La conmovedora crónica de Borges del Juicio a las Juntas
Acompañando el estreno de Argentina, 1985, conviene rescatar la mirada del autor de El Aleph sobre “el infierno”
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Era lunes. Un frio día del invierno de 1985. Jorge Luis Borges asistió silencioso a una de las audiencias del Juicio a las Juntas militares. Luego, en pocas líneas, describió la desolación de un hombre despojado de cualquier aditamento. “No era peronista o comunista, era un hombre que sufría”.
Aquel hombre era Víctor Basterra, un operario gráfico, preso y desaparecido en la ESMA, que fue obligado a falsificar la documentación con la que los marinos de Massera se apropiaron de las pertenencias, campos, dinero y viviendas de las familias de algunos presos en cautiverio. La utilización de muchos de los que pasaron por la ESMA para servir a las ambiciones políticas de Massera, que se preparaba para ser el nuevo Perón, fue siniestra. Se trata de un aspecto poco revelado a la hora de reconstruir lo que sucedió realmente en el campo de detención clandestina de la marina, la mal nombrada “ex-ESMA”.
Basterra estaba entre esos “presos sometidos a esclavitud”. Sin embargo, cada vez que lo dejaban salir para ver a su familia, con lo que “premiaban” su obligada colaboración, fue sacando entre sus ropas una documentación que después resultó valiosísima para probar los crímenes que deliberadamente se intentaron ocultar. Un rasgo oculto que define y contamina la vida pública y, como una ameba adherida a nuestra piel, tiñó los fenómenos de la libertad recuperada y distorsionó la democracia. Por eso, el escrito de Borges nos devuelve la hondura de una verdad que ninguno de nosotros pudo entonces comunicar.
Con su crónica “22 de julio”, escrita para la agencia española EFE , el autor de Ficciones nos acercó a “ese infierno”, la alegoría más usada para nombrar lo que no somos capaces de imaginar. A sus 85 años, vimos a un Borges triste y visiblemente abatido que confesó: “He asistido a una de las cosas más horrendas de mi vida. Siento que he salido del infierno”.
“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral –escribió–. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno”.
Del mismo modo, sin adjetivos, describió la cena de Nochebuena narrada por el testigo Basterra. “No sin algún asombro vieron una mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vivo. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal”.
El centenar de periodistas que debíamos narrar diariamente lo que allí escuchábamos, sin la ayuda de grabadores (que prohibieron utilizar y los corresponsales extranjeros denunciaron como censura), debíamos atenernos a los hechos, a los testimonios de los sobrevivientes, que narrábamos sin la maestría ni el talento del escritor, ni con su carga de reflexión filosófica y moral.
Borges, que descreía del libre albedrío, de premios y castigos, del Cielo y de la Tierra, acudió a Almafuerte para acercarnos una respuesta: “Somos los anunciados, los previstos,/ si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; / y antes de ser, ya son, en esa mente,/ los Judas, los Pilatos y los Cristos”.
¿Por qué esta crónica de nuestro mayor escritor universal es ignorada? ¿Por qué no esta incluida en el Museo de la ESMA? Menos aún, en los claustros en los que se trasmite una historia mutilada, despojada de su verdad. Para trascender lo que ya advertimos desde hace años, la apropiación de la memoria trágica y la utilización política de lo que nos pertenece a todos, vale reflexionar sobre un hecho fácil de constatar. Los tiempos sombríos no son una rareza en la historia de la humanidad. Ahí está la invasión de Rusia a Ucrania. Dominan la historia, pero, a la par, recrean la igualmente obstinada lucha del hombre por su libertad y la utopía del Nunca Más, la verdadera razón de la memoria histórica. Sin embargo, los argentinos, a cuarenta años de la democratización, no hemos podido tomar distancia de nosotros mismos sin reavivar los enfrentamientos del pasado o los fantasmas de los tiempos que se evoca.
El Juicio a las Juntas permitió que se recuperara la palabra jurídica, la de los sobrevivientes, pero como el Juicio se hizo a espaldas de la sociedad, los relatos que salieron a la luz no conformaron por sí solos la historia de lo que había sucedido.
Por autodefensa, culpa o temor, la sociedad no los hizo suyo para otorgarles una permanencia en la historia que nos sobreviviera. El kirchnerismo luego congeló la historia, impuso su narración y nos impidió hacer las preguntas postergadas. ¿Por qué paso? ¿Qué queremos hacer con lo que nos pasó? ¿Qué otra tragedia mayor tienen las sociedades, si no es una dictadura, una guerra civil? Si hasta tuvimos la humillación de una guerra perdida que hasta hoy se niega como derrota.
La escritora Karen Blixen aconsejaba que para que las penas sean soportables debemos ponerlas en una historia o hacer una historia con ellas. Sin embargo, para recrear como ficción la verdad de una tragedia colectiva se necesita de tiempo para que desaparezcan la ira y el miedo.
Esto es lo que sucede con la película, recién estrenada, Argentina, 1985, de Santiago Mitre. Debimos esperar cuarenta años para recrear como ficción el hecho más auspicioso de la democracia. No porque hayan desaparecido ni la ira ni el miedo, sino porque las nuevas generaciones educadas en libertad podrán corregir una verdad tergiversada por la ideología.
Los mejores relatos no vendrán de la historia, sino del arte. Al narrar las vidas individuales en un contexto de asfixia y terror, las novelas, las películas y las obras de teatro humanizan lo que la evocación ideológica cancela. La crónica de Borges, y películas como Argentina, 1985, permanecerán en el repertorio de la memoria colectiva. Son más eficaces que las consignas y los juramentos en vano sobre nuestros muertos.