La identidad negra en la Argentina, deuda pendiente
La pregunta de The Washington Post sobre la falta de jugadores negros en la selección no carece de relevancia
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No creo que los editores de The Washington Post hayan jamás imaginado que el anzuelo de su título y el repaso de razones míticas y posibles por las que Argentina no tenía más jugadores negros en la selección capturaría la atención de todo un país. Un país que reaccionó a través del coro desarticulado de periódicos y redes con una mancomunada indignación: ¿por qué a ese diario estadounidense le importa el color de mis jugadores? ¿Por qué debería haber personas de un determinado color en una selección? ¿Desconocen que aquí la esclavitud fue casi inexistente y nos mezclamos? ¿Que no hubo segregación hasta el siglo XX? ¿Ignoran que no tuvimos colonias en África? Muchas de las respuestas mostraron menos que más conocimiento de nuestra historia y un escaso sentido crítico sobre nuestras desigualdades.
¿A qué me refiero? En primer lugar, a que muchos datos simples sobre la diáspora africana y la esclavitud son poco conocidos por los argentinos. Por ejemplo: que en 250 años de tráfico ingresaron al Río de la Plata unos 200.000 africanos esclavizados (casi la mitad de los que llegaron a los Estados Unidos); que hasta inicios del siglo XIX entre el 8 y el 12% de la población de las principales ciudades rioplatenses eran cautivos; que la esclavitud no se acabó en 1813 sino en 1853; que la ley de vientre libre no emancipó inmediatamente a los hijos de las esclavas sino que les dio un estatus intermedio, el de libertos, y los dejó bajo el patronato de los amos de sus madres por dos décadas.
No estamos acostumbrados a pensar la dimensión racial de nuestra sociedad
En segundo lugar, no estamos acostumbrados a pensar la dimensión racial de nuestra sociedad. No es casual. Por un lado, ello se debe a una larga y bienintencionada tradición de rechazo (retórico) de las clasificaciones raciales iniciada casi con la revolución. Castas y razas fueron catalogadas como divisiones propias del colonialismo español o asociadas con países con esclavitud de plantación como Estados Unidos o Brasil. Esta narrativa llevó a soslayar que esas clasificaciones existieron hasta fines del siglo XIX; que hubo obstáculos –si bien no prohibición– a los matrimonios entre personas racialmente “desiguales”; que los llamados “pardos y morenos” servían en regimientos segregados; participaban en cofradías religiosas segregadas, y que hubo obstáculos formales a la ciudadanía de descendientes de africanos tras la independencia. Que las personas eran así clasificadas –racializadas– en los registros parroquiales, notariales, judiciales y que constituían entre el 30 y el 50% de la población a inicios del siglo XIX.
Por otro lado, la incomodidad con pensar nuestra sociedad en términos de diferencias raciales se liga al proceso de construcción de la nación. Esta se propuso, en cierto sentido a la francesa, como una nueva “etnicidad ficticia”, común, para la cual eran irrelevantes las pertenencias raciales y nacionales previas (Segato, 2007). Ellas debían fundirse en una identidad común, ciega a los colores y los orígenes. A ese juego jugamos por más de un siglo. Nos cobijamos en una identidad común bajo la promesa de que el manto de libertad e igualdad nos cubriría a todos. Sin embargo, ello dejó atrás, negadas o minimizadas, la presencia de pueblos originarios y de la diáspora africana. Con los primeros se pasó de la conquista, a la esclavización de hecho, luego a la negociación, para volver al exterminio o la integración forzada. Con la segunda se pasó de la esclavización a la celebración de su martirologio en las guerras; de la idea de su ocaso “inevitable” a la invitación a una integración cuyo precio era olvidar o borrar reivindicaciones ligadas al color. ¿Existieron tales reivindicaciones? Por supuesto. Y hubo organizaciones de descendientes de africanos hasta inicios del siglo XX. Unas organizaciones que fueron desalentadas con la promesa de igualdad mencionada y también estigmatizadas por los discursos positivistas y evolucionistas de la época. Esa gravitación de prejuicios hacia los negros no desapareció a fuerza de declaraciones de igualdad, aunque por supuesto ellas importan.
"Esta fuerte diferencia en los procesos de racialización en Estados Unidos y en la Argentina llevó a muchos lectores a impugnar que se analice a nuestro país con la cuadrícula racial norteamericana"
Resultado de esa historia, en la Argentina no se continuaron articulando públicamente identidades y organizaciones negras, definidas en esos términos. Algo muy distinto sucedió en el caso estadounidense donde las prohibiciones de matrimonios interraciales y de manumisiones, la exclusión política y la segregación legal mantuvieron –sometidas pero definidas– comunidades e identidades negras. La idea del melting pot norteamericano supuso una integración jerárquica y marcada (no disuelta) de sus componentes: los anglo, los afro, los nativos americanos, etc.
Esta fuerte diferencia en los procesos de racialización en Estados Unidos y en la Argentina llevó a muchos lectores a impugnar que se analice a nuestro país con la cuadrícula racial norteamericana. Parte del desacuerdo con la pregunta sobre la presencia negra en la selección rindió cuenta de un rechazo a la aplicación de una grilla forjada para pensar una realidad diversa, e incluso de un temor hacia un potencial imperialismo político-intelectual. Sin embargo, desde la antropología, la sociología o la historiografía en la Argentina venimos desde hace tiempo indagando la especificidad de la configuración racial del país. Nos preguntamos si realmente esa identidad nacional es lo que suele llamarse “pos racial”, es decir, no tiene supuestos y componentes que jerarquizan y valoran unas pertenencias y unos orígenes por sobre otros.
En un debate parecido se encuentran los colegas y la sociedad francesa donde se llegó a prohibir en la constitución el uso de la palabra “raza” para explicitar que las razas no existen, algo que es cierto en un sentido biológico, pero no en uno social ya que las prácticas de atribución de rasgos morales a ciertos fenotipos y su jerarquización es cotidiana y tiene consecuencias materiales para las personas. El sortilegio nominal no logró conjurar los escurridizos problemas raciales que se cuelan en la sociedad de un modo persistente. Y lo hacen porque se construyó una nación “ciega” a las diferencias pero que exaltaba al campesino de la Bretaña por sobre el descendiente de esclavizados en La Reunión y que consideraba la presencia en África como “civilizadora” y no expoliadora. Esa construcción eurocentrada de la identidad francesa –que expurgó la historia colonial como la de “otros”– extranjeriza la actual presencia negra en su selección. También hace que, a pesar del universalismo predicado, la integración de ciudadanos y migrantes de las antiguas colonias, o de otros países africanos, no sea tan igualitaria como “la república” prometía. En un modo similar, la Argentina se resiste a pensar en desigualdades raciales porque equipara toda experiencia racial a la norteamericana. Pero no es así. Nuestra retórica de la ceguera cromática, de la irrelevancia de las diferencias fenotípicas y de herencias, tiene puntos ciegos. No solo porque celebra a la inmigración europea y la construye como el patrón de definición del “nosotros” sino porque soslaya la historia indígena y afrodescendiente, discrimina a migrantes de países limítrofes y africanos y sostiene estereotipos sobre las personas racializadas (de color o con ciertos orígenes) a quienes ofrece menos oportunidades y más prejuicios, menos recursos y más estigmas.
A fin de cuentas, tras la cita futbolística del domingo donde hubo un ganador, Argentina y Francia tienen otra cita pendiente con la explicitación de sus formas de naturalizar jerarquías ligadas a la ascendencia, el color y los fenotipos. Es una cita que puede ser más dolorosa y requerir más trabajo, pero en la cual podemos ganar todos.