La eterna seducción de Gombrowicz
Un encuentro en Vence, la ciudad francesa donde murió, prueba la vitalidad del escritor polaco, que pasó parte de su vida en la Argentina
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“Esto es lo que propongo: ninguna docilidad, ninguna modestia… Sean presuntuosos, arrogantes y desagradables: una buena dosis de anarquía e irrespetuosidad absoluta les vendría bien. Sean, del mismo modo, delicados, narcisistas, hipersensibles, egocéntricos y egoístas”. Este manifiesto contracorriente, reproducido recientemente por un crítico de Le Figaro, fue una de las provocaciones “incorrectas” que Witold Gombrowicz lanzó al final de su vida, instalado ya en Vence, en el sur de Francia, en la Costa Azul, donde –dicho sea de paso– casi cuarenta años antes había muerto también D. H. Lawrence.
Poco más de medio siglo después, ese mismo paisaje de los Alpes Marítimos fue escenario del encuentro “Gombrowicz-Presencias en Vence” (conciertos, muestras, lecturas), que en su quinta edición acaba de realizarse en el L’Espace Muséal que lleva el nombre del escritor polaco. Una exposición de dos jornadas que organizó el Ministerio del Patrimonio Nacional de Polonia, con participación de estudiosos del celebrado autor, incluida la que fue su esposa, la permanente curadora de su obra, la canadiense Rita Gombrowicz.
Entre los targets del encuentro despuntó la producción temprana del escritor, un corpus que conecta con el despertar de algunas de sus obsesiones y, consecuentemente, de su polémica irrupción en la cultura occidental, de la que la frase inicial de esta nota es una muestra contundente.
Así, en Pornogrâfia (La seducción, según la edición de Barcelona de 1968, y publicada más recientemente en Buenos Aires con el equivalente castellano del original) el relato plantea una situación que no existió: ahí WG se identifica con un narrador instalado en la Polonia de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. Y cuenta: “El desmantelado grupo de mis compañeros y amigos de los ex cafés, el Zodiak, el Zemianska, el Ips, se reunía los martes en cierto departamentito de la calle Krucza, y… procurábamos seguir siendo artistas, escritores, pensadores…”. En esos años cuarenta, en realidad, Witold Gombrowicz (1904-1969) ya estaba exiliado en la Argentina; como se sabe, el transatlántico Boleslaw Chrobry (se pronuncia jróbry) lo había incluido entre los pasajeros invitados para hacer ese viaje que en agosto de 1939 inauguraba el circuito marítimo Gdynia-Buenos Aires. Y aquí se quedó: los nazis invadieron Polonia un mes después, lo que detonó el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
No fue un salto al destierro decidido a través de un rite de passage sino una intempestiva interrupción que deja al sujeto repentinamente aislado y desnudo, casi literalmente: en esas circunstancias, el viajero queda deslindado de su microcosmos sociocultural, que en Gombrowicz reconocía promisorios destellos, una ruptura diferente de otras situaciones de exilio. Una escena emblemática, en fin, en la que un artista, despojado, debe reinventarse.
"Los años de preguerra, volviendo, habían sido cruciales en la formación del joven Witold"
Más allá del desliz nostálgico, esa mención a las perdidas tertulias de café es interesante. En 2004, en Buenos Aires, el escritor y traductor polaco Rajmund Kalicki contó a LA NACION que Gombrowicz y un colega suyo, coterráneo y ya consagrado, Jaroslaw Iwaszkiéwicz (El bosque de los abedules, Las señoritas de Wilko, novelas que filmó Andrzej Wajda), sin conocerse aún, “frecuentaban los mismos cafés varsovianos, el Ziemianska y el Zodiak –corroboraba Kalicki–, junto a poetas de la época, muchos de ellos judíos”. Una ironía de la historia debe haber reforzado el escepticismo crítico de Witold; ambos narradores polacos finalmente se encontrarían, pero en Buenos Aires, hacia 1948, en una visita de Iwaszkiéwicz, a la sazón escritor “oficial” de su país, en el Banco Polaco, en el que el más joven (ahora en su oscuro exilio) revistaba como modesto empleado: una situación de paradoja y contraste dramático digna de la pieza teatral de Gombrowicz, Yvonne, princesa de Bourgogne o, mejor, de El casamiento.
Los años de preguerra, volviendo, habían sido cruciales en la formación del joven Witold quien, por lo demás, en ese mismo lapso había probado su talento en la obra que le dio notoriedad, Ferdydurke (1937). Pero el exilio borra algunos signos del pasado y fomenta otros, como lo desarrolla un ensayo recién publicado, Éxil et création de soi (“Exilio y construcción de sí mismo”, Garnier), una de las vedettes bibliófilas de las jornadas de Vence. En este trabajo, el investigador de la Sorbona Nicolas Poirot analiza las derivaciones de la situación de extranjeridad forzada en autores que escribieron en esas circunstancias, notoriamente Gombrowicz, aunque en condiciones distintas de otros exiliados (Joyce, Nabokov, Klaus Mann). Su respuesta a una intelectualidad extraña a sus orígenes, a la que enfrentó con acritud durante los veinticuatro años que permaneció en la Argentina, incentivó ciertos rasgos sarcásticos que signaron su producción.
El ensayo de Poirot revisa cuestiones centrales, como la instancia –diríase “alquímica”– de “crearse a sí mismo”. El polaco fue, en ese proceso, un caso emblemático: se “reinventó” (como decíamos), hasta forjar, incluso, su propia leyenda, eso que Jorge Di Paola (uno de sus “discípulos” tandilenses) caracterizó como “la construcción del mito Gombrowicz”. El período de iniciación, entonces, ese temps perdu de preguerra en los cafés varsovianos, merecía ser revisitado. Allí se detectan fuentes claves de su formación, pero también embriones de posteriores obras centrales que se consumaron durante su permanencia en la Argentina, como la pieza teatral El casamiento, plasmada en castellano a cuatro manos con Alejandro Rússovich, o, ya en Tandil, la mencionada Pornografía.
En ese lapso se consolidó, también, un rasgo que, en tanto actitud, delineó definitivamente su personalidad (y su modalidad inventivo-expresiva), algo que otro libro reciente, también presentado en Vence, caracteriza como “el sano espíritu de contradicción” (Le sain esprit de contradiction, de Vincent Giroud, publicado por Christian Bourgois Éditeur), una generosa recopilación de textos de WG, al cuidado de Rita Gombrowicz y Henri Marcel; algunos ya figuraban en los dos volúmenes de Varia, del mismo sello, en 1978 y 1989.
Una de las secciones de esta colección rescata los cinco títulos que Gombrowicz destacó como “Les cinq livres que m’ont plus influencé” (“los cinco libros que más me influenciaron”), donde el Diario de André Gide luce como influencia preferencial. El libro homónimo de WG (publicado originalmente en 1951 en el mensuario parisino Kultura, editado por exiliados polacos en Francia) se integra tangencialmente a la tradición de la escurridiza “literatura del yo” por su carácter autobiográfico, “más allá de las contradicciones que inevitablemente marcaron su vida, como si la finalidad última de la autobiografía consistiera en reconciliarse consigo mismo y con el mundo” (Poirot).
El quinteto de los libros que el polaco admite como referencia se completa con Los hermanos Karamázov, La gaya ciencia, La montaña mágica y Ubú Rey, una lista ecléctica que pasa del clásico de Thomas Mann a la vanguardia tempranamente irreverente de Alfred Jarry. “Ni Proust, ni Joyce ni Kafka”, se ocupa de puntualizar, con firmeza, el propio Gombrowicz, como para entablar una disociación: la advertencia de quien rehúsa a que lo asocien con los nombres consagrados de la gran literatura del siglo XX. A Borges ni lo nombra, ni siquiera entre los “rechazados”; ignorarlo implica una devolución al desdén que el grupo Sur tuvo para con el polaco emigrado, tan afecto a la informalidad y –sobre todo– a manifestaciones de “la inmadurez” que tanto reivindicaba.
Una revelación (al menos, dentro de lo conocido en francés y en castellano) aporta el capítulo dedicado a Ferdydurke y al origen del título. Fue el traductor Bogdan Baran el que, en 1984, localizó la novela Babbitt, que en 1922 deparó notoriedad a el estadounidense Sinclair Lewis, quien en 1930 se alzaría con el Nobel. En 1935, con su relato “Las orejas”, Gombrowicz, ensayó una suerte de glosa paródica de Babbitt, en la que el personaje Freddy Durkee de Lewis se transmuta en otro, llamado Ferdy Durkee. La fusión final está a un paso. Su porte contestatario se proyecta a un lenguaje disruptivo, como el de –precisamente– Ferdydurke, que en el infructuoso esfuerzo por traducirlo se asemeja, en otro plano, a las transgresiones de Joyce. Con esa identidad inclasificable y a contracorriente, sus voces y sus gestos no le impidieron, al final y como si toda su obra fuera una autobiografía, reconciliarse consigo mismo y con el mundo.
Recuadro: Ese empedernido cazador de mentiras
Por Néstor Tirri
Una librería de la rue Larrey, de París, invitó a un par de intelectuales a dialogar con Rita Gombrowicz acerca de un enunciado que se ha instituido en tópico: Gombrowicz, chasseur de mensonges culturels (“G., cazador de mentiras culturales”). ¿De dónde sale esa designación? Me viene a la memoria una afirmación del escritor polaco Bruno Schulz (1892-1942, oriundo de la misma Galitzia de Joseph Roth); su compatriota Gombrowicz lo evocó en su Diario como “un masoquista, constante e irreductible, un gnomo, macrocéfalo, que no reconocía su derecho a existir y buscaba su propia destrucción”. La consiguió mediante un tiro en la cabeza, en el gueto polaco (bajo ocupación nazi) de Drohobycz.
Pero Schulz, aún cuando “pasaba por la vida furtivamente”, intuyó con lucidez en ese colega joven (a la sazón, ya notorio autor de Ferdydurke) un rasgo temprano que se incrementaría. Lo describía como ce démonologue de la culture, ce chasseur acharné des mensonges culturels: un “demonólogo de la cultura”, empedernido cazador de ciertas estafas culturales que se institucionalizan.
Nadie como Schulz detectó tan tempranamente en Gombrowicz esa tendencia a la desmitificación. Cuando en 1953 murió el poeta polaco Julian Tuwim, a quien el joven Witold había visto recibir el pomposo Laurel de Oro de la Academia Polaca en 1935, los medios publicaron un “Adiós al más grande”. Desde el exilio, Gombrowicz, alérgico a lo académico, reaccionó: “Pero... ¿es que Tuwin era realmente grande?” La posteridad demostró (oh, ironía) que él sí merecería una consideración internacional preponderante; otros, en cambio, quedarían como meros monumentos. La paradoja: Gombrowicz devino mito, con el tiempo, pero no fue una “mentira cultural”.
Cinco años después de esa cacería con la que desmitificó a Tuwim cayó por Tandil, en busca de aire de sierras (su asma esencial le iría robando capacidad respiratoria, hasta su agónico crepúsculo, en Vence, en julio de 1969). Jorge “Marlon” Vilela, Jorge “Dipi” Di Paola, Mariano Betelú (quien sería “su” caricaturista) fueron los muchachos de nuestro grupo –el Teatro Apolo– que más intimaron con él. En “la Rex” (el bar de reunión) desacralizaba la cultura oficial y denostaba contra mitos literarios (notoriamente, Eduardo Mallea: “Escribe en puntas de pie”, decía). Un día ironizó acerca de una carta (era mía) en la que proliferaban las comillas. “¿Qué tiene de malo usar comillas?”, inquirió Dipi. “Pero ¿no ves que es como gredactarg pidiendo disculpas, ‘Asno’?”, respondió Witoldo con acritud. Y remató: “Una cultura tiene sus cánones, pero hay que ignorarlos cuando uno lo necesita”.