La destrucción a fuego lento del partido más viejo del país
Celebraron una corta resurrección mientras iban camino al terremoto que significó la llegada de Javier Milei.
El radicalismo había ganado Santa Fe por primera vez en seis décadas; también había recuperado Chaco, retenido Mendoza y Jujuy y mantenido Corrientes, que el año pasado no eligió gobernador. Sin poder instalar un candidato presidencial, jugaron a ganar sí o sí, ubicando a un radical en el segundo término de las dos fórmulas de candidatos de Juntos por el Cambio. El futuro vicepresidente sería Gerardo Morales o Luis Petri, imaginaron. Era, en realidad, el signo de otra división.
En medio de esas ilusiones, le dieron la presidencia del Comité Nacional a Martín Lousteau, que venía que abandonar, años atrás, la embajada de los Estados Unidos durante la presidencia de Mauricio Macri para lograr la senaduría nacional por la ciudad de Buenos Aires. Eso ocurrió en las mismas elecciones en las que Macri fue derrotado por Alberto Fernández.
"El ocaso del partido que rivalizó con conservadores y luego con peronistas por el poder durante el siglo pasado expone en el primer cuarto del nuevo siglo un compendio inagotable de divisiones"
Nadie se cuestionó dentro del viejo partido cómo era posible que el radicalismo pusiera al mando al mismo economista que, como ministro de Economía, había colaborado con Cristina y Néstor Kirchner para detonar el monumental conflicto con el campo con la famosa resolución 125, que imponía retenciones móviles al sector por las exportaciones de granos.
Era tan llamativo como que los principales dirigentes eligieran al representante de un distrito partidario en larga decadencia, sin considerar que la supervivencia del radicalismo tras la declinación del liderazgo y posterior muerte de Raúl Alfonsín se había afincado en pequeños pueblos y ciudades donde los intendentes lograron mantener el sello partidario y hacer sobrevivir el vínculo con las bases, a diferencia de lo que pasaba a nivel nacional y en distintas provincias.
La irrupción de Milei, que en su repertorio de sapos y culebras tiene a Alfonsín como uno de los destinatarios de sus maldiciones más sonoras, no hizo otra cosa que exponer el largo declive que pone al borde de la desaparición al único partido político argentino que preserva las formas institucionales y de organización interna aún en momentos que parecen de descontrol y agonía.
"La dirección partidaria es desconocida y en cada votación en el Senado, el presidente partidario observa cómo por lo general el resto del bloque radical vota en contra de su posición"
El ocaso del partido que rivalizó con conservadores y luego con peronistas expone en el primer cuarto del nuevo siglo un compendio de divisiones.
Sufre, antes que nada, el final desdichado de sus últimas presidencias, que dejaron una huella social muy marcada y deterioraron la idea de que el radicalismo era una opción de poder y, por sobre todo, hundieron la idea de que esa fuerza podía resolver los históricos problemas de la economía.
El radicalismo del siglo XXI se rompe, pero también se dobla. La caída de Fernando de la Rúa encontró al alfonsinismo colaborando con Eduardo Duhalde, cuya presidencia es hija de la presión que ejerció el peronismo del conurbano para llevar al exgobernador de Buenos Aires a la Casa Rosada.
La reconstrucción del sistema político después de 2001 se hizo sin el radicalismo, cuya versión oficial representada por Leopoldo Moreau tuvo una adhesión ínfima en las elecciones en las que ganó Carlos Menem en la primera vuelta, pero llevaron al poder a Néstor Kirchner.
Durante la década de Menem el radicalismo se había opuesto como su contraparte y pactado con él al precio de perder representación para la reforma constitucional. Con Kirchner, una parte del radicalismo no tuvo problemas en doblarse e irse con el santacruceño en nombre de una propuesta de transversalidad. Es el camino siguieron gobernadores como Julio Cobos o Gerardo Zamora. Uno se arrepintió cuando era vicepresidente, el otro todavía gobierna Santiago del Estero.
"Debajo de la noticia de las denuncias de fraude en las internas en el radicalismo bonaerense hay otro dato inquietante: votó muy poca gente"
Pero antes de la kirchnerización de una fracción de la UCR, dos dirigentes habían construido sus propios ranchos. Elisa Carrió y Ricardo López Murphy prefirieron eludir las marañas internas de su partido para generar sus propias fuerzas.
Al final de un largo camino, ya sin candidatos presidenciales, la UCR mantuvo algunas representaciones locales, pero en provincias enteras resignó su condición de cara opuesta al peronismo a partidos provinciales o a fracciones distintas del mismo PJ. Una nomenclatura burocrática, cómoda y establecida en cargos bien rentados en el Estado mantuvo una cierta fantasía institucional a nivel nacional.
Ya ni las elecciones internas, derivada de su indiscutible voluntad democrática, pudieron hacerse con cantidades suficientes de votantes reales.
En la provincia de Buenos Aires, allá lejos escenario esencial del radicalismo, hubo hace unas semanas una elección que terminó en escándalo por un intento de fraude. Eso fue lo más destacado en las crónicas periodísticas. Debajo de esa noticia hay un dato inquietante: votó muy poca gente.
La dirección partidaria es largamente desconocida y cada vez que hay una votación en el Senado, el presidente partidario observa cómo por lo general el resto del bloque radical vota en contra de su posición.
Algo peor ocurre elección tras elección en el viejo partido de los presidentes Yrigoyen, Alvear, Illia, Alfonsín y De la Rúa. En estos tiempos de liquidez política, quienes todavía dicen haber sido hinchas del radicalismo gritan los goles de otros equipos.
La posición crítica que pretende tener la conducción partidaria hacia Milei parece molestar más a sus exvotantes que al propio gobierno libertario. De hecho, sus bloques en el Congreso oscilan entre los pedidos de los gobernadores radicales que necesitan tener tal o cual relación con el poder central, el apoyo al Milei o el seguidismo a la oposición cerril que intenta el peronismo kirchnerista.
Hace tiempo que los dirigentes radicales no conectan con la sociedad; otros permanecen ocultos en la burocracia de los cargos eternos y algunos controlan fondos universitarios, resultado del único signo vital: sus triunfos en las elecciones estudiantiles.
El radicalismo no termina de ver que hasta las largas decadencias terminan. Y que los renacimientos se hacen cada vez más lejanos.