La Divina Comedia nos devuelve el reflejo de nuestra realidad
Lejos de verla como una alegoría lejana, la obra del genio italiano debería ser leída con un ojo puesto en la crisis moral del país
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Lejos de envejecer, las grandes obras literarias recobran periódicamente una vigencia asombrosa. En principio, porque el arte es universal y sin tiempo, pero, además, porque la historia tiende a repetirse, acaso debido a que, como sostenía el Premio Nobel de Química Ilya Prigogine (gran lector de Borges y del Dante), los individuos no han progresado en lo esencial. Según él, los progresos los llevan a cabo las sociedades, pero algunos individuos pueden retraerlos o aniquilarlos.
El hecho es que en este año en que se conmemoran los setecientos años de la muerte de su autor, la Divina Comedia nos devuelve el reflejo de nuestra realidad argentina.
Dante Alighieri estaba sumido en el dolor del destierro cuando emprende la escritura de su obra cumbre. En ella vuelca todos sus intereses: ciencia, filosofía, historia, teología, arte, convencido de que era necesario recurrir a todo el saber de su época para acometer el salvataje de una patria obstinada en su auto destrucción. El poema es mucho más que la celebración de la mujer siempre amada. Beatriz es más que Beatriz. Es el símbolo de la luz que debe alumbrar la razón de ser de todo ser humano: la búsqueda de su propia perfección.
Es la dimensión simbólica de la obra lo que hoy nos interpela y nos refleja como un espejo.
En los primeros versos, Dante nos dice que transitaba la mitad del camino de su vida cuando se encontró de pronto extraviado en una selva oscura. Tres fieras le salen al paso: una pantera, un león y una loba; alegorías de la lujuria, la soberbia y la codicia, en las que confiesa haber caído él, al igual que su carísima patria a la que nunca habría de regresar: esa Florencia de finales del siglo XIII y comienzo del XIV, inmersa en mezquinas luchas entre Iglesia, Imperio y familias acaudaladas, güelfos contra gibelinos, y los enfrentamientos de güelfos blancos contra güelfos negros, con sus consecuentes muertes, represalias, fraudes, escándalos, mentiras y traiciones. Inerme entre tanto odio, Florencia se desangraba.
El viaje que inmortaliza la Comedia tiene un destino claro: el Paraíso. Dante no entra en el Infierno para quedarse allí, sino para conocer el alma humana–su propia alma– en pos de una ascensión.
Virgilio guía al poeta a través del Infierno y el Purgatorio. Virgilio simboliza la inteligencia y el lenguaje en su más alta expresión. Lo que Dante atestigua en esos espacios de ultratumba debe ser comprendido con una inteligencia iluminada, para que el Mal no se convierta en una prisión sino en un conocimiento que impulse a trascenderlo en pos de la libertad.
Dante elige escribir en el idioma del pueblo, que pule bajo la inspiración de la poética latina de Virgilio, persuadido de que el pueblo merecía un idioma a la altura del latín. Y es así como legó el italiano: esa lengua de música y amor.
Los personajes que encuentra en el Infierno y en el Purgatorio son todos pecadores, por la simple razón de que fueron todos seres humanos. Hombres y mujeres que, en vida, habían caído en las “incontinencias que menos ofenden y menos se castiga”: la lujuria, la gula, la ira, la avaricia o prodigalidad; pero también en los pecados de bestialidad: la violencia, y en los más graves aún, de pura malicia: la hipocresía, el robo, el fraude, los malos consejeros, los sembradores de escándalo y de discordia, hasta la traición: el más despreciable de los pecados por el cual los condenados son arrojados irremisiblemente al último círculo helado donde habita Lucifer.
En la entrada al Infierno están los indiferentes: “… esas tristes almas de gentes/ que vivieron sin gloria y sin infamia”. Seres que no se comprometieron con nada ni con nadie, porque estaban comprometidos tan solo con sus propios intereses.
En el año de Dante, las conversaciones en torno al poeta y su obra enriquecieron muchos encuentros virtuales que impuso la pandemia. Recientemente, Giorgio Bevignani, exquisito artista plástico boloñés y fino cultor del humanismo y el Renacimiento italianos, compartió conmigo esta exégesis: “En su viaje y en la arquitectura del mundo de ultratumba, Dante muestra que el Mal pesa y hunde. Su marcha por las escarpadas cornisas que llevan hacia el fondo del averno es cada vez más tortuosa, más pesada, más angustiante. En tanto que la escalada de la montaña del Purgatorio comienza siendo trabajosa y lenta, pero a medida que se asciende, la marcha se vuelve más liviana y más veloz. No abruma la fatiga, y la prisa en alcanzar la cumbre pone alas en los pies”.
Así lo dice Virgilio: “… este monte es de tal modo/ que siempre pesa al comenzar abajo/y cuanto más se sube, menos daña./ Y así cuando lo sientas tan suave,/ que te haga caminar ya tan ligero/como nave que empuja la corriente,/ habrás llegado al fin de este sendero”.
El Mal pesa. El Bien aligera. Lejos de comprenderla como una visión maniquea, es oportuno extrapolar la alegoría a nuestro crudo presente, en el que no es difícil comprobar que la vida nos es cada día más agobiante y el camino más tortuoso por puro peso del error.
Lo que diferencia a los dolientes moradores del Infierno de los peregrinos del Purgatorio no es el pecado o su ausencia, sino el arrepentimiento de los últimos. Arrepentimiento en un sentido pragmático: es el que se aflige del error cometido el que puede corregir el rumbo, avanzar, ir más lejos. Volar.
La Divina Comedia devela las claves de nuestra infelicidad, de nuestra imposibilidad, de nuestro sostenido hundimiento. Pero también la llave de la salida de la oscuridad para alcanzar la luz, como Dante (“puro y dispuesto a alzarme a las estrellas”).
Como la Florencia de aquellos tiempos turbulentos, los argentinos hacemos cotidianas la discordia, la venganza, los escándalos, la mentira, el fraude, la hipocresía. Y hasta la traición. Nadie se arrepiente. Nadie enmienda nada. Muchos eligen la indiferencia y la justificación.
“Oh, gente humana, para volar nacida/ por qué al menor soplo caes vencida?” Dante nos está diciendo que, nacidos para volar, han sido demasiadas nuestras caídas y muchas veces abatidas nuestras alas. Es hora de abandonar el Infierno de la porfía y empezar a escalar la montaña de nuestra redención nacional, antes de que sea demasiado tarde y no podamos ya alzarnos a las estrellas.
Escritora, directora del Capítulo Argentino del Club de Roma