La casa que nos pertenece es la que nos habita
Levantada con las manos de inmigrantes cuyos hijos se entreverarían con el poder y la sangre, la casita que los Frondizi y los Faggionato construyeron en Ostende es una metáfora del país
- 6 minutos de lectura'
Bajo un sol demasiado brillante para el fin del verano camino por la playa de Ostende. No la de Flandes sobre el Mar del Norte, sino la Ostende de acá, en la costa bonaerense, que alguna vez quiso ser aquella. Camino con las esquirlas de la muerte en el alma, las de la peste, las otras y las de esta nueva guerra tan antigua. Voy en procesión laica, desde el querido Viejo Hotel hasta Elenita, sólo para saber si ella también sobrevivió.
"Los Frondizi y los Faggionato construyeron la casa con sus propias manos"
Tengo el mar a mi derecha y no lo miro, en parte porque no soporto que siga indiferente a nuestras tragedias, pero sobre todo porque debo buscar la casa detrás de los médanos. Esos médanos indomables que expulsaron a los belgas fundadores de esta Ostende periférica a principios del siglo XX. Desde la playa no logro verla y el corazón se agita. ¿Y si no está más? ¿Y si también fue arrasada y sólo queda el espacio de la ausencia? Pero al alejarme un poco de la costa aparece, entrañable, espléndida en su modestia, viva.
Elenita es una casa. Es también una mujer.
En enero de 1933 una pareja de hijos de inmigrantes italianos se casa en Buenos Aires y en su viaje de bodas visita Ostende, donde deciden construir una casita para pasar los veranos. Él es el joven abogado Arturo Frondizi, que no sabía que sería presidente 25 años después, y ella es Elena Faggionato. Así, la famiglia unita, los Frondizi y los Faggionato en pleno, como una antítesis del drama de Montescos y Capuletos, construyen la casita con sus propias manos en esa playa desierta y nada aristocrática. El padre de ella compra la madera de pino tea, el padre de él la corta en el fondo de su casa de Villa Urquiza y mandan todo a Ostende en camiones. Viajan las dos familias para armar la casa. Don Julio Frondizi va con sus hijos más jóvenes: Arturo, Risieri (que no sabía que sería rector de la UBA y se enfrentaría con su propio hermano en el debate educativo “laica o libre”) y Silvio (que no sabía que sería asesinado en 1974 con 52 balazos por la Triple A y cuyo cuerpo destrozado Arturo irá a reconocer al Hospital de Ezeiza). Como en un flashback volvemos a los años felices, van en tren hacia Ostende y llevan cosas para la casa: una mesa, bancos, faroles, colchones. En enero de 1935, en el segundo aniversario de su casamiento, Arturo y Elena habitan la casa por primera vez.
Es pequeña, no más de 30 metros cuadrados, techo a dos aguas, levantada sobre pilotes, amiga del paisaje. Se diría frágil, pero en rigor es liviana y ese es el secreto de su fortaleza, lo que le permitió sobrevivir al avance de los médanos, a las tormentas y a la avaricia inmobiliaria de los gobiernos que han querido moverla de allí para “preservar el patrimonio natural”, aunque la casita fue declarada Monumento Histórico y es patrimonio cultural. Natura versus cultura.
"Elenita no quiso ser abogada como su padre y se dedicó a la Educación"
La metáfora resulta inevitable: la casa es el país. Levantada con las manos anhelantes de inmigrantes cuyos hijos se entreverarían con el poder y la sangre, a pesar de las vicisitudes sigue en pie, como esperando. Un país que no deja de ser el mismo, aunque ya es otro. También los contrastes se imponen. La casa sin oropeles de un presidente, expresión mínima de un hábitat sin pretensiones con el aura de una normalidad extraña, inconcebible ya. Quizás sea el “efecto monumento” lo que hace que la gente (poca, porque no es moda andar por allí) se detenga frente a la casa, recaiga en la metáfora y la comparación, agache la cabeza y siga. La casa los ve pasar.
En agosto de 1937 nace la única hija del matrimonio, Elena Frondizi, y cuelgan sobre la puerta un salvavidas que lleva escrito a mano “Elenita”, que será desde entonces el nombre de la casita.
Elenita no quiso ser abogada como su padre y por eso dejó la carrera de Derecho. No podía escapar a un destino que parecía venir con el apellido y en los márgenes sartreanos de la libertad decidió hacer algo con lo que otros hicieron de ella. Iba a tener una vida pública pero su camino sería la Educación. Fue una de las primeras egresadas de la Carrera de Ciencias de la Educación de la UBA en la década del 60 y construyó una visión exuberante sobre la educación; se salía de los límites y se atrevía a hacer.
Su primer trabajo fue crear y dirigir el jardín maternal de la fábrica Olivetti en Merlo, provincia de Buenos Aires, destinado a los hijos de las empleadas. Una institución de vanguardia al ritmo de los dorados sixties, digna de un experimento del Di Tella. Los mejores artistas, pediatras, pedagogos, psicólogos, acudían a trabajar con las maestras. Se llamaba “La Casa de los Niños” como la Casa dei Bambini de la educadora italiana María Montessori. Elenita innovaba con una intensidad desmesurada, como si supiera que iba a morir joven, en 1976, a los 39 años, por un cáncer devastador. Desde luego, no lo sabía; nadie sabe esas cosas. Elenita fue una casa otra vez y la metáfora vuelve en la Casa de los Niños como país soñado desde la educación y la fábrica.
Elenita casa, país Elenita.
Mi madre guarda una foto en blanco y negro de La Casa de los Niños. El sol de la mañana inunda el interior y eso es inevitable porque la Casa de los Niños es toda de vidrio. La transparencia es la clave de esa arquitectura educativa que ampara sin amurallar. En la foto, Elenita está sentada en el piso de una sala, rodeada de bebés que gatean. Sostiene a uno en brazos, al que mira. Esa criatura soy yo. Nuestras miradas están unidas por un hilo invisible, en ese espacio entre sus ojos y los míos cabe un mundo. Yo no sabía entonces que allí se alojaba un legado.
Ahora lo sé y sé también que las casas que nos pertenecen no son las que habitamos sino las que nos habitan. Las casas (el país) que dejamos que nos habiten están emancipadas del tiempo y del espacio, no son totalidades sino fragmentos de casas y por eso no constituyen utopías retrógradas. Definen, en cambio, una habitabilidad imaginaria, que permite sentir la intimidad del resguardo. Cada tanto, cuando la intemperie se anuda en la garganta, es posible recorrer la topología subjetiva de las casas que nos habitan, recobrar los sentidos que condensan y, en palabras de Bachelard, hacernos del beneficio más precioso de una casa: albergar los sueños, proteger al soñador y permitir que sueñe en paz.
Doctora en Educación, profesora e investigadora de la Universidad Di Tella