su despacho, pero paga con silencio permisivo las que los funcionarios se empeñan en negociar con ella. Massa se mueve con esa premisa que desmiente de manera terminante el afán independentista de Fernández. Los recortes de partidas que contempla el presupuesto, así como las altas dosis de endeudamiento previsto para el año que viene, contaron con el sello de la vicepresidenta. El ministro tiene vía libre para aplicar la ortodoxia con la que el kirchnerismo no quiere mancharse la ropa.
El reparto de funciones que definió la vicepresidenta en esta temporada agónica del Frente de Todos es claro: Massa debe conseguir dólares y hacer los ajustes necesarios para no descarrilar; Máximo se reserva la voz de la rebeldía y el reclamo de ayuda estatal a los desfavorecidos; a Alberto Fernández le toca asumir las culpas por el fracaso.
El Presidente se levanta contra ese destino magro. Sabe que Cristina no puede forzar otra crisis como la que tumbó a Guzmán y que después consumió como un hielo en agua tibia a su primera sucesora, Silvina Batakis. Massa le hace el trabajo sucio de buscar los equilibrios internos. Y en el tiempo libre él puede dedicarse a construir una utopía electoral.
Quienes lo alientan son los gordos de la CGT y el Movimiento Evita. Es el albertismo de la resignación. No encuentran otro vehículo para desafiar la hegemonía kirchnerista en el peronismo que amenaza severamente su subsistencia. No piensan en retener el gobierno sino en rescatar jirones del poder subsiguiente. Se resisten a eliminar las PASO, la herramienta electoral que ven como único antídoto al dedazo de Cristina. Alberto les jura que tiene 12 diputados que harán todo lo posible para que se mantengan las primarias si se activara la ofensiva camporista en el Congreso. Creer o reventar.
Romper todo
En la trinchera contraria, Máximo Kirchner ha sugerido en reuniones reservadas que si el Presidente intenta la reelección “tendrá que hacerlo solo”. Va en línea con los mohines que hizo esta semana en una entrevista cuando le preguntaron por los sueños de Alberto. Traduce uno de sus laderos: “Cristina es la que conduce. No se va a someter al capricho de Alberto. Si es necesario se armará un frente nuevo con quienes respetan su liderazgo”.
A Fernández lo conciben como un instrumento político que funcionó para ganar y se fundió en el gobierno. En 2019, su éxito consistió en ocultar a Cristina, bajo la promesa de un peronismo sin rencores, enfocado en el futuro y dispuesto a archivar los rasgos conflictivos del pasado. El fiasco posterior se explica en la incapacidad tanto de construir algo nuevo como de recostarse en lo viejo.
Víctima de su criatura, la vicepresidenta mantiene el pasado como único activo por exhibir ante aquellos que la siguen. No le alcanza para ganar. No tiene a mano un delfín apreciado por la sociedad. Desconfía Massa, que se percibe “el plomero del Titanic” y va por la vida diciendo que 2023 no será su momento. Y para colmo le espera la temporada alta de definiciones judiciales, con una posible condena de corrupción al final del camino.
Le queda repetir la gimnasia conocida. Decidir sola sin el incordio de unas elecciones internas e inventar al próximo Alberto. Si no le sirve para ganar, que al menos le permita retener el control del peronismo y planificar una nueva fase de resistencia revolucionaria. Seguro que contra un neoliberal será menos ingrato.